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Uno de estos días

Por Claudio Remeseira

Una mañana, mientras hacía la limpieza, Matilde notó que algunas baldosas del comedor estaban un poco flojas. “La calor”, pensó. Enero había sido un mes de temperaturas abrumadoras, lo que la hizo suponer que la mezcla sobre la que se afirmaba el piso de cerámica podía haberse derretido un poco. Se agachó y movió con dos dedos el pequeño cuadrado ocre que estaba más suelto, tratando de volverlo a su primitiva horizontalidad; pero el maldito bailaba burlonamente, escurriéndose a sus intentos niveladores, contagiando su inestable condición a los cuadrados vecinos. Se levantó—el esfuerzo le recordó penosamente su artrosis—insultando al calor, a la cerámica y al albañil, que con tanto énfasis había garantizado la calidad de su trabajo.

Los días pasaron, y el desperfecto llegó a convertirse en una molestia disimulada por la costumbre. Apenas una sensación de ligero temblor cuando caminaba por esa parte de la casa. Pero una tarde, cuando volvía de hacer las compras para la cena, Matilde se sobresaltó. Se había formado un verdadero montículo, una elevación del piso que exhibía las negras vetas de las junturas como un grano de brea reventado. Al constatar la catástrofe más de cerca, ya con los anteojos para leer puestos, descubrió también una rajadura de casi quince centímetros de largo.

Nada podría haberla amargado más profundamente. Ese piso era el regalo de navidad de su hijo (“Es mucho más práctico, no vas a tener que volver a preocuparte por rasquetear y encerar”), la única persona a la que podía recurrir para afrontar cualquier gasto extraordinario. Y ahora que el arreglo era inevitable, justamente ahora, el hijo estaba atravesando una mala racha económica. De manera que decidió no decirle nada, y se resignó a que el piso se fuera arruinando cada día más.

Las siguientes semanas, en efecto, precipitaron el daño. Al levantarse, Matilde descubría una nueva ramificación de las rajaduras, y a la noche fregaba los pustulantes restos de alquitrán emanados durante el día con un trapo embebido en querosén. Cuando llegó el otoño, el comedor se había transformado en la maqueta de un sistema montañoso, con una sinuosa y pronunciada cordillera central de la que se desprendían cadenas subsidiarias de montículos menores y rajaduras extensas como ríos, una de las cuales se insinuaba ya en el umbral de mármol de la cocina. El cansancio acumulado por la infructuosa limpieza cotidiana, y la rabia que le provocaba el desastre de su piso—a lo cual, además de la artrosis se agregaba ahora un repulsivo olor a querosén impregnando toda la casa—,  empujaban a la anciana a la desesperación.

Sólo había atinado a comentarle su desgracia a un vecino, un hombre que mitigaba las penurias de su jubilación con incursiones en la jardinería. Pero nada podía hacerse sin dinero, y Matilde, orgullosa a la antigua usanza, jamás lo habría pedido prestado a extraños. De sus pocas amistades de toda la vida, la mayoría ya estaba del otro lado, y las que no, no andaban mucho mejor que ella. El barrio, en el que se instalaron con su difunto esposo cuando se hicieron los primeros loteos, era ahora una galería de rostros jóvenes y desconocidos (y joven era para Matilde todo aquél que tuviera menos de cincuenta años). Su familia se reducía a su hijo, su nieto y su nuera; vivían en el interior, y desde las fiestas que no los veía. Amorosamente, el hijo trataba de compensar la distancia con frecuentes llamados telefónicos, en los que siempre terminaba lamentándose por sus problemas de trabajo; en tres o cuatro meses, quizás … Matilde, entonces, obviaba cualquier comentario sobre su propia situación, y se consolaba con los balbucientes saludos del nietito. Prisionera de su impotencia, aceptó el hecho de que debía sobrevivir sobre un tembladeral, al menos hasta que el hijo estuviera en condiciones de socorrerla.

Un mes más tarde, el problema pareció estabilizarse. Las rajaduras habían completado su invasión a la cocina y el baño; el dormitorio, en cambio, se mantenía a salvo. Matilde alcanzó un nuevo estado de acostumbramiento; después de todo, no era tan terrible. Perseveró quejosamente en la limpieza del alquitrán y otras inmundas secreciones, y aprendió a caminar con mayor cuidado, especialmente cuando cargaba con la vajilla. Las noticias del hijo empezaron a ser más alentadoras, y prometían un viaje de visita para las vacaciones de invierno. Matilde repasaba constantemente la fotografía del nieto vestidito de gaucho, con el poncho enorme tapándole los pies, enmarcada arriba del televisor.

A fines del otoño, cuando estaba almorzando, sobrevino un nuevo, angustioso descubrimiento. Casi se le cae la cuchara de la mano al ver, nítidamente traviesa, una quebradiza raya a todo lo largo de la pared de la cocina. En una semana, la infantil rajadura maduró abruptamente hasta convertirse en una señora grieta, en la que Matilde podía meter cómodamente su grueso dedo índice. La perspectiva era desoladora: combinada con la crónica humedad de esa pared, provocada por una filtración que nunca fue arreglada como correspondía, la grieta amenazaba con el desmoronamiento.

El timbre la rescató por un instante de sus cavilaciones. Era el jardinero. “Realmente no sé cómo no me di cuenta antes, señora, debe ser la arterosclorosis”. Mientras trataba de entender a qué se refería el hombre, Matilde lo arrastró al interior de la casa para mostrarle la novedad, aturdiéndolo con una avalancha de lamentos, encareciéndole que no fuera a doblarse un tobillo y ofreciéndole al mismo tiempo una copita de jerez. El hombre agradeció el jerez y se detuvo frente a la grieta de la cocina. “Qué feo esto”, dijo, y tomó, con una respetuosa inclinación de todo su cuerpo, la copita de jerez que le alcanzaba Matilde. “Venga, quiero que vea algo”, agregó, volviendo hacia la puerta  de calle. Ya en la vereda, extendió un brazo, tomó un sorbo de jerez y dijo:

– El árbol.

– El árbol, repitió Matilde sin comprender.

El viejo cabeceó confirmando la frase y el sentido de la frase, todavía inasible para Matilde, y dio un breve chasquido, confirmando el buen sabor del jerez. “No sé cómo no me di cuenta antes, justamente yo que ando entre plantas todo el tiempo. Bueno, a veces a uno se le escapa lo más obvio”. “¿Qué es lo obvio?”, preguntó la mujer, rechazando el presentimiento que acababa de estallar en su ánimo. “Una raíz, señora. Una raíz del paraíso se metió por abajo de su casa”.

 Como un relámpago pasaron por la mente de Matilde el piso, la grieta, su hijo y hasta el finado; él había plantado ese árbol medio siglo atrás, mientras construía la casa. Desde entonces, el paraíso acompañó silenciosamente la vida de la familia, dando su sombra reparadora en los veranos y, en el otoño, el fastidio de sus hojas secas. Jamás se le había pasado a Matilde por la cabeza que pudiera ser la causa de su desgracia. En ese momento se sintió más sola, más viuda que nunca. “Si él estuviera”, pensó, “sabría qué hacer”.

El jardinero le devolvió la copita vacía con otra atildada inclinación corporal. Ella lo miró ampliamente, expectante, cuando el hombre dijo que había una solución. “Hay que cortar el árbol”. Matilde se sintió doblemente ridícula, por no haber descubierto antes la razón de sus tribulaciones y por no haber concebido ella misma la respuesta, tan tajante y sencilla. El viejo se excusó de cumplir una tarea tan ajena a la escasa fuerza de sus años. Y así fue que Matilde, con su revelación a cuestas, emprendió el camino más lógico y directo para conseguir la tala del árbol. Recurrió a la Municipalidad.

Hacía quince años, por lo menos, que no iba al centro. Para ella era una verdadera expedición. Su marido siempre se había ocupado de los trámites; cuando murió, el hijo tomó su lugar, hasta que se mudó al interior. La frustración de Matilde fue tan enorme como su ignorancia de los procedimientos. De nada sirvió la invocación al potencial derrumbe, de nada sirvió que pidiera, gimiera, lloriqueara o levantara la voz. Con exasperante parsimonia, una gorda empleada municipal le informó—después de retarla por el escándalo que estaba provocando con su bendito árbol—que había una ordenanza, basada en un decreto, basado en una resolución (eso creyó entender Matilde), que impedía taxativamente (es decir, no se podía) talar cualquier árbol de la ciudad, aunque lo hubiera plantado ella, sin la correspondiente autorización de la Secretaría respectiva, que a su vez tenía que contar con el informe técnico de los supervisores de la Dirección General de Parques, Podas y Paseos, el que debía ser refrendado por el Jefe de la Sección suscripta (o sea, ahí), lo que de todos modos no podía sustanciarse hasta que el Jefe no regresara de una licencia, aunque en el interín ella (la gorda) podía ser tan amable de agilizar el trámite, cosa que por supuesto no haría si la señora no se tranquilizaba y bajaba un poco la voz. En resumen: tenía que presentar una carta en la Mesa de Entradas, y, si quería, también podía pedir audiencia con el Secretario, la que seguramente no le sería concedida, pero que podría servirle como antecedente en caso de tener que hacer un reclamo mayor, incluso un juicio, si la situación se agravaba hasta el punto de que se le cayeran una pared o el techo encima. “Usted se dará cuenta—dijo Matilde, con el hilo de voz que le dejaba el ahogo causado por la indignación—que si hago todo lo que usted me dice me voy a morir sepultada en mi propia casa antes de que la Municipalidad corte el árbol”. “Sí”, sentenció la gorda, que inmediatamente llamó al que seguía en la cola, contrariada sin duda por la acalorada insistencia de Matilde. “¡Entonces lo voy a cortar yo!”, gritó Matilde, haciendo que por un momento las miradas de todos los presentes apuntaran hacia ella. La gorda la fulminó con un furioso anatema: si se le ocurría hacer eso, tendría que pagar una multa y enfrentarse, además, con una demanda de las autoridades respectivas. Mejor que hiciera el trámite.

Abrumada por la contundencia de la arborescente respuesta, temerosa de rehuir su cumplimiento, Matilde inició el trámite. También fue a hablar al Consejo Vecinal, donde muy amablemente le recomendaron que mandara cartas a diarios, radios y canales de televisión. Lo hizo, pero no le contestaron. El tiempo siguió pasando y el árbol se erguía incólume. El trámite, seguramente, desarrollaba su inextricable derrotero por carpetas, cajones y archivos de diversas dependencias municipales, mientras la raíz profundizaba su avance subterráneo. Para colmo, el invierno agravó la humedad de la pared—así como la artrosis de Matilde—y  las llamadas del hijo sufrieron una inexplicable interrupción.

Entonces se animó a seguir una sugerencia del jardinero, la cual tenía la doble virtud de no desafiar abiertamente las disposiciones vigentes y de estar al alcance de las menguadas energías del viejo, que se ofreció para llevarla a la práctica. No cortarían todo el árbol, sino sólo una raíz, una bien gruesa que sobresalía bastante de la tierra, que con un poco de suerte sería la responsable del daño. Con un hacha y media botella de jerez como combustible, el hombre arremetió la faena. Pero a los pocos días, en la punta cercenada surgió un brote, del que se desprendieron dos incisivos cuernitos. “Es inútil—dijo el apesadumbrado jardinero—, es un árbol tan fuerte que vaya a saber hasta dónde crecieron las raíces”.

La mujer permaneció encerrada en su casa por períodos cada vez más prolongados. A veces pasaba largas horas contemplando absorta la grieta en la pared, tratando de sorprender el más leve resquebrajamiento. Cuando deambulaba por la casa, escuchaba remotos, minúsculos crujidos, que le parecían las exclamaciones y advertencias de las raíces abriéndose camino bajo sus pies. La devastación, por último, llegó al dormitorio; debido a la hinchazón del piso, las puertas ya no podían cerrarse. Matilde estaba viviendo sobre el lomo encabritado de un ser monstruoso, desperezándose después de un largo sueño.

Una lluviosa tarde de agosto, el jardinero tocó el timbre. Sin duda, la ocasión era excelente para el jerez. La copita endulzó el informe que Matilde le brindó sobre la marcha del trámite; el resto era visible. El hombre movía despacio la copita entre sus dedos, sin hablar. Matilde, cansada, desvió la mirada. A una privilegiada altura sobre los demás objetos del comedor colgaba el viejo retrato de matrimonio coloreado a mano, con su pesado vidrio convexo; en un rincón del vidrio se vio a sí misma, pequeña y distorsionada como una gelatina. Le chocó la diferencia con la mujer de la foto. Volvió a mirar al hombre, y le pidió que le dijera lo que estaba pensando. “Vea—dijo  el jardinero, en un arranque de confianza—, tiene  que cortar el árbol cuanto antes, para que se seque la raíz, porque si no podría romper la cañería del gas”. Como si repentinamente se hubiera asustado de sus propias palabras, se despidió, tomó su paraguas y salió de la casa. Matilde se sintió definitivamente abrumada. Apagó las luces y se acostó.

Lo que más le dolía era la falta de noticias del hijo; pensó que su nuera, que nunca la había querido, lo incitaba a alejarse de ella. En la oscuridad, sus recuerdos empezaron a ramificarse. Recordó la guerra, el desgarrado aullido de su madre cuando el padre era arrastrado fuera de la casa, gravemente silencioso, por dos hombres armados. La delgadez ágil de un muchacho en el primer baile de pueblo. El oscuro sabor del guisado con que se alimentó durante el mes y medio de travesía por el mar. Recordó el cansancio con el que regresaba su hombre a la casa, y las caricias nocturnas. El breve cajón de madera clara en el que enterraron, arropada entre batistas, a la primeriza. El esperado nacimiento del hijo. Las malasangres para que estudiara. La bandada de chicos castigando con perdigones al mancarrón del lechero, y el castigo posterior a la travesura. Recordó el día en que instalaron el calefón, el primer veraneo, el vestido y los zapatos que estrenó para el año nuevo de 1946. Le costó discriminar cada cosa en la irreversible sucesión de momentos. Recordó también que ahí, sobre esa misma cama, habían velado a su esposo. Sintió que había vivido demasiadas vidas, y que sin embargo eran todas suyas, y que ella era demasiado débil como para querer cambiar algo, como para imaginar siquiera que algo podría haber sido distinto. No supo explicarse por qué, a pesar de esta convicción, la inundaba la tristeza.

Creyó estar llorando, y, blandamente, se quedó dormida.

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