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Otra masacre americana

Sonny Melton, un joven enfermero de Tennessee, murió en Las Vegas cuando protegía a su esposa de los disparos del loco desde el hotel Mandalay Bay, el pasado 1 de octubre.

Cuando Stephen Paddock abrió fuego con un fusil de guerra desde el piso 32 del hotel donde se había alojado, Sonny tomó de la mano a su esposa Heather, una médica cirujana, y echaron a correr. El joven iba detrás, con sus manos sobre los hombros de la mujer, protegiéndola con su cuerpo. Un héroe que dio su vida para que su esposa se salvara.

Heather relata qué sintió cuando una bala alcanzó a su esposo. Bajo los disparos gritó pidiendo ayuda y empezó a darle resucitación cardiopulmonar a su esposo, en un esfuerzo desesperado por no perderlo. Pero fue inútil.

Sonny Melton “era un buen hombre”, dijo su padre, James Melton, en un mensaje que puso en Facebook, “haciendo lo que los hombres buenos hacen. Fue un héroe”.

El joven no tenía que haber muerto esa noche, como tampoco tenían que haber muerto las otras víctimas fatales del cobarde enloquecido que disparó –sin que hasta el momento de escribir este artículo se conozcan los motivos– contra los asistentes a un concierto de música country en Las Vegas.

Paddock mató a 58 personas e hirió a más de 500 antes de quitarse la vida cuando los policías por fin detectaron de donde venían los disparos e irrumpieron en su habitación en el hotel Mandalay Bay. Un policía lloró por la rabia de no haber podido llegar antes y evitar la muerte de tantas personas.

Fue la peor masacre en la historia moderna de los Estados Unidos, un país conmovido con demasiada frecuencia por matanzas cometidas por individuos trastornados y fuertemente armados. Un país donde es perfectamente legal comprar un arsenal, y donde un fusil semiautomático se puede convertir –también con la aprobación de la ley– en una ametralladora gracias a un dispositivo llamado bump stock, inventado por Bill Akins, un ex marine de la Florida.

Akins expresó sus condolencias por las víctimas, pero también defendió el derecho constitucional de portar armas.

El mismo día de la masacre en Las Vegas, un terrorista del Estado Islámico agredió a los pasajeros en una estación de trenes de la ciudad francesa de Marsella. Mató a dos mujeres antes de que los soldados lo abatieran. El arma que utilizó fue un cuchillo. Si hubiera tenido un armamento como el que Paddock tenía a su disposición, el saldo mortal habría sido sin duda mucho más elevado. Pero sucede que en Francia, como en la mayoría de los países desarrollados con la excepción de los Estados Unidos, adquirir un arma no es ni tan fácil ni tan común.

En los Estados Unidos hay más de 300 millones de armas de fuego en manos de la población, más pistolas y fusiles que habitantes. La cantidad de armas en manos civiles guarda una relación directa con la cantidad de asesinatos.

Según la Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas, el índice de homicidios por cada 100.000 habitantes en los Estados Unidos es de 4,88, mientras en Canadá es de 1,68, y en los países de Europa Occidental, Australia y Nueva Zelanda no llega a 1. En China, el índice es de 0,74, y en Japón de 0,31. En Mónaco, donde se encuentra el mundialmente famoso Casino de Montecarlo, el índice de asesinatos es 0. En ninguno de esos países se puede comprar armas como en los Estados Unidos.

La sociedad norteamericana es rehén de la industria de las armas y de su principal representante, la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que aporta jugosas donaciones a las campañas de los políticos y mantiene un bombardeo propagandístico perenne. Y el lavado de cerebro da frutos: en una encuesta de Gallup de 2016, el 76 por ciento de la población se opuso a que se promulgue una ley que haga ilegal la posesión de armas, excepto por la policía.

Creen que estando armados hasta los dientes tendrán más seguridad, cuando las estadísticas indican lo contrario. Esa visión de la calle como un campo de batalla es un rezago de épocas turbulentas en la historia de la nación, cuando el país creció arrebatando territorios ajenos a tiro limpio.

El culto a las armas no es propio de una sociedad civilizada, pero en los Estados Unidos no solo se mantiene, sino que raya en el fanatismo. Y produce monstruos como Stephen Paddock, el demencial asesino que desgarró la noche en Las Vegas.

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