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«Democracia» en tiempos de propaganda.

 

Un día alguien, no recuerdo quién, me hizo notar que el nombre real del partido Nazi era Partido Nacional Socialista. En aquella época, de eso sí me acuerdo, tenía menos de veinte años y me pareció una paradoja que el mayor partido de la ultraderecha de la historia llevara en sus siglas la palabra “socialista”. Sin embargo, no me parecía extraño porque, como todo mexicano, la mayor parte de mi vida había sido gobernado por un partido que se dice “Revolucionario Institucional”. Una contradicción en sí misma, quizá el mejor reflejo del país en el que nací.

En política, las palabras son fundamentales. Pero por encima de ellas están los significados de las mismas. Goebbels, el famoso ministro de propaganda nazi lo sabía, y fue él quizá el primero en aprovecharse de la maleabilidad de las palabras. Esa capacidad de mutar su significado a partir de utilizarlas de una manera concreta dentro del discurso que se desea difundir.

Hace cerca de cien años la propaganda iniciaba sus primeros pasos, y no importan las diversas transformaciones en el mundo y los innumerables y rápidos avances de la tecnología, el mensaje político sigue basándose en esa capacidad.

En los últimos días, a partir del conflicto en Catalunya: campaña, referéndum, represión, declaración de independencia interrumpida y, hasta el momento, amenaza de suspensión de la Comunidad Autónoma, la palabra más repetida es, sin duda, Democracia.

Por un lado, los promotores de la independencia catalana la utilizan para defender el derecho a decidir, aunque siempre lo han hecho desde el afán soberanista, basado en una identidad propia; mientras que el gobierno central de España la usa como bandera de la legalidad y el orden, como baluarte de una nación surgida a partir de la Transición y de la Constitución de 1978, eliminando de forma difusa la historia previa.

Democracia. Una sola palabra, pero con connotaciones y enfoques distintos. Cada bando se ha convertido en un emisor de este mensaje y son sus receptores quienes deciden, a partir de sus conocimientos, ideas y, por supuesto, preferencias, cuál es el significado con el que comulgan y que, por lo tanto, también difunden.

Las redes sociales ahora juegan un papel fundamental. Porque los receptores se convierten al mismo tiempo en emisores. No obstante, estos mensajes suelen ser repeticiones de lo que viene desde el emisor original, en este caso, los gobiernos de España y Catalunya. Pero el problema radica en que la utilización de esta palabra, y del discurso en sí mismo, se amplifica. Es decir, sigue siendo propaganda, una forma de convencer para vencer en la lucha de ideas. No existe por ningún lado un cuestionamiento sobre la idea original, lo que implica anular toda opción de debate.

Porque el debate surge desde nuestras propias dudas. Creer un discurso sin fisuras, sobre todo en un tema donde juegan muchos factores, puede ser peligroso. En este caso en concreto, cada una de las partes defiende “su” democracia basada en un aspecto identitario. Las manifestaciones de las últimas semanas han demostrado que “esta democracia” se defiende a través de una bandera: de un nosotros que, por lógica, implica un ellos, esos que no entran en el perímetro establecido por el rectángulo marcado por una senyera o una rojigualda.

Lo que ambos bandos están promoviendo, según mi perspectiva, es algo que podríamos llamar la Democracia Nacionalista o Nacional Democracia. Un término que, aunque no ha sido utilizado por ninguno de los bandos, sería una buena forma de determinar lo que ellos entienden por la voluntad del pueblo, de “su” pueblo. Comenzar un discurso democrático a partir de la identidad no es algo nuevo y nos remite otra vez a casi cien años atrás, donde se utilizaba el término socialista para indicar que eran parte del pueblo, pero limitado a partir de ciertas características.

Hoy la palabra con la que se juega es democracia, pero llevando lo nacional siempre por delante, corrompiendo por completo el verdadero significado del término.

Los receptores, esos que no contamos con los micrófonos del poder para difundir una idea, tenemos la responsabilidad de saber distinguir el significado de cada uno de los discursos, desmenuzarlos y cuestionarlos. Sobre todo, cuando la idea excluye a partir de lo diferente. De nosotros depende encontrar las palabras y las frases que nos incluyan a todos. Porque de otra manera estamos condenados a repetir la historia como si no hubiéramos aprendido nada. Nada.

 

 

 

 

 

 

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