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Perder París

a Luis Dapelo

Bajo una lluvia finísima y helada, bajo las luces amarillas ya encendidas, nos metimos con Luis Dapelo en el metro. Había hablado con tono cadencioso y amable sobre los médicos y el exilio en la esquina de Les Gobelins, bajo el efecto hipnótico del último encuentro. Yo notaba cierta pesadez en la grisura del día y una luz apagada y triste que golpeaba los cuerpos. Pensé que era un efecto de mis lecturas pero me equivocaba. La tarde portaba una anticipación de lo que seguiría. Al día siguiente me iría de París y eso se traducía en un vendaval melancólico, en una prefiguración dolorosa y desafiante del futuro.

El metro anduvo un trecho y se detuvo bruscamente. Un chirrido agudo interfirió nuestra conversación. A través del micrófono, el maquinista dijo que había un cuerpo tirado en las vías. Un rumor corrió por el vagón. Pensé en el rostro del suicida, en su piel curtida, en el gabán marrón o gris, en las penurias insalvables. ¿Quién quería acabar con su vida? Era una tarde lluviosa. Todo perfilaba.

En el otro banco, una pareja de ancianos hablaba sobre el suceso. El hombre tenía una nariz prominente y pronunciaba las palabras con un inconfundible tono parisino. Yo apenas solté un monosílabo y el anciano me preguntó si era italiano. Luis se encendió. El anciano activó su desprecio hacia el prejuicio eurocéntrico. La mujer estaba callada, con sus ojos lentos y brillantes, tenía la mirada perdida y llevaba un paraguas en las manos. La piel poblada de arrugas y el pelo cubierto con un pañuelo le daban un aire de sombría felicidad. Luis, por lo bajo, se quejó. Les evacué la duda. El anciano habló de América del sur, contó que había estado en Perú y se quejó del barro y de las callecitas intransitables. El metro seguía parado y el murmullo crecía como una furia que amplificaba la penumbra del mundo subterráneo.

La mujer tenía una hermosura plástica: su cara arrugada y blanca cargaba la huella de un esplendor pasado. Parecía un personaje de Georges de la Tour. El pañuelo le cubría una parte de la cara y era como si en la parte oculta se cifrara el secreto de sus pensamientos. Había un aire intemporal en sus gestos. Los huesos duros, la piel blanda de los dedos, la boca que se deformaba en cada mueca hacían ver la edad como un hecho material y metafísico. El tiempo había dejado una marca indeleble en el cuerpo y ella no lo disimulaba. Lo exhibía con elegancia.

No sé cómo hicieron con el cuerpo del suicida. El metro siguió unas estaciones más y se volvió a detener por una caja sospechosa. Alguien había dejado un McGuffin en uno de los vagones. Nos paramos varias veces hasta que llegamos a una parada en la que hicimos transbordo. Luis debía tomar otro tren. Yo quería llegar al museo del Louvre. En las vías había un ruido insoportable. En esa estación se combinaban varias líneas y la red de túneles era un laberinto lleno de cables, paredes en reparación y  agua que salpicaba en el piso. Luis habló mientras caminábamos hacia una bifurcación. No recuerdo sus palabras pero me ha quedado la sensación que acompañaba al sonido penetrante de su comentario. No había hastío en su voz sino la impresión de que los sucesos del metro eran el resultado de fabulaciones o de engaños programados. Pensé que las cosas –un pasamanos, el techo, las risas– se convierten en señales de hechos utópicos de acuerdo al pronóstico del presente. Hacía poco habían ocurrido los asesinatos perpetrados por los terroristas y los cambios de posición de las personas, las miradas desafiantes, el roce de los cuerpos, se convertían en alertas.

En medio del barullo anónimo de los pasillos, Luis me estrechó la mano y se fue. No lo volví a ver. No sé por qué me detuve y me quedé parado un rato en la intersección de dos túneles bajos. Estaba alelado: el cuerpo del suicida, el chirrido del micrófono, la lentitud del tren, las personas como abejas perdidas, los atentados, la cara de la anciana en el vagón detenido. Todo eso era la realidad. Y se iba a perder para siempre cuando saliera del metro. Debía hacer algo con eso aunque supiera que mi lucha sería vana. Si alguna vez había tenido París, pronto se desvanecería. ¿Qué podía hacer ante la pérdida?

 

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