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#SuburbanoNoir viene con Veneno

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 Por fin hace tres días el presidente de la República envió una extensa carta al gobernador de Texas, George Bush hijo, pidiendo clemencia para Tapita.

 Durante meses, mucha gente del pueblo y algunas organizaciones de Derechos Humanos de Montevideo y la Iglesia y un puñado de políticos solicitaron al gobierno que interviniera directamente en el caso, pero con el paso del tiempo todos supimos -y el presidente en primer lugar- que la petición no sería enviada nunca o, de serlo, jamás llegaría a tiempo.

 La carta, escrita en el estilo barroco y grandilocuente al que nuestro mandatario nos tiene acostumbrados cuando logra vencer su patético registro de la erre -no menos de una docena de veces fueron citados en sus interminables y eruditos párrafos los filósofos Plutarco, Platón e Hipócrates; otras tantas algunos episodios de la historia americana y algunas cláusulas de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre-, fue publicada en todos los diarios del país y leída en las radios y en la televisión, pero ayer al mediodía, cuando los informativistas anunciaban que a causa de la lluvia se había suspendido la oratoria del canciller en la Piedra Alta de Florida y que sólo el ministro de Educación y Cultura y el Intendente Juan Justo Amaro habían concurrido al lugar empapándose hasta los huesos, llegaron los primeros despachos de prensa dando a conocer algunos detalles de la ejecución, en el amanecer de Huntsville, de Jorge Eduardo González Broemberg con inyección letal en un presidio de alta seguridad.

  «A mí no me importa morir ni me importa la forma en que me vayan a matar, pero quiero que estos hijos de puta se apuren», había declarado Jorge Eduardo a una cronista de Canal 12 que viajó a hacerle una nota a mediados de julio, cuando aquí nos moríamos de frío y allá había una temperatura de cuarenta y dos grados a la sombra y la gente desfallecía deshidratada en las carreteras del estado. La entrevista se emitió hace un par de domingos en un programa especial que se llamó «Jorge Eduardo González, un uruguayo ante el patíbulo», título tan pretencioso como la carta del presidente.

  En la pantalla los amigos de Tapita pudimos ver a un hombre envejecido, de hombros caídos y lentísimos gestos, un astillero yermo, desolado, detrás de una intrincada reja de alambres y acero. De su vieja figura, de su antiguo rostro, sólo se podían reconocer los ojos todavía inquietos pero entristecidos y aquella sonrisa que sólo le afectaba la comisura izquierda, como si siempre hubiera sido incapaz de dejarse comprometer la totalidad de los labios o como si algo vocacionalmente trunco e imperfecto le obligara a andar por la vida riéndose por la mitad.

  Cuando la periodista le preguntó, con evidente insidia o peor estupidez, qué cosa le gustaría hacer en ese momento, Jorge Eduardo se llevó una mano al mentón y demoró en contestar. Yo sabía en qué estaba pensando; acaso me hubiera gustado contestar por él, pero al final dijo «Quisiera darle un beso a mi esposa», aunque también sus palabras sonaron falsas, acaso incompletas.

  La cámara enfocó después un largo corredor de paredes de concreto iluminado con asombrosa intensidad, ocupado por una docena de hombres con prolijos uniformes a quienes no parecía importarles ser filmados, y al fondo una gruesa puerta de acero con una extraña cerradura circular atravesada por una barra, parecida a las de las cajas fuertes. Antes de terminar el bloque también mostraron una delgada camilla con sábanas azules y correas de cuero con gruesas hebillas de metal que la cruzaban trasversalmente.

  «Tenía un abogado -dijo Tapita sin mediar pregunta alguna y se interrumpió de inmediato para lanzar una carcajada y para mover divertido la cabeza de arriba a abajo-. Mi abogado quería apelar una vez por semana y aparecer en la televisión cada vez que lo iba a hacer. Es un hombre joven que se viste con trajes de las mejores marcas y usa un perfume de zorrillo. Lo entrevistaban todos los canales, hasta que le dije que se dejara de trucos y que no insistiera más. De algún modo llegué a entenderlo: él quería seguir trabajando porque se estaba haciendo famoso. Los dos somos famosos ahora: él porque me representó y yo porque soy el primer uruguayo al que van a matar en una cárcel de Huntsville. Si no fuera por eso nadie hubiera viajado desde Uruguay para hacerme una nota.»

  Todo el mundo, hasta el papa Juan Pablo II, le envió unas líneas al gobernador Bush, el hijo del ex presidente, y creo que eso fue lo que terminó empujando a nuestro mandatario. Enrique y yo escribimos una carta, la hicimos traducir y salimos a buscar firmas casa por casa. Casi todos los vecinos firmaron, incluso aquellos que por jóvenes o por nuevos en el pueblo no llegaron a conocer a Jorge Eduardo González antes de que él emprendiera su alocado peregrinaje allá por 1977 o 1978, primero rumbo a Venezuela y después con destino a Nueva York y a Nueva Jersey, ciudad en donde vivía con su mujer hasta hace dos años, cuando sin ninguna explicación aparente decidió viajar a San Antonio, Texas, y desencadenar una de las peores noches de horror de la historia de los Estados Unidos.

  «Toledo, Canelones, Uruguay. 14 de febrero de 1999. Señor Gobernador George Bush Jr. De nuestra mayor consideración:», comenzaba diciendo nuestra carta. «Los abajo firmantes, todos amigos y/o conocidos de Jorge Eduardo González Broemberg, nos dirigimos a Ud. a fin de solicitar vuestra clemencia.» Después, con las palabras más sencillas y emotivas que pudimos encontrar, pasamos a relatarle algunos episodios de la vida de Jorge Eduardo, Tapita para sus amigos, con la remota esperanza de conmoverlo y convocar su misericordia. No citamos a ningún pensador griego o latino, pero esa carta llegó a manos de Bush. Lo sabemos porque a los pocos días enviaron a la casa de sus primos un telegrama con membrete fechado en Austin, dejando constancia del recibo pero sin la menor pista acerca de las intenciones inmediatas del gobernador.

  En el segundo bloque de «Jorge Eduardo González, un uruguayo ante el patíbulo», la periodista mostró las ruinas todavía intactas del Hotel Navarro de San Antonio. Parecía que de entre los escombros aún surgían volutas de un humo descorazonado y negro, que de entre las ruinas en cualquier momento aparecería una silueta humana envuelta en llamas tratando de escapar de aquel infierno menor y voraz. Después ella dijo que, tal como suelen hacer los estadounidenses, en este caso con el apoyo de la Asociación de Mujeres Lesbianas de Texas, se planeaba reconstruir con absoluta fidelidad el destruido hotel a fin de convertirlo en un museo con los mayores adelantos técnicos -luces como lenguas de fuego, rincones con un calor insoportable, gritos desesperados saliendo de parlantes ocultos en las paredes, olor a carne quemada- en donde, tras la compra de un boleto, los turistas podrían recorrer las crujientes escaleras, las sombrías habitaciones, los interminables pasillos donde una veintena de homosexuales y lesbianas habían quedado atrapados un par de años atrás.

  La televisión mostró luego un estacionamiento atestado, un primer plano de El Alamo -aquel viejo fuerte donde continúan cruzándose las versiones acerca de la muerte de David Crockett a manos de tropas mexicanas, acerca de su coraje y de su cobardía, acerca de la inmortalidad de algunos héroes tocados por la fantasía de los tiempos modernos-, la plaza central de San Antonio con una alambicada glorieta que por las noches se ilumina con racimos de bombillas amarillentas, y frente a ella un predio conocido como La Villita, donde suelen reunirse a escuchar música country todos los constructores y carpinteros del lugar. Mostró también los románticos puentes sobre el River Walk, un oscuro canal que atraviesa la ciudad y que es recorrido por lanchones atestados de turistas entre los que, según las crónicas policiales, Tapita se confundió durante las horas previas al brutal incendio, aturdido por el resplandor de los grandes edificios y por su propia y descomunal soledad.

«Durante toda la tarde del 1º de mayo de 1997, Jorge Eduardo González, tras registrarse al mediodía en el Hotel Navarro, deambuló por estas calles sin rumbo fijo y sin ningún pensamiento concreto. Cenó temprano en un restaurante de comidas rápidas y realizó después un tour por el canal que recorre el centro de la ciudad, también conocida como la Venecia de Texas, entre lujosos hoteles de las cadenas Marriott’s y Holiday Inn. Antes de subir al lanchón, como a todos los turistas, le fue tomada una fotografía que al finalizar el trayecto desestimó recoger y que luego resultó fundamental en el esclarecimiento del caso», relató la locutora mientras en la pantalla aparecía una imagen de Tapita de cuerpo entero tras un cartel de fondo blanco y letras violetas donde podía leerse, bajo una caprichosa rúbrica, «San Antonio River Walk». En esa foto todavía estaba como había sido o como lo habíamos visto dos o tres días antes frente a la plaza, en la cantina del club Juventud Unida, protagonizando una acalorada discusión con el viejo Carabajal, borracho como una cuba y marrón como la tristeza, sin saber que aquella sería la última visita al pueblo donde nació.

«Minutos después de provocar el incendio», continuó la mujer, «subía a la camioneta Chevrolet negra que había alquilado por la mañana en el aeropuerto de Houston y partía con rumbo desconocido. La policía estatal, sin embargo, no demoró en dar con su paradero y fue detenido cuarenta y ocho horas después del siniestro en un bar de College Station, una pequeña ciudad universitaria a tres horas de San Antonio.» La cámara dejó ver a continuación un establecimiento oscuro, de paredes adornadas con viejos anuncios de licor y cerveza, daguerrotipos de caciques piel roja y cabezas de alces y renos, de gastados pisos de madera, una larguísima barra y un salón con media docena de pooles, adonde la policía lo encontró bebiendo junto a un puñado de inmigrantes.

«Aquí jugó su última partida de pool, mezclado con un grupo de estudiantes mexicanos», dijo la cronista apoyándose sobre uno de los muebles tapizados de azul en tanto la cámara hurgaba en un oscurecido retrato de Emiliano Zapata colgado entre los tacos. «Los agentes policiales que lo detuvieron aseguran que, a pesar de todo el alcohol que había ingerido, estaba tranquilo y no ofreció la menor resistencia al arresto. Durante algunas horas negó su participación en los hechos, pero luego, consciente de que tarde o temprano todas las evidencias iban a estar en su contra, terminó confesando ser el único responsable del atroz suceso. Desde aquí fue enviado a la prisión de Hunstville donde espera desde hace dos años, en una de las celdas de máxima seguridad que dan al corredor de la muerte, ser ejecutado en las próximas semanas.»

«Supongo que todo el mundo en Uruguay sabe lo que hice, supongo que han agregado a la historia todos los detalles que se puedan imaginar, así que no tiene demasiado sentido que yo la vuelva a contar», dijo Tapita al comienzo del tercer y último bloque, cuando el editor decidió volver al presidio. «Eso es cierto», le confesó la periodista, «pero lo que nadie conoce son los verdaderos motivos que lo llevaron a provocar el incendio.» El quedó en silencio mientras la cámara trataba de husmear detrás de la espesa malla, enfocando sus ojos una y otra vez. «Tendría que contarle muchas cosas, seguramente me perdería en el relato, necesitaríamos veinte programas como éste», respondió sonriendo de costado, «y aún así seguramente los dos nos quedaríamos sin saber porqué.»

Adelanto de la novela Veneno, Hugo Fontana. Para ordenarla haz click en la imagen.

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