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Damas asesinas, de Tori Telfer

Arsénico y encaje antiguo

Todo el mundo tiende a pensar que los asesinos seriales son un fenómeno exclusivo de esta compleja modernidad, y que además son patrimonio casi absoluto de la población masculina, pero el libro Damas asesinas, de la estadounidense Tori Telfer, quiere desmentir ambas suposiciones. Con ese propósito reunió catorce casos de mujeres homicidas que podrían estar comprendidas dentro del concepto de “serialidad”, pertenecientes a épocas muy diferentes, desde la Edad Media hasta mitad del siglo XX. En estos tiempos de tenaz inclusividad y de otros discursos por el estilo quizás sea bueno emparejar un poco las cosas, aun a sabiendas de que en el último siglo las mujeres han representado tan solo el diez por ciento en el censo de estas bestias.

“Las mujeres violentas son violentas porque son humanas”, aseguró la autora en una entrevista ofrecida a un medio estadounidense poco después de la edición del libro en 2017. “Y los humanos son violentos. Hay un millón de razones para que alguien se convierta en un asesino en serie. Pero son violentos porque son humanos. No son violentos porque es una raza especial de mujer mala o el tipo de semilla equivocado se plantó en un tipo de suelo extraño y esa mujer se desprendió”, agregó de inmediato enfática, peligrosamente irascible. Y con respecto a la atracción que hombres y mujeres sienten por este tipo de historias, dijo que creía “que todos somos enfermos curiosos como seres humanos. Obviamente nos atraen las cosas que son espeluznantes, malas o extremas. Eso es más interesante que mirar una foto de una casa todo el día. Nos gustan las cosas que son espeluznantes y extrañas, incluso si creemos que no”.

Telfer, graduada magna cum laude de la Northwestern University (Illinois) con una licenciatura en escritura creativa, frecuente colaboradora de diversos periódicos, comenzó publicando una columna titulada justamente “Damas asesinas” para las revistas The Hairpin y Jezebel, con tal éxito que decidió profundizar en su trabajo hasta terminar compilando estas historias cargadas de macabros hallazgos y fino humor negro, acaso la forma más eficaz de adentrarse en la vida de unos personajes realmente desagradables. El libro no está ordenado cronológica ni geográficamente, pero sí unido en la gran mayoría de los casos por un elemento químico del grupo de los metaloides, cuyo número atómico es 33, vulgarmente conocido como arsénico.

Pasteles amargos

Descubierto en la más remota antigüedad, el arsénico se presenta en forma de polvillo blanquecino y tiene, además de ser el instrumento femenino por excelencia a la hora de asesinar a dos o tres esposos buenos para nada –no deja esas odiosas manchas de sangre en la alfombra que tanto cuesta limpiar ni esos desprolijos agujeros en la pared–, múltiples usos y aplicaciones, como por ejemplo preservar madera, servir de semiconductor en circuitos integrados o ser un buen insecticida y herbicida. Y, a la hora de pergeñar su mejor eslogan, sería imposible omitir que ha sido usado por nueve de cada diez mujeres homicidas.

El libro se abre con la historia de Erzébet Báthory, que tanta seducción sigue provocando –baste recordar el fascinante ensayo La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik–. Nacida en 1560, integrante de la más refinada aristocracia húngara y acusada de asesinar a decenas de jóvenes a su servicio, Erzébet no fue, sin embargo, aficionada al arsénico. Sus métodos eran bastante más expeditivos: golpes y degollamientos, encierros hasta la inanición. Recluida desde su infancia en un lúgubre castillo, testigo de la brutalidad de sus progenitores con todo aquel que no perteneciera a su misma y reducida clase social, prometida desde los 10 años con otro joven noble, el también sádico Ferenc Nádasdy, se dedicó con él y con dos o tres sirvientes igual de siniestros a torturar y despedazar muchachas, y enterrarlas luego en los interminables campos que rodeaban el castillo. Tras su juicio y su encierro de por vida en su propia residencia, creció tras de sí una leyenda que aún hoy le atribuye hasta 650 asesinatos para obtener sangre de vírgenes en la que luego se bañaba buscando la fuente de la juventud.

A Erzébet le sigue Nannie Doss, también conocida como “La abuelita risueña”, una dulce ancianita que solía casarse y enviudar casi simultáneamente, y que preparaba unos exquisitos postres –que a veces le quedaban un poco amargos–. Nannie vivía en Tulsa, Oklahoma, allá por los 50 del siglo pasado, y ya para aquel entonces solía encargar a algún delivery que les entregara a ciertos hombres de buen pasar sus pasteles y tartas, por más lejos que estos vivieran. Y todos caían, simbólicamente primero, literalmente poco tiempo después. Cuando asesinó a su quinto marido las cosas se le complicaron. Sospechosa de haber matado también a su madre, a una hermana, a un nieto y a una de sus tantas suegras, fue sentenciada a cadena perpetua; según sus estados de ánimo, supo combinar estadías en la cárcel con meses en el hospital psiquiátrico hasta que diez años después una leucemia se la llevó. Para entonces su caso ya se había olvidado y la prensa apenas dio cuenta de la muerte de la “matamaridos”, como a veces la solían llamar.

Juntas somos más que dos

No fue Nannie la única mujer en matar a sus maridos. La codicia, la soledad, la frustración sexual y afectiva, el despecho y hasta el simple capricho fueron por lo general los móviles de incontables crímenes registrados a lo largo y ancho de la historia. En muchos casos los crédulos y desafortunados esposos subían al último vagón junto a sus hijos o junto a todos aquellos que podrían hacer mella en una cuantiosa herencia, pero a veces solo bastaba un arranque de mal humor, un quítame de ahí esa mano o unas borrascas de viento norte para desencadenar un episodio que terminaba inevitablemente con el hombre perdiendo las uñas, el pelo y las energías, y con una gastroenteritis capaz de durarle semanas o meses.

Uno de los casos en que esa extraña forma de justicia tomó características colectivas fue el ocurrido en el poblado de Nagirév y otras aldeas vecinas, al sureste de Budapest –otra vez Hungría–, durante “dos décadas de parsimoniosas, deliberadas y repetitivas muertes provocadas” en los albores del siglo XX. Fueron años de particular pobreza tras los estragos de la Primera Guerra Mundial y casi de inmediato la Gran Depresión. Las principales víctimas de estas condiciones de vida fueron las mujeres, a quienes ni siquiera el matrimonio o la maternidad ayudaban a escapar de miserias tan devastadoras. Pero todo se desbordó cuando Zsuzsanna Fazekas, la partera del pueblo, comenzó a aconsejar a sus descontentas vecinas y a recomendarles el uso de remedios o condimentos elaborados con el infalible arsénico. Zsuzsanna y la masajista Rozália Takács no solo resultaron proveedoras de tan crueles insumos, sino que también, cuando la esposa en cuestión manifestaba algún temor o prurito, pasaban a la acción directa y resolvían lo que había para resolver.

“Aquella congregación de mujeres devino en escuadrón de la muerte”, cuenta Telfer, para agregar que “si una mujer era mala por naturaleza, un grupo de ellas solo podía ser el mal personificado”. Entre 1914 y 1929 treinta y cuatro féminas actuando mancomunadamente terminaron con cuarenta y dos hombres, aunque se calcula que, contando los alrededores, las muertes llegaron a las trescientas. Pero tarde o temprano todo desmadre llega a su fin, y aunque las autoridades demoraron años en hacer caso de las múltiples cartas que les enviaban denunciando los hechos, Szuszanna y su cofradía fueron detenidas y llevadas a juicio. El muy vengativo juez János Kronberg reclamó colgar a las treinta y cuatro, pero el jurado solo dictó sentencia de muerte contra siete, de las que fueron ahorcadas nada más que tres.

La bella Kate

El libro registra algún que otro caso singular, como el de la laboriosa familia Bender, de origen alemán, que allá por 1870 abrió un hostal en Kansas, a once kilómetros del poblado Cherryvale y al costado de una carretera de tierra y pasto amarillento que unía a Fort Scott e Independence, a medio camino de aquellos que habían decidido arrimarse al Lejano Oeste y conquistar la muy mentada Frontera. La familia tenía cuatro miembros: los padres John y Kate y sus hijos, los hermanos John y Kate, aunque los rumores en torno a su real condición, posibles incestos e inescrupulosos vínculos siempre supieron perseguirlos. Pero lo cierto es que muchos forasteros llegaban al hostal, tomaban una que otra copa y, si los agarraba la noche, decidían quedarse a dormir en el lugar. Craso error: nunca hay que quedarse a dormir en un hostal a mitad de Kansas atendido por una pelirroja. La joven Kate les daba conversación, el joven John, oculto tras una cortina, les daba un martillazo en la nuca, la joven Kate los remataba abriéndoles la garganta, y los viejos John y Kate les vaciaban los bolsillos.

Como es común en estos casos, las autoridades demoraron una eternidad en intervenir, hasta que al impulso del hermano de una de las víctimas desaparecidas se decidió investigar a fondo. Las versiones van de los diez a los treinta y cinco cadáveres encontrados en los terrenos aledaños, en particular en una parcela que el viejo John se empecinaba en arar con perseverancia. Pero obviamente cuando el sheriff y sus ayudantes llegaron al lugar, los Bender habían desaparecido como por arte de magia, provocando toda clase de leyendas en su entorno y detrás de sus larguísimas sombras. Algunas llegaron a sostener que la familia entera fue asesinada en terra incognita, y otras que una vez dejados atrás Kansas y Oklahoma se perdieron para siempre en el vastísimo Oeste; cualesquiera fueran, bastaron sin embargo para convertir a la joven Kate en un mito, renaciendo de sus eventuales cenizas “para convertirse en una Kate más bonita y peligrosa que nunca, en una bella rebanadora de pescuezos…”.

Impredecibles, grandiosos

“El arco narrativo, el desarrollo de los personajes, los momentos de suspense… era igual que si estuviese escribiendo ficción, salvo que no tenía que decidir cómo terminar cada historia. Y eso me gustó”, confiesa Telfer en una entrevista que ocupa las últimas páginas del libro. “También me sorprendió lo mucho que me emocionaron la mayoría de estas mujeres.” Más adelante, ya menos conmovida, se asume particularmente ambigua al aseverar que “la mayoría de los personajes de este libro son eso, personajes. Son salvajes, impredecibles, grandiosos, en absoluto conscientes de sí mismos, y, como tales, se prestan a algún que otro toque de humor o de sarcasmo. Me parece muy gracioso que Nannie matara al más aburrido de sus maridos envenenando sus ciruelas pasas cocidas”, asevera sin detenerse a pensar que, por más que el pobre Sam Doss, un operario de carreteras y pastor baptista, fuera un tipo sin ninguna gracia, no merecía una olla entera de ciruelas en almíbar cariñosamente aderezada con arsénico.

El libro no explica el fenómeno de los asesinos seriales ni se lo propone. Tampoco ostenta la exhaustividad de algunas biografías académicas: la propia Telfer explica que fundamentalmente basó sus investigaciones en una enorme cantidad de material que circula en la web (“Investigué mucho en línea. Dios bendiga a las personas que escanean periódicos viejos en Internet. Hice un poco de investigación en la biblioteca”). Nada de esto quiere poner en tela de juicio su trabajo: las historias son entretenidas y se leen con fruición. De algún modo se pueden inscribir en ese nuevo género, el true crime, que tanto éxito viene teniendo y que ha desatado una afiebrada búsqueda de casos criminales a ser explotados narrativamente.

Y del mismo modo en que por más que desgranemos teorías, diagnósticos y conjeturas sobre los motivos que terminaron forjando individuos como Ted Bundy, John Wayne Gacy (el Payaso asesino), Gary Ridway (el asesino de Green River), Jeffrey Dahmer (el Carnicero de Milwaukee), Aileen Wuornos (la Mujer Araña que inspirara la película Monster) o, más cerca del Río de la Plata, como los argentinos Carlos Eduardo Robledo Puch (el Ángel Negro), el líder del Clan Arquímedes Puccio o el siempre invitado Cayetano Santos Godino (el Petiso Orejudo), y sigamos sin hallar las respuestas adecuadas, quizás la única manera de abordar a cada uno de ellos sea con un grueso sentido del humor, siempre que a los identificados no se les ocurra llamar a nuestra puerta.

Telfer viene preparando otro volumen donde reunirá a las más renombradas estafadoras de la historia, un libro sin tanta sangre ni dolores estomacales pero con otra pléyade de resbaladizas protagonistas.

Damas asesinas, de Tori Telfer, Editorial Impedimenta, Madrid, 2019, traducción de Alicia Frieyro, 394 páginas

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