Search
Close this search box.

Una habitación propia y azul

Cuarto azul, de Raquel Abend van Dalen 


Siempre hemos sentido especial predilección por el género narrativo que han denominado como novela corta (nouvelle), porque da la sensación de estar frente a un objeto contenido, que solo deja ver aquello que no podemos evitar desborden los dedos. Tiene el encanto del ambiente cercano del cuento, con todo allí a la mano (o a la vista, más bien), a nuestro alcance, con la ilusión de tener la situación controlada. Cuando esta novela de Raquel Abend llegó a nuestras manos la ansiábamos, con la angustia del coleccionista que por años atesora piezas que parecen interesar (a Dios gracias) solo a él. Teníamos la sensación de que no iba a decepcionarnos

*  * *.

Larga es la narrativa sobre el holocausto. Hay nombres difícil de desconocer en el arte literario de narrar en las obras que se inscriben en esta temática. La de Raquel, claro está, pertenece a este rubro, mas la autora se interna en estos territorios con pie firme y hollando marcas propias. Eso cautiva. Y, quizás, en este encantamiento, tiene mucho que ver la “ingenuidad” (coloco acá esta palabra entrecomillada, a falta de una más precisa) con la que cruza esta terrible frontera de las historias de la humanidad. No hace gala del horror. No hay fuegos de artificio para contar una historia que, por naturaleza propia, no necesita de ello.

La narración es simple, limpia, sin excesos verbales. La palabra es pulcra, transparente, desnuda en su inmediatez. No necesita aproximarse a la vulgaridad que –por revelar una realidad cruda–, es tan recurrida por los escritores más recientes, sobre todo por determinados narradores jóvenes. La palabra, en esta pieza, es la justa, sin disfraces, sin escándalos ni destellos cegadores.

Los recuerdos, unos de data más próxima en la memoria que otros, van ofreciendo la historia de Zofianka. Ella se nos presenta –se presenta a sí misma– como una mujer mayor, judía devenida en monja católica, cuyos conflictos personales rebasan los límites de las religiones. Su mirada, también llana, simple, inmediata, discurre sobre los objetos, las personas, los animales y hasta el paisaje, sin detenerse en rugosidades ni prestar mayor atención a los detalles, más que el que merecen. Los recuerdos (repito, unos más próximos que otros) concurren también para completar el esbozo del pensamiento y se acomodan naturalmente en la historia. No es una saga familiar, pero la autora sabe bien que en las historias íntimas de la familia se encuentra un material rico que merece ser contado. Quien esto escribe piensa que quizás dichas historias sean la única materia  y que es un miembro de la familia (la “loca de la casa”, como señaló Martha Kornblith, espejeando a otros) quien está llamado a contarla.

Zofianka emprende un viaje de Estados Unidos a Polonia, como Juan Preciado desciende a su infierno, baja a su Comala, pero sin tremendismos ni artificiosidades. No son sombras, voces patéticas lo que la protagonista encuentra e interpela. Se trata de imágenes opacas, difusas, a veces, que se disuelven en un entorno al que no se pertenece. Se encuentra con los murmullos que habitan en su mente y dialoga con ellos. [Lo diálogos, por cierto, están muy bien imbricados con la narración, debido a un recurso visual que salva los obstáculos impuestos por los guiones al ojo del lector. El diálogo también es pieza del recuerdo, como las otras, y no debe protagonizar en ningún momento]. Pero, hay que decirlo, no es la historia de una familia lo que acá se registra: es un recorrido mental por esas imágenes del arquetipo familiar que pueden estar entronizadas en un personaje, una acción o una descripción, simplemente.

En esta historia quizás busquemos en vano el horror, pero este ni siquiera ya está. Es recuerdo brumoso, frío y doloroso, a veces, pero recuerdo a fin de cuentas.

Toda narración tiene frases e ideas medulares. Las lees y tienes la certeza de que ya sabes (o descubres) el centro sensible de la historia y que, epifánicamente, comienza a explicarte en ella. Pareciera que, en este caso, la médula se encuentra acá:

…”También limábamos nuestras propias muertes, todo lo que por dentro ya era de piedra. Todo lo lamíamos y tragábamos sin masticar, como la propia hostia salada y sagrada que sin diente puede dejar de existir”. (p. 76)

El pasado, los recuerdos, el propio presente, se disuelven  como esa hostia y se transforman en acto orgánico y vil. No hay nada que importe. Vivimos como ella en la inmediatez del momento y, lo demás, es mero sueño, apariencia vana, nada, a los que nos aferramos obsesivamente.

* * *

Parte de la literatura venezolana (y una parte muy buena) se está produciendo allende nuestras fronteras. En Europa, en los Estados Unidos, en el resto de Latinoamérica, en cualquier parte a la que los venezolanos hayan emigrado escapando del momento que nos sobrepasa. Raquel Abend –ella misma lo ha dicho– ha ejercido su sangre migratoria con absoluta convicción. La mayor parte de su producción literaria la ha publicado fuera. Y esta novela, impulsada por la venia de Miguel Gomes (otro migrado), tiene en sí misma el germen de lo universal. No hay localismos, porque la memoria distorsiona las fronteras. La autora ha convertido en pieza única el material sensible que ha hallado en la materia psíquica que conforman sus recuerdos. Sin chovinismos ni melancolías prefabricados. Y esto lo agradecemos los lectores de la literatura nacional.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit