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Made in URSS

Kati llevaba una hora y media en aquella oficina del Servicio de Inmigración de Estados Unidos cuando, por fin, la llamaron. Estaba nerviosa. Había recibido la citación para ese encuentro con menos de 48 horas de antelación, algo poco común. De hecho, todo el trámite era poco común. Ya ella había hecho todo lo necesario para obtener la jodida Green Card: llenar la forma I-485 actualizada y enviarla en un sobre certificado a una oficina en Chicago. Dar las huellas dactilares en una oficina en Hialeah. Ir a la entrevista en aquella misma oficina en Hialeah. Por su cuenta y la de la página web de USCIS y la de los cientos de cubanos consultados, tocaba el turno de que le llegara su tarjeta de residencia, en un sobre blanco y corriente, tan corriente que debía tener cuidado de no botarlo. Por eso aquella cita la tenía nerviosa. En ninguna de sus listas de cosas “Por hacer” estaba contemplada.

En perfecto español, la recepcionista la llamó por segunda vez: “Señorita Katiuska Pérez Acanda”. La sobresaltó no ser “B12”. De repente se había vuelto un nombre completo, como cuando su mamá la regañaba; como cuando la profe Eumelia pasaba la lista en segundo grado, o como cuando Luis le pedía todo el dinero que había hecho la noche anterior, sospechando que ella había inclinado a su favor las ganancias: “No te hagas la inteligente conmigo, Katiuska Pérez Acanda”, y le palmeaba la cara. La misma cara roja de estrés que la acompañaba rumbo a la silla señalada por la recepcionista de Inmigración.

Kati camina despacio. Quiere lucir tranquila. Al final su mayor virtud ha sido saber comportarse siempre de manera diferente en diferentes lugares, y no parecer casi nunca lo que era a todas horas. Kati sabe disimular. Kati puede ser la mujer que otros quieren que sea. Pero está nerviosa. Por eso, entre el bulto de papeles y escritorios que la rodean, Kati solo ve con nitidez la silla negra que la recepcionista ha señalado. Kati se sienta.

Lo primero que la sorprendió fue lo sabroso que estaba el oficial que iba a atenderla. Iba a cruzar las piernas para regalarle al tipo un vistazo rápido de su calzón de encajes blancos. Pero contuvo al instinto.

-Are you Katiuska Perez Acanda? -Ni buenos días, ni perdona la molestia, ni una pinga.

-Espanish mister plis.

-Sí claro, señorita, claro —Y cuando Kati distinguió el inconfundible acento colombiano se arrepintió de no haber cruzado las piernas— ¿Es usted Katiuska Pérez Acanda?

-La misma.

-Está muy bien. Muchas gracias. Es todo.

-¿Qué es todo qué?

-Que se puede retirar, señorita.

-¿Ya?

-Si, señorita Katiuske.

-Ka.

-¿Qué?

-Ka-tius-ka.

– Señorita Ka-tius-ka, muchas gracias.

Y Kati tropezó con el punto final de la oración de aquel colombiano y salió como alma que se la lleva el diablo. Le habían recomendado no buscar problemas, “ni levantes mucho la voz, ni protestes por perder un día de trabajo, ni vayas a cagarte en la madre del oficial de inmigración”, le advirtió su abogada. Pero, de hijo e’ puta pa alante, Kati lo nombró mil veces en su cabeza mientras caminaba hacia estacionamiento de la oficina de Hialeah. “Al final ni estaba tan bueno”.

Era la segunda vez que le hacían lo mismo. Primero fue la jodedera con su acta de nacimiento. La tuvo que entregar dos veces. No le dieron una explicación. Que se las mandara otra vez y ya. “No cojas lucha, dile a tu mamá que vaya al Registro de Población en Cuba y certifique esa mierda”, la abogada lo decía fácil. Ni a ella ni a los gringos le importaba que su madre estuviera enferma de los nervios y se estresara por nada. Kati no supo nunca cuál era el problema con el primer documento. La abogada le dijo: “ellos mandan y tú obedeces”. Pero otra cubana, a quien conoció en la cola del Walmart, le comentó que seguro eso le había pasado porque su acta de nacimiento decía que había nacido en Kiev, en la antigua Unión Soviética, aunque le recomendó que no se preocupara de más, que “aquí todo se resuelve, mijita”.

Efectivamente, Kati había nacido en Kiev en 1984, nueve meses después de que su madre y su padre, dos cubanos, estudiantes destacados de ingeniería mecánica, becados para terminar su carrera universitaria en la solidaria URSS, decidieran no usar condón. Era negrísima, como confirmación de que el accidente de su nacimiento era solo eso, un accidente. Como ella, otros miles de cubanitos made in URSS naturalizaron pronto la casualidad y hablaban de Kiev, Ucrania y la URSS como si fuera el hospital de Maternidad de Línea en La Habana. Al final, esos espacios hacían la misma función en sus vidas: ninguna. Si Facebook le preguntaba: ¿De dónde eres?, los made in URSS, siempre respondían “De La Habana” o “De Camagüey” o “De Las Tunas”. Para todos era natural ser cubano nacido en Kiev. Para todos, menos para los gringos. Por eso ellos no aceptaron que Kati se equivocara al llenar la forma I-485, ni les pareció tan natural que su acta de nacimiento dijera: “Lugar de nacimiento: Kiev”, “Ciudadanía: Cubana”.

Después de eso, Kati aprendió a recordar, todos los días del mundo, que era una cubana de Kiev. Lamentaba que la enseñanza le hubiera llegado tarde. Ahora Trump nunca le iba a dar su Green Card, envuelta en un sobre blanco, común y corriente. Para ella era evidente que el gobierno de Estados Unidos la creía una espía rusa.

-¿Espía qué? —le preguntó en un grito su mamá, cuando Kati le comentó sus ideas al teléfono—. Pero ¿cómo me vas a contar eso por teléfono? ¿Tú estás loca?

-No madre, no. Lo que estoy es desesperada, si ellos creen que soy una espía rusa nunca…

-El coño de tu madre —la interrumpió su mamá—. Yo te he enseñado más que esto, Kati…

Kati suspiró. Big brother había sido big mama toda su vida.

-Bueno mami, solo quiero decirte que mis papeles acá no se arreglan. Las cosas con los rusos están que…

Del otro lado del teléfono sonó un timbre cortado. Su madre había colgado. Kati decidió no llorar. Nunca llora. Si no le querían dar la residencia americana que no se la dieran. Pensó que ya encontraría alguna forma para solucionar su problema. Si robarle a Luis no la había quebrado; si la estafa de su contacto en Colombia no la había quebrado; si cruzar toda América Latina a pie para llegar a la frontera de México no la había quebrado; ni aquel sicario que la violó en el hotelucho de Tamaulipas la había quebrado, menos la iba a quebrar unos gringos burócratas de mierda ni la loca de su madre. Sonó el teléfono. Kati no reconoció el número en su pantalla.

-Aló — ¿Mamá arrepentida? ¿Un vendedor?

-Aurora, vos no tenéis que procuparos, que todo va a salir bien. Solo sea precavida, mija. Quizás es momento de que cambie su número de teléfono.

-Número equivocado.

-Aurora— repitió el Colombiano—, el cartón verde le va a llegar en diez días, en un sobre blanco corriente, sin remitente. Ya no sabemos de qué forma hacerle entender que se calme. Le dije esta mañana que todo estaba bien. Tenemos las cosas bajo control, pero demoradas por las sospechas nuevas. La señora de Walmart también se lo dijo claro: el cartón demora, pero el cartón llega, mijita.

– ¿A mi casa?

– No, mijita, a su casa no. Usted sabe más que eso.

-Colombiano, me dijeron que esta llamada iba a tener el código de Madrid. Igual ya era hora de que aparecieras, hijo de la gran puta—y fue Kati quien colgó.

 

 

 

Ilustración: Rinat Voligamsi

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