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El dromedario

 Convierte tu muro en un peldaño

Rainer María Rilke

Se sentía cansado de andar escondiéndose y su cuerpo ya no daba para más. Frente a la primera choza abandonada que encontró mientras huía, sus piernas se doblegaron como chamizos inermes. Empujó la puerta, de una sola hoja, semidestruida y sin ningún tipo de cerradura ni candado y esta cedió sin esfuerzo chirriando con un gemido de madera podrida. De bruces fue a parar al fondo del desolado bohío construido con débiles paredes de bahareque y sobre un piso de tierra empolvada olorosa a excreciones de chivo viejo y a orín de animales de monte.

Solo unos enclenques rayos de luz que penetraban perpendiculares al postigo de un remedo de ventanuca a medio abrir, iluminaban con una luz mortecina la sombra derrumbada del inesperado huésped tumbado encima de unas boñigas de caballo todavía frescas.

-Hasta aquí llegué, -se le oyó balbucir-, en un suspiro alargado y triste.

Al mismo tiempo un fuego maligno se desataba en los alrededores justo al morir el día. Tal vez debido a la desmedida resequedad de la montaña, las llamas se extendieron a velocidad entre los yermos pajonales y los áridos yerbajales. Sobre la tierra baldía trepidaba la furia del fuego depurador y apenas una garúa finita sosegaba el movimiento de la exigua vegetación humillada por las ráfagas de viento frío que aullaban como manada de lobos en vigilia.

El espurio cayó rendido y dormitó en cuestión de segundos. Su agitada respiración acompañada de armoniosos ronquidos, conjuraba el sibilino aquelarre de esa noche caliginosa. Llevaba, en efecto, cuatro largas jornadas en desvelo y su sueño era profundo. Cuatro noches con sus días huyendo de esa pérfida aldea y de sus pobladores desalmados que como criados biliosos lo rechazaban y lo apedreaban por el simple hecho de no parecerse a ellos. Se cebaban hasta el hartazgo burlándose de sus imperfecciones y creyéndose, hasta el engaño, superiores a él. Nunca antes— hasta donde podía recordar— se había sentido tan frágil y vulnerable. Nunca antes había sentido esa sensación de impotencia que encumbraba su pena hasta umbrales más allá de toda adversidad. Jamás se había percibido, hasta entonces, como un engendro que con su presencia deforme y su figura desastrada, ultrajaba y corrompía la realidad. La única fuerza que lo animaba a huir era el terror de estar vivo.

Y, ahora el fuego. ¿Era acaso el comienzo del juicio final, como muchas veces había oído profetizar a los oráculos del desastre y a los ociosos que la pasaban inventando teorías conspiratorias? Él no tenía la culpa de haber nacido con esa joroba sobre la espalda, estilo dromedario africano, ni podía responder por el hecho de lucir una piel cubierta de sedoso vello cual llama peruana. El hecho de que su madre hubiera sido—según conjeturaban las malas lenguas— el producto de un entrecruce prohibido entre dos hermanos (su tío Cayo y su tía Lucinda), tampoco era materia de su incumbencia.

Si su padre había sido encontrado practicando actos de zoofilia con los animales domésticos del vecindario, o como aquella vez que fue pillado jugando en un lodazal con dos gigantescas cerdas albinas y sentenciado por todo esto al destierro, tampoco ese era su problema.

-Allá él, -musitó entre dientes-, consternado.

Mientras cavilaba toda clase de pensamientos que agitaban su alma en el abismo de los sueños, el fuego llegó a la covacha donde se guarecía. El calor insoportable lo logró despertar y de inmediato, legañoso y sonámbulo, puso pies en polvorosa. Sus ojos agrandados veían cómo los cuerpos de los árboles iban creciendo con la noche; las ráfagas de viento habían mermado y, solo la leve llovizna que persistía milagrosamente mitigaba su letargo. Tan asustado estaba el bastardo que parecía estar escapando del averno; pero contradiciendo todo vaticinio, logró salvarse.

Un kilómetro adelante aflojó el paso, comenzó a calmarse, el pánico lo fue abandonando y la criatura aprovechó el momento de sosiego para sacudir de su cuerpo los vellos chamuscados de su rostro, de sus brazos alargados y de sus cortas piernas. En sus ojillos de niño maravillado se entrevió brillosa, una chispa, un atisbo apenas, inusual de alegría. En la retina de sus ojos reposaban todavía restos de su infancia dormida.

-Menos mal que todo fue un susto, -se dijo-, mientras continuaba su huida contra la apretada lluvia y a través de la alta montaña caminando reflexivo con la mirada pegada al piso, a las piedras del camino, con los pies desnudos y mugrientos, lento y maleable cual monje eremita en recatada pose de meditación sobre el origen de su supuesta culpa.

A la distancia todavía el negro páramo calcinado conserva vestigios del azote del fuego purificador en su salvaje majestad, cuyas lengüetas nunca alcanzaron a menguar el semblante inerme y huraño del dromedario, quien hurgando entre atajos y piélagos, persiste en toparse, algún día, con el paraíso que le fuera escamoteado en alguna orilla de sus sueños.

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