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Un crimen de diario

Cada mañana los diarios informan sobre crímenes –la mayoría impunes– que si no hubiera sido por la foto que acompañaba el artículo, lo hubiese pasado de largo, como es mi costumbre, para leer la página de los comics. Pero estaba aquella fotografía con ese rostro que conocía, era imposible que no fuera aquel muchacho que vivía cerca de casa, de esto hace ya un tiempo imposible de volver, aunque por una noticia de crónica roja leída ahora en un portal de Internet, parecía que no era tan difícil.

Pese a los años había conservado esa cara de cansancio y sometimiento, los anteojos de lentes gruesos, el pelo rojizo. Los comentarios al final del artículo, esta vez, no eran lo que son siempre: una cloaca sino que había algunos lamentos, y uno, el de una mujer, que subrayaba ese rostro golpeado por la represión de su familia.

El artículo informaba que el hombre, de 42 años, vivía con su madre en un barrio de las afueras de Buenos Aires, y trabajaba como seguridad en una fábrica. Los investigadores habían reconstruido las últimas horas de la víctima: le había dicho a la madre que se iba con los amigos a comer, pero en verdad, sospechaba la policía, esa noche tenía una cita. Junto al cadáver tirado en una zanja encontraron una bolsa de nylon con videos pornográficos y un consolador.

Según los investigadores, el hombre había caído en un engaño en el que le robaron su dinero y el teléfono celular. El artículo ahondaba en otros detalles, pero no quise seguir. La vida guarda singularidades y una muerte violenta siempre es ruín.

En las tardes de verano, cuando los días se hacen más largos, aquel adolescente tomado de la mano de su madre –una madre que podría haber sido su abuela– pasaba por el frente del baldío donde algunos chicos del barrio nos juntábamos para jugar a la pelota.

Daba la sensación que esa madre sobrellevaba también el peso de una tristeza difícil de aguantar. Cruzaban la avenida Congreso y se perdían por alguna de las callecitas del Bajo Belgrano.

Un día que iba a la casa de un amigo me crucé con aquel adolescente. En vez de continuar el camino, preferí seguirlo un par de cuadras, con una distancia prudente como para que no se diera cuenta.

Pasamos algunas avenidas, cruzamos las vías del Ferrocarril Mitre, el antiguo edificio de la escuela Juan Bautista Alberdi hasta llegar a una casona colonial, con un jardín adelante custodiado por una reja negra, en la que se metió enseguida. A la casa la conocía, era un geriátrico venido a menos. En las mañanas a los viejos los sacaban a ventilarse. Podían quedarse en silencio durante horas, como piedras.

Me dio tristeza que entrara a ese geriátrico. ¿A quién iría a visitar? ¿Al abuelo? ¿Al padre? Tal vez la madre trabajaba en ese lugar, simplemente. Lo esperé un buen rato, pero cuando empezó a oscurecer, tuve que irme: si llegaba tarde a casa mi padre me castigaba y debía encerrarme en mi cuarto sin comer.

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