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Nostalgia del cielo y el infierno

   a Wiemeyer

 Querido Federico:

 

Seguramente cuando leas esta carta te parecerá extraño que después de tanto tiempo me haya acordado de vos. Por ahí habrás escuchado esos comentarios tontos que nunca faltan y entonces será doble la sorpresa, la de saber que un tipo como yo viva y lo que tal vez sea peor, que aún se considere tu amigo. Pero cuando uno está lejos pareciera que los años se vuelven el doble, son carga a cada paso, porque los lleva y no se puede despegar. Es ir a buscar una changa y recibir en la cara que sos casi una mierda, como si estuvieras pidiendo limosna. Me sigo enojando por las mismas cosas de siempre, ya ves,  aunque ahora tengan otro color, estén mejor envasadas y tenga que decir yes, Sir, thank you, pronunciando las palabras de una manera que a veces ni yo entiendo, sin olvidar la th como un zapato, tanto que doblo la boca y se me quedan mirando los gringos como si hubiera salido recién de no sé qué tribu. Pero acá hay que portarse bien: la ley es dura y vieras cómo se respeta. Tendrías que estar algunos días para comprobarlo con tus propios ojos ya que son cada vez más los compatriotas que se nos vienen. Eso sí: acá se les quita el orgullo, trabajan de lo que sea y no andan gritando a los cuatro vientos que son europeos. Total, a quién le importa.

Si te cuento todo esto es para que sientas en verdad cómo estoy tratando de salir adelante, honestamente, sin que te dé lástima. Estamos entre hombres Federico, y no queda bien contar las desdichas que uno ha padecido. Sólo quiero decirte que es en la noche  cuando estás en tu cuarto y no hay nadie alrededor que se te aparece la soledad. Vos ahí tratas de abrazarte a la almohada, cerrás bien los ojos, das vueltas y te perdés en esa cama que hoy es inmensa. Como último recurso manoteas la ilusión de que alguna vez fuiste otra  persona. Que intentaste disfrutar de la vida aunque nunca las cosas hubieran estado bien. Es por eso que te escribo, Federico, por todas nuestras tristezas, por los secretos que con remordimiento ocultamos y nos pudren como si hubiera algo inconcluso entre los dos, un diálogo que en lo mejor se interrumpió y me fui y nunca más volvimos a retomarlo. Me fui por un camino en el que con frecuencia caen los hombres. Es la caridad hecha dolor que recibimos por encontrar soluciones fáciles, no nos damos cuenta, pero así se nos va lo mejor de la vida.

Es un impulso que enceguece y no deja opción. Si el pobre Gato hubiera aprendido alguno de nuestros actos en ningún momento hablaría de traición, sólo de haber hecho aquello que hoy pienso que fue mi deber. El Gato siempre tan bueno, elaborando sus sueños y nosotros atrás de ellos haciendo fuerza para escapar a un destino que se nos tenía asignado a dedo, en aquel tiempo en que se habían robado el país y ni siquiera las ilusiones habían dejado. Los que vinieron después terminaron de llevarse hasta la basura. Pero existe un cielo y una justicia divina si no qué sentido tendría tanto sufrimiento. Sería algo atroz. Mientras lo estoy escribiendo te permito la risa, la puedo escuchar, hacélo, está bien, pero no quiero que te equivoques: ahora creo en algo parecido al barbudo. Después de tanto súper hombre y esas pavadas que leíamos me volví un ser respetuoso o que respeta las convenciones de la sociedad.

Reíte otra vez, no importa, así al menos puedo servir todavía de algo y desprenderme de esos años en que por un pedazo de pan tenías que regalarte sin fe. Acordáte cuando íbamos a buscar trabajo y el ver la cola de tipos doblar la esquina ya nos amargaba toda esperanza. Recorríamos los avisos y nos turnábamos los días para comprar el diario y aguantábamos la sed hasta el mediodía cuando comprábamos como si fuera un regalo a nuestra voluntad la Coca-Cola de litro y medio. Vos doblabas el planito junto a la sección de clasificados escritos con el marcador fosforescente para que no se nos ensuciaran los pantalones y sirvieran otro día más, y sentados en un zaguán de esos edificios que estaban en las calles de adentro, tan fuera del ruido, comíamos los sándwich de queso y paleta traídos de casa. Acá vieras, Federico, cómo trabaja la gente y lo que gana que les alcanza para ropa, televisores, la casa y los dos autos estacionados en el jardín. Hasta parecen felices. Lo que te cuento es para ellos, por supuesto, nosotros tenemos que trabajar un poco más y en verdad siempre estamos en la cuerda floja, zafando, aunque cuentes dólares y pidas que te traigan la comida luego de un día agotador de trabajo.

En cambio pienso que vos todo lo que conseguiste fue lo mejor que te pudo pasar, y te lo merecés. Lograste atrapar en tu mano los sueños, no se escaparon, no te convertiste en un perdedor. Otra vez me hubiera encantado escuchar eso mismo que decís como una muletilla que incorporaste a tu repertorio y la gente tan bien sabe agradecer. Con el Gato en el bar sintonizábamos la radio y yo pensaba que sí, el gordo la va a hacer, era posible que uno de nosotros zafara de la miseria. A muchos el alma se les iba llenando de rencor, de resentimiento tratando de encontrar en otros ámbitos algo para aguantar su cachito de vida. Mientras vos ibas creciendo, simplemente, yo día a día agachaba la cabeza. No estoy reprochando, dejáme decirte todas las sensaciones que vengo acumulando desde hace años sin poder decirlas, como un tímido que soy, ahora que ya tomé el valor y siento que voy a poder darlas por muertas cuando las diga de una buena vez mientras las lucecitas rojas del cartel de Marlboro empiezan a titilar en la noche y me llevan otra vez al barrio de Constitución cuando todo, absolutamente todo lo hacíamos de noche viviendo la necesidad de movernos iguales a gatos en la oscuridad de ese barrio lejano, en silencio, afilando las garras para atrapar nuestra presa. El Francés vestía saco y corbata cuando el asunto lo necesitaba. Tenía un pequeño departamento en el que se escondía con otro tipo más, muy cerca de Avenida San Juan. Los tiempos habían cambiado, había mucha competencia, demasiado peligro, me dijo, por eso la ropa de barrio caro.

En un momento sacó unos billetes que cegaron mi codicia. Esa provocación fue el impulso que necesitó mi confianza. La bendición que el azar me ofrecía. Así fui uno más que se acercó a aquella mesa del bar del fondo, muy cerca del baño, con esa puerta que dejaba ver casi todo. Entre esa luz mísera que se juntaba en los rincones como si fuera basura planeábamos cada uno de nuestros recorridos. Desde ahí, también el Francés observaba cada movimiento, si algún patrullero pasaba y notaba el ambiente raro, o venía algún cliente o un travesti zarpado quería hacerse el vivo. Deambulaba igualito a un zombi por el frío de Constitución, aferrado a los bolsillos de la campera, bajando la cabeza hasta casi hundir el mentón sobre el cuello, esquivando el viento en alguna entrada de departamento mal iluminado. Lo más difícil era cruzar la Plaza y no respirar, aguantar el aliento para oír mejor lo que sucedía a nuestras espaldas, entre los árboles, detrás de la oscuridad.

Como consuelo tenía un pacto conmigo mismo: solo un tiempo y después la nueva vida. Así fue como apareció lo del Centro y vagar hasta la madrugada por Florida, Sarmiento, un poco por Viamonte, algo de San Martín y el tramo de Corrientes hasta el Bajo. Luego vinieron los cines de Lavalle o esperar, hacerse el gil en las vidrieras de Santa Fe, mirar como si se mirara y estar atento al tipo que paseaba el perrito y buscaba, ya podías sentir cómo se clavaba su mirada de desesperación en la nuca. A ellos la noche también los transformaba. Algunas de ellas fueron largas caminatas en un centro deshabitado, sólo los mendigos tirados en las galerías acurrucados sobre sus bolsas para matar el frío de Buenos Aires. Caminábamos hasta sentir los pies latir dentro de los zapatos y la cocaína nos atragantaba como una nuez pesada y agria, mezclada con el humo de los cigarrillos en la boca reseca. Un sinfín de pensamientos se movían furiosos en la cabeza y esos pensamientos eran los actos que deseaba el Francés. En todo lo consentíamos rendidos para que nos diera un poco más de esa bolsa que manejaba a su antojo y por la que gozaba cada vez que le suplicábamos.

“Simplemente hay que cerrar los ojos y pensar en la mina más linda” nos decía reunidos en el baño. Apoyaba sus dedos entre mi pelo y pasaba la llave con ese montón de cristales que brillaban por mi nariz, me acercaba un poco más y la respiración de pronto se refrescaba hasta llegar ese frío a mi sien. Después salíamos otra vez a los trabajos nocturnos. Los encontrábamos muy cerca de la estación, otras rondando por el Obelisco o matando horas en un bar de la calle Libertad. Nos movíamos con cautela y ellos caían. Una vez terminamos en la terraza de un edificio. El tipo era un relajado imposible de parar. Enseguida se entregó a nosotros. Escondidos en el lavadero oía sus gemidos mientras el Francés le daba una y otra vez con satisfacción, muy duro, haciendo de ese momento la finalidad de lo que era. Había deseo en esos cuerpos que se agitaban como locos, estaban fuera de sí. No podía salirme, arruinar todos mis sueños. Empecé a masturbarme con fuerza para terminar de una vez. El tipo lanzaba suspiros de dolor, se aferraba a mis piernas, pedía mucho más. Abría la boca y su lengua mojaba todo lo que le dábamos. Fue con odio lo que le cayó sobre sus labios, una ráfaga húmeda y pesada deslizándose por su rostro. Pagó bien y el Francés tuvo la delicadeza de escuchar sus confesiones. Estaba casado, nos dijo, pero había días en que no podía aguantar y se le iban los ojos por la calle mirando a hombres, deseando tenerlos.

Pero el Francés tenía razón: lo que rapiñábamos por ahí no nos alcanzaba, había mucha competencia. La malaria se estaba poniendo nuestro traje. A la zona llegaron peruanas y negras dominicanas, más mendigos, ladrones y putos empobrecidos que tenían que ejercer la prostitución y salían a la noche y a cada paso te querían sacar lo que era tuyo. En el último tiempo se sumaron los rusitos escapando de la guerra. Cuando pasabas delante de ellos te hacían frente, en sus ojos había hambre y mucho dolor. Regresábamos sin éxito a la miseria de Constitución, cansados de arriesgarnos por tan poco. Las cosas fueron sucediendo así con la mala suerte sobre nosotros, abriendo de vez en cuando algún coche, haciendo changas, pero contando siempre las monedas. Ahí ves como tus sueños están siendo amenazados, y te desesperás. Y un buen día, en medio de la miseria, aparece la suerte que te quiere dar un premio, dejarse de joder aunque sea por única vez. El Francés prometió uno de esos peces gordos, algo así como un político o un juez de La Nación. Nos dio su palabra de que el Gato iba hacer el trabajo fino, me lo dijo riéndose, como si dicho de esa manera fuera más llevadero, y acepté.

Esta vez sentí odio y a la vez tristeza, por un momento creí ser capaz de decírselo en la cara mientras le daba la mano, falsamente, y ese colectivo 60 se alejaba lento entre las calles, pasábamos Cemento y por la ventana se iba delineando en las sombras el paisaje del microcentro tan desolado, con las persianas de metal de las joyerías tiradas hasta el piso, una que otra letra mal iluminada en los carteles de las galerías, flotando los mosquitos alrededor de los faroles municipales. Los tres viajábamos guiados por una voz  maligna, fatalmente destructora. De toda la hilera de casas que abarcaba esa calle, la menos vistosa, con una puerta oscura, simplemente igual a cualquier frente de nuestro barrio fue en la que el viejo nos recibió. La planta baja estaba mal iluminada, tuve que apretar la vista para ver aquellos objetos que me dieron la impresión de ser antiguos y caros.

El tipo nos guió por la casa hasta que dimos por fin a una habitación en la que había un espejo muy grande. Se desprendió la bata con dibujos chinos y trajo al Gato contra su cuerpo, lo empezó a manosear. En ese momento el Francés hizo la seña para que lo acompañara. Conté los dedos de mi mano, tenía que soportar. A medida que pasábamos las habitaciones la casa se fue haciendo cada vez más grande, con salas de techos altos, cuartos de servicio, patios interiores que comunicaban a otros recovecos donde había muebles cubiertos por lonas que tenían el aspecto de estar hacía mucho tiempo abandonados. Como un laberinto sin centro pasamos otro corredor y luego una escalera que daba a una especie de altillo.

El aire era rancio. El Francés sacó el encendedor y quedó una luz gris suspendida tímidamente en la profundidad del cuarto. Fue entonces que descubrí el extraño mueble. Cuando me acerqué aquello tenía la forma de un potro de madera. A ambos lados los yunques y la cadena en la parte frontal. Respiré un olor como a sangre seca en ese encierro donde la oscuridad me había cansado la vista. A mis espaldas, en voz baja, entrecortado, el Francés pedía que me acostara en el potro. Parecía tener algo entre sus labios, luego supe que era miedo. Cuando me lo pidió otra vez escuché esa respiración que se mezclaba con la nuestra, con ese olor a sucio, con la sangre, muy cerca, casi entre nosotros.

Recién entonces descubrí esa mirada que temblaba como un lamento hondo. Eran dos llamas gelatinosas que lentamente se iban inflando en aquel rincón. Me seguían igual que un animal excitado. En ese momento intentó agarrarme, dar un salto, caer encima, pero bruscamente lo tiré al Francés contra esa maldita forma y logré llegar hasta la puerta del cuarto. Oí gritos de desesperación, enfermizos, insoportables que retumbaban por sobre mi cabeza queriendo derribar la puerta mientras corría entre los pasadizos de ese infierno.  El Gato ya estaba metiendo las alhajas en el bolso. Al lado estaba el viejo, tirado en el suelo. Todos habían querido salirse con la suya, arruinar mis sueños. La cabeza del Gato estaba esperando, caliente. Bastó un golpe para que caiga muerto. Tenía merecido el dinero

Nostalgia del cielo y el infierno pertenece al libro Grand Nocturno.

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