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Una ciudad que contiene al mundo

Wade

Miami cada vez desvirtúa más el tópico de ciudad artificial y se gana un espacio como valiosa urbe cosmopolita. 

Días atrás un amigo que vive hace casi dos décadas en Miami me comentó que él ya no le presta mucha atención a cuando juega la selección de fútbol de su país. Mi amigo es Latinoamericano, de una nación donde el fútbol (“pon que el del pie, papi”, me aclaran mis hijos) es pura pasión. Me dice también que casi no le interesa lo que está pasando en su tierra, la actualidad política y económica, lo social, sus amistades, apenas visita de vez en cuando a su familia, pero incluso en ese aspecto, prefiere traerlos.

En esa misma conversación no sé por qué terminamos hablando de los Miami Heat y a mi amigo de repente se le iluminaron los ojos. Es fan número uno del equipo de baloncesto de esta ciudad, y me confesó que derramó una que otra lágrima cuando supo que el Rey Lebron regresaba a Cleveland. También es fanático de los Dolphins y de los Marlins, y le encantaría que a David Beckham le permitieran hacer el dichoso estadio y pudiera traer la MLS a la Capital del Sol. “¿Pero sigues viendo fútbol?”, le pregunté, y me dijo que sí, pero sobre todo de clubes, las ligas europeas, donde el equipo de sus amores es el Real Madrid; que hoy por hoy intenta levantarse de una temporada pasada en la que todos los títulos se los arrebató su eterno rival, el FC Barcelona de Messi, Neymar y compañía.

Me llamó mucho la atención que la pasión deportiva de mi amigo, algo tan común que actualmente impregna hasta la identidad de las personas y en cierto modo es tan importante en esta época (si no lo fuera el deporte no movería los billones que mueve) pasa ya no por un país sino exclusivamente por ciudades.  Miami y, a falta del fútbol (el del pie) de calidad que se ve en otras latitudes, Madrid.

Se me ocurrió que un detalle que para mí siempre fue odioso de los Estados Unidos de Norteamérica al que ahora tanto quiero y admiro, podía, sin saberlo, haber sido una especie de oráculo sobre lo que tornarían siendo el mundo y la sociedad del futuro. Como buena hija del Caribe, Cartagena de Indias, la ciudad donde nací, goza de una gran afición al beisbol; actualmente un hijo suyo, Julio Teherán, es el lanzador estelar de los Bravos de Atlanta. Y sí me sorprendía desde niño, llegado octubre, que a la final de la Liga Profesional de Beisbol (MLB por sus siglas en inglés) de USA, le llamaran nada más y nada menos que Serie Mundial. ¿Cómo era que la final de los equipos de un solo país era la final del mundo? ¿Cómo era que el equipo de una ciudad podía declararse campeón mundial?

Los mayores de mi familia me explicaron que tenía este nombre porque los mejores jugadores de la Tierra, hacían parte de esa liga. En otra ocasión, ya con Google respondiendo a todas y cada una de las preguntas de la humanidad, leí que al parecer una compañía que producía máquinas de afeitar, algo así como el equivalente a la Gillette de hoy, la World, era la patrocinadora de esta serie final, y por esto terminó bautizada como “World Series”. Así que de no ser por el patrocinador, la mítica Serie Mundial de Beisbol podría llamarse hoy la Serie Coca-Cola, o la Serie Gillete, o la Serie Apple, o la serie Google. O la serie McDonalds. O la serie Amazon. O la serie Trump.

Pero no creo que, de ser esta la razón, la World hubiese sido la patrocinadora de todas las finales de deportes de los Estados Unidos. Así que cómo podría explicarse entonces que colgados del techo del TD Garden, el estadio de los Celtics de Boston, el flamante equipo de baloncesto en el que jugó el gran Larry Bird, sus títulos, el de 1965, o el de 1986, o el de 1957, o el del 2008, entre tantos otros, no digan “Campeones de la NBA” o “Campeones de USA”, sino, “Campeones del Mundo”. Lo mismo podemos leer en el fastuoso anillo de campeones de nuestros ídolos locales del Heat. Campeones del Mundo.

Una ciudad. El mundo. ¿Será esa una de las consecuencias de la tan cacareada y ultrajada “Globalización”, palabra por excelencia de todas las conversaciones políticas, económicas, antropológicas y sociológicas de los últimos tiempos? El mundo, como Miami. El mundo concentrado entre la Kendall Drive y Brickell Avenue. Entre Ponce de Leon Boulevard y Okeechobee Road. Entre la Collins, la Washington y Alton Road. El mundo gritando exaltado en su español pintado de acentos y americanismos, o spanglish, a cada vuelo por los aires de Dwayne Wade, que culmina en dos puntos para “Los Heat”. El mundo en el diálogo de oficina entre una nacida en San Luis, Missouri, que llegó proveniente de Seattle hace seis meses, una inmigrante argentina que fue becada gracias a un deporte, el tenis, por una universidad de North Carolina, y un colombiano de Cali harto de que le pregunten por el gran enemigo del que fue el Cartel de los matones de su ciudad, Pablo Escobar.

Y el mundo también en las emisoras de radio en la que todos los acentos de los locutores se combinan con la bachata dominicana, el reguetón urbano de Medellín, Miami, Caracas y Puerto Rico, las baladas, el pop y los corridos mexicanos, el rock argentino, la samba brasilera, el hip hop del Bronx y Detroit, y las voces y sonidos nostálgicos que brotan de las gargantas e instrumentos de los músicos exiliados cubanos. Y el mundo en las páginas de opinión del periódico local, que hoy por hoy tiene casi todos los días en su primera página la última payasada trágica del exponente por excelencia de lo que nos bautizó con ese maldito sobrenombre de Repúblicas Bananeras (que también es el nombre de una de las cadenas de almacenes de ropa más grandes del país) a las naciones latinoamericanas, el déspota Nicolás Maduro.

Sí, lo que antes era quizá una exclusividad, una inconsistencia de la Matrix planetaria, la babilonia moderna, la gran Nueva York que recorre sus aceras cansada y escala en sus rascacielos entre idiomas y siglos la historia del mundo, y que se pierde en la voz eterna de Frank Sinatra, los versos de García Lorca, las crónicas de Talese o los jonrones de DiMaggio, es hoy una multiplicación que se extiende mucho más allá de Times Square y el Rockefeller Center hasta el Parque Dominó de la Calle Ocho frente a las tiendas de puros en la Pequeña Habana, y que va forjando en Los Ángeles, en Chicago, en Buenos Aires, en San Francisco, en Houston, Ciudad de México, Barcelona, París, Amsterdam y Hong Kong, el retorno a aquello que fundó la civilización moderna en unas tierras que hoy sufren de un descalabro económico sin precedentes, la gran Polis de los antiguos griegos, la gran ciudad-estado con la que se identificaba cada ciudadano y las guerras que hoy se traducen en rivalidad deportiva.

Para un corredor aficionado, pero disciplinado, encontrarse una tarde veraniega sudando bajo el sol abrazador que por segundos cubre las palmeras o del que nos resguarda por un buen tramo algún enorme caucho, entre el penetrante olor de los mangos maduros picoteados por los pájaros, la humedad pantanal, el patio de una casa en el que sobresale una misteriosa orquídea y los mosquitos, y de repente un enero, cuando una ola de frío nos sorprende sin chaqueta, o zamarra, o playera, verse luchando contra los calambres que produce el soplo helado de un Bóreas con cara de Santa Claus, por esas mismas calles tan tropicales hace apenas unos meses, a Miami solo le faltan las montañas de hojas secas caídas de los otoños y las tormentas de nieve para ser el Mundo.

Un planeta cuyo epicentro está en la intersección de la Flagler Street y la Miami Avenue, o en la inmortal voz de Celia de fondo en un mall, entre palabras en inglés, “avemarías” paisas, “obrigados” brasileros y el típico “ño” de los cubanos, todas pronunciadas con la fuerza irrefrenable de aquello que se respira impoluto, aquí como en ninguna parte, en el aire contaminado de nuestro planeta recalentado: La libertad.

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