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Consulta de día

El doctor nos miró con ojos cansados, su mirada era un gato ovillado sobre la mesa de pino curado, sin ánimos de inspeccionar a quienes acabábamos de entrar. ¿En qué puedo ayudarlos? —dijo y comenzó a desenroscar un bolígrafo.

—Yo vengo para que le cambie el genoma a mi hijo —dijo mi madre y al doctor se le rajó una carcajada dentro de la boca que disimuló con una tos mal fingida.

—Pero, eso es imposible, señora  —la mirada, quizás asustada por la frase rimbombante de mi madre, se aventuró a inspeccionarnos cuidadosamente.

—Claro que es posible, lo oí en la radio —contestó mi vieja y, para mi horror, puso un fajo gordísimo de billetes de a cien sobre la mesa y los empujó en dirección al doctor.

—El dinero no es problema, hay mucho más de donde vino este —mi vieja masticó las palabras, a lo gánster.

—No es cuestión de dinero, señora… pero, ¿y qué enfermedad tiene el niño? A lo mejor hay otras soluciones que pueda recomendarle —preguntó el médico.

—Es raro, de nacimiento. ¿No lo ve, que cuando camina parece una vedette desbaratada?

—Yo me levanté, aturdido por tanta grosería y di una vuelta de modelo de Victoria’s Secret evitando de un saltito irónico un hueco de losas rotas que había en el centro de la habitación, y ya me disponía a irme cuando sentí cómo unos dedos gordos me pellizcaban rudamente el corazón. Caí en la silla y lancé un grito de dolor tan penetrante que el doctor dio un respingo y una enfermera abrió la puerta, azorada, esperando instrucciones.

Mi madre, con los ojos enormes, se tapaba la boca, invadida por el más grande terror imaginable, petrificada, su piel colgaba sobre su esqueleto cubriendo un cuerpo sin destino. Sabía que algo malo había hecho, pero no sabía qué. Gritaba sonidos huecos, altísimos, con esa persistencia inanimada que tienen las sirenas de las ambulancias.

A los gritos de alarma aparecieron una camilla guiada por una asistente desmelenada y un crash cart donde transportaban un aparato de esos con que electrocutan el corazón de los inertes. Yo me tomaba el pecho con ambas manos, el dolor, como de cuchillo enterrado — nadie me ha enterrado un cuchillo, nunca, pero debe ser igual— se posicionó justo en medio del pecho.

La habitación comenzó a expandirse, el techo se alejaba de mí, tan persistente como las miradas de azoro del doctor, de mi madre y de las enfermeras, alucinados todos, mientras veían cómo el aire comenzaba a escapárseme por la boca.

Mi cuerpo se movía como esos muñecos inflables que parecen pedir auxilio en los portales de los concesionaros de automóviles. La enfermera desmelenada trató de darme un boca a boca, pero me le escapé al vuelo, pedorreando, dando volteretas y rizos de la muerte como un globo al garete por toda la habitación. Y así me fui desinflando, poco a poco, hasta que aterricé en un planeo suave justo en el medio de la consulta, mis ojos se salieron de sus órbitas y rodaron saltarines hasta la pata de una silla de aluminio que me devolvió el reflejo de mi cuerpo, ya liso y colorido, tapando bellamente el hueco de losas rotas como una alfombra persa.

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