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Mantecón

Acaba de abrir la puerta. Sé que es él porque escoge esta hora en que no hay nadie para venir a orinar. Al principio me extrañó no verlo a la hora del receso, a lo mejor se había cambiado de escuela, el muy cobarde, pero no. Me puse a investigar y lo vi sentado en el banquillo fuera de la oficina de la directora de la escuela. Comiendo su merienda, con su cara de gordo lento. Me era imposible ir allí, la secretaria me podía ver.

Primero pensé que no importaba, que lo podía espiar y sorprenderlo a la salida de la escuela, darle una zurra en alguna calle cercana, pero por poco me sorprenden otra vez, estaba a punto de patearle un tobillo cuando su padre lo llamó. Lo vienen a recoger todos los días, qué asco. Le dan besos y abrazos antes de entrar al auto. Tan viejo como está, con 11 años y dando ese espectáculo de perdedor en la misma entrada de la escuela.

Estuve unos días tramando cómo llegar a él. Hasta pedí que me cambiaran a su grupo de clases, pero mi estúpida maestra dijo que no, que era antipedagógico.

Después pensé que en algún momento del día tenía que ir al baño o se iba a reventar. Así que pedí permiso en medio de todos los turnos para ir al baño al menos una vez durante dos semanas, pero nunca me topaba con él.

Mantecón es mucho más alto y fuerte que yo, pero es un imbécil. Tiene cara de retardado, aunque dicen que saca A en todo, seguro es porque se fija. Además, si fuera tan inteligente como dicen no se dejaría mangonear por mí, que no levanto un pie del piso, como dice Pepe. Me le paro enfrente y ya le empiezan a temblar las rodillas al muy anormal, se le pone la cara de vaca y cierra los ojos como un animal asustado.

   Se viste bien, con ropa de marca que le queda horrible, porque tiene el cuerpo de una babosa cuadrada. Las carnes las tiene fofas, se le nota cuando le golpeo en la barriga o en lo riñones, es un cerdo oloroso a perfume. Cuando le pregunté la marca me dijo un nombre en francés que no pude repetir y eso me enojó, así que le partí la boca de una puñetazo.

Yo me divierto con él, le planifico la semana a mi capricho. A veces lo obligo a ponerse las bragas de su hermana mayor y a venir a la escuela así. En el recreo, cuando el baño está bien lleno le ordeno que se quite los pantalones y todos lo ven en panteletitas rosadas con florecillas y unicornios. También lo he obligado a robarle dinero a sus padres para mí. Le quité el reloj que le regalaron por su cumpleaños, pero lo tiré a  la alcantarilla antes de que Pepe me lo quitara.

También lo obligo a hablarle bien de mi a su madre, que se cree que soy su mejor amigo y me saluda muy alegre cuando me ve.

Mantecón tiene un hermano mayor que está en la guerra y yo lo hago llorar diciéndole que seguro está muerto. Que las llamadas que reciben sus padres no son de él, sino un imitador, que todo es parte de un plan del ejército para desinformar a las familias de los soldados despedazados por las bombas, porque no tiene cómo recuperar su pedazos. El muy imbécil se lo toma en serio y le dan ataques de pánico de lo más cómicos. Se retuerce y llora y echa espuma por la boca, igualito que hacen los perros cuando los envenenan. Probé a echarle agua fría, jabón líquido y otras cosas en la boca o por los huecos de la nariz, pero nada resultó, siguió convulsionando por media hora, hasta que me cansé y me fui.

Otro ejercicio que hacemos Mantecón y yo es hacer lagartijas. Él, con lo obeso que es, no puede hacer ni una, y yo lo obligo. Se pone en posición y yo lo amenazo con la botella de ácido para limpiar inodoros, esa que tiene la calavera en la etiqueta, y el muy retardado tensa todo el cuerpo, se pone rojo y no puede levantarse ni una cuarta del piso. Yo le aplico los mismos castigos que Pepe me hace, lo tomo por los pelos de los sobacos y se los retuerzo, hasta arrancarle parte de la piel.

Pero lo que más me gusta hacer con Mantecón es darle cachetadas. Todos los jueves le he ordenado que diga en su casa que es mi tutor, que me repasa matemáticas después de clases, para que lo vayan a buscar una hora más tarde. Ese día es divertidísimo, pues llevo el collar de una de las perras de pelea de Pepe y se lo pongo a Mantecón. Lo guío con una correa rosada hasta un contenedor abandonado en el parque de autos inservibles que está al fondo de la escuela; es bien solitario y nadie puede oírnos, lo siento en una silla de cabillas soldadas y le doy una cachetada suave con la mano bien abierta. Él empieza a llorar y a pedir perdón. Yo le pregunto si es mi esclavo y él dice que sí. Así que le doy otra cachetada un poco más dura, y le sobo la carota con asco. No le doy muy fuerte para que la marca no le dure mucho rato y pueda ir a denunciarme. Aunque sé que primero se muere antes de hacerlo, porque me tiene terror.

Justo antes de que desapareciera del receso y de cortar los “repasos” lo obligué a cagarse en los pantalones y andar lleno de mierda todo el día. Las maestras lo mandaban al baño y él iba, y regresaba igualito. Le dijeron que se fuera a su casa a cambiarse, así que me escabullí ese día y fui escupiéndolo, dándole patadas y pescozones por todo el camino, aprovechando que no lo fueron a buscar.

Antier no entré en el aula, desde bien temprano me escondí en el entretecho del baño para sorprender a Mantecón. Es bastante cochino el entretecho, con cagadas de ratas y cucarachas andando como si fuera su casa. A mediados del turno justo antes del receso por fin entró al baño, pero no entró solo, venía con uno de su aula, un chiquito pecoso bien flaco que una vez me rompió la nariz cuando lo empujé en el pasillo, así que me quedé en mi lugar, sin decir ni pío, hasta que se fueron. El gordo por poco me ve u oyó algo, porque se quedó mirando hacia el techo durante un rato con cara preocupada. Pero se veía como feliz… tendré que arreglar eso…

Ayer no pude venir al colegio, todavía se me notaba el verdugón del correazo que Pepe me dio en el brazo, pero hoy, hoy si voy a darle una bella sorpresa al barril de grasa.

 Lo espío por una rendija del falso techo y pone su mochila a un costado del lavadero. Ya se aproxima al meadero y empieza a orinar.

Sí, separo el panel contiguo a donde estoy y me descuelgo en el baño, ya no tengo cuidado de no hacer ruido. Y Mantecón se vira hacia mí, con el miedo pintado en los ojos, pero con una mirada distinta, como si no le importara tener miedo. Y entonces veo, reflejado en uno de los espejos de los lavamanos, una versión agrandada de Mantecón que cierra la puerta a mis espaldas, y le pasa el seguro, debe ser el hermano muerto, metido en un uniforme de sargento del ejército, con su misma cara de imbécil, pero con uno ojos que no demuestran nada de miedo, más bien, son ojos de alguien como que valiente, como los del chiquito pecoso.

—¿Y bueno, qué ejercicio vamos a hacer hoy? —dice el recién llegado, y siento como el orine me resbala por las piernas.

 

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Muela

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