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Una tregua de cinco minutos

La biblioteca de mi tía Ana era bien años 70: Osvaldo Soriano, Eduardo Gudiño Kieffer, Mario O’Donnell, algo del policial negro norteamericano –cortesía editorial Bruguera y sus traducciones con argot madrileño–, el Cortázar enamorado de las causas justas… De todos esos autores, el que me llamaba la atención era Jorge Asís. Lo leía durante las noches de adolescencia solitarias, entre tazas de café y Marlboros, y sabía que aunque no era la literatura que quería escribir, la disfrutaba: el Turco tenía munición gruesa para derribar el esnobismo de la política y de los escritores de café porteños.

Molestaba, a veces se pasaba de cargoso, pero me divertía e imaginaba que esos libros habían tenido enemigos en la cultura de Buenos Aires. Yo era un adolescente, como decía, no tenía información previa de los autores ni vínculos literarios, pero ya empezaba a sospechar –qué extraña y deliciosa arma la intuición– un mundo que estaba ahí nomás, apenas dejara el colegio secundario y tuviera que elegir alguna universidad y con esa excusa largarme a caminar por el centro en la noche.

De la biblioteca de mi tía –distinta a la de la casa de mis padres, poblada de libros de medicina–, además de las novelas de Jorge Asís, recuerdo otra en particular: La tregua. Antes de leerla había visto su adaptación cinematográfica por el canal de la televisión pública. El director, Sergio Renán, trasladó la historia, que en la novela se desarrollaba en Montevideo, a la ciudad de Buenos Aires, cambio que nunca le gustó a Mario Benedetti.

La tregua fue la primera película argentina –y sudamericana– en conseguir una nominación al Oscar como mejor film extranjero durante 1974. Lo perdió ante Amarcord, de Federico Fellini. Tenía un buen elenco: Héctor Alterio, Ana María Picchio, Marilina Ross, Lautaro Murúa y otros actores –Antonio Gasalla y Oscar Martínez– que lentamente dejaban esa categoría de doble apellido llamada “jóvenes promesas”.

En La tregua Martín Santomé (Alterio) trabaja en una oficina. Es viudo, vive con sus tres hijos, y en pocos días va a cumplir 49 años, aunque eso no le hace replantear ningún aspecto de su existencia. No hay crisis de edad. Desde hace tiempo se resigna a vivir en una profunda amargura. Algo sin embargo cambia cuando Laura Avellaneda (Picchio), una chica de veintitantos, consigue un puesto en la oficina.

Hace algunas semanas, en esas noches de insomnio ideales para deambular por la web, el algoritmo de búsqueda de youtube –siempre sorprendente– me llevó hasta La tregua. Verla de nuevo, a más de 20 años de aquel adolescente, cobra otra dimensión.

Ahora, casi todo lo que sucederá en la historia –las caminatas a la salida del trabajo de Santomé y Avellaneda sólo como buenos amigos, la sorpresa en encontrar complicidad en ciertas cosas, las miradas de seducción cotidianas, el intenso deseo que los dos finalmente tratarán de que perdure para siempre– lo sabemos venir por repetido y cruel. Inversamente al esfuerzo que costó, muy pronto se destruirá esa felicidad.

Santomé construyó a su alrededor una vida sin sobresaltos, no molestó a nadie, ni dejó que alguien se metiera en su mundo. No es el mejor –alguno de sus hijos se lo recrimina–, pero en los ritos inalterables de todos los días imagina que está libre de otros males. Cuando se encuentra con algún amigo de la juventud se da cuenta que las derrotas a veces incluyen a un grupo de personas: la familia.

La llegada de una veinteañera es sólo un entreacto en su vida. Es la ingenuidad que Santomé ha perdido como rasgo de inteligencia –“madurez emocional” otros dirán– la que reencuentra su cause: toma la conciencia de un hombre maduro que ha evitado una vida sentimental. Santomé sabe que las historias de amor pueden nacer en cualquier parte, pero todas terminan igual.

Así y todo, se engaña y vuelve a involucrarse. Como se ve en el film, Santomé tiene one-night stands como una manera higiénica. Avellaneda es otra cosa. Santomé se merece a esa muchacha, ha estado llenando su vida con oficios vacíos. Y, repito, aunque sabe el final, la letra chica del contrato, se entrega.

Tal vez en la huida hacia adelante de Santomé –en la vitalidad y pasión de un hombre que arrastra experiencia y sabe que nadie salva– y en la bella ingenuidad de Avellaneda donde todo a su paso es algo por descubrir, se recueste la audacia de La tregua y de las mejores historias de amor.

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Muela

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