Search
Close this search box.

Laura

 

 

Después de la partida de Fermín, Laura se depositó en la cama varios meses y rumiando su desgracia se olvidó del mundo. Lloró las tardes de sábado acostados sobre el piso de la terraza, los orgasmos prolongados en la banqueta de piano y las peleas inofensivas por cualquier motivo.

Decidió no salir más del cuarto, nunca más, y doña Fefita le llevaba la comida a la cama. Laura devoraba todo en una suerte de frenesí bastante patético y pedía más: croquetas de pollo, de pescado, de picadillo, ensalada de coditos y de papas con mayonesa, arroz, frijoles negros blancos colorados carita chícharo garbanzos lentejas, platanitos maduros fritos chatinos y fufú; chicharrones chicharritas baycon huevos fritos jamón jamonada arepas pudines jaleas miel flanes empanadas de queso militones eclears cakes de nata y capuchinos pechugas de pollo y guanajo, cangrejos enchilados camarones langostas frituras de maíz malanga escabeches y seviches merengues torrejas cascos de guayaba quesos hígado corazón riñonadas bistec de res calamares espaquetis a la carbonara pizzas batidos y refrescos: todo lo engulló con frenesí hasta que las patas de la cama cedieron ante las trecientas ciencuenta libras asesinas que las torturaban y Laura se tuvo que acostar en el piso.

No recibía a nadie. No le interesaba nada salvo el recuerdo y el sabor recurrente de las grasas y las proteínas bajando por el esófago engrandecido, hacia su estómago gigantesco.

De la apetitosa figura curvilínea de Laura solo quedaban sus ojos enormes, como asustados, que miraban con asombro dulce el exterior doloroso que le había tocado vivir. De su sonrisa y su talento y su verborrea fluída, solo el reflejo tardío de algun gesto grácil de la cabeza cuando el calor sofocante de la isla y sus masas opresoras la obligaban a mirar hacia arriba buscando aire. Quizás la partida de Fermín, sumada al destino de abandonada permanente que había signado su vida, fue temporalmente demasiado para ella.

Después de despachar tres o cuatro kilos de alimentos a primera hora de la mañana comenzaba a sobarse las masas celulíticas en forma de rollos pestilentes que ahora la circunvalaban y, hundiéndose en el auto-asco, rumiaba sus recuerdos de niña abandonada en el traspatio de aquel año fatídico de mil novecientos ochenta, cuando la huida hacia la eterna libertad, pudieron más que los sentimientos y lanzaron a sus padres en frenética carrera hacia el puerto del Mariel, en busca de cualquier barco que los llevara a la Florida. Ella se quedó en el traspatio de doña Fefita jugando entre las mariposas florecidas a cazar mariposas, las otras, las que volaban, sin darse cuenta de que aquella diversión inocente, constituía su primera lección de una larga carrera hacia el cabal conocimiento de los laberintos que conducen a la soledad.

Apretaba sus inmensas tetas hasta hacerlas sangrar y vomitaba restos de carne sin masticar sobre las noches de erotismo en su cuarto desbaratado, donde un día Fermín se partió el pulgar mientras ensayaban una posición imposible sacada del kamasutra.

Tía Fefita le recetó el olvido. Le daba baños de agua hirviendo para alejar el olor nauseabundo de sus desechos y le sacó los espejos del cuarto cuando ella se lo pidió, pero un día la sorprendió con el cuchillo en la muñeca y desapareció todos los objetos cortantes. Entonces decidió comer hasta morir.

Entonces llegó la noticia.

Entonces se asustó.

Entonces al fin se dio cuenta que el dolor no solo provenía de su incapacidad de perdonar, sino de la compañía persistente de la soledad, de su soledad.

Veinte años después, su madre estaba en el umbral.

No le dijo nada, solo que volviera a visitarla la próxima vez que viniera, y cerró la puerta.

Entonces empezó a hacer ejercicios y una dieta rigurosa.

Entonces no respondió ninguna de las cartas que llegaban cada día de Palm Beach.

Entonces, veinticuatro meses después, volvió la madre y se fueron de compras por la Habana, y Laura estaba más hermosa que nunca. Y obligó a Mrs. Ramíres a comprarle una Nikon F80 para tirarle fotos a las mariposas y conjurar de una vez por todas la desmemoria de su felicidad.

Después, sentadas en un restaurante caro, le contó la historia de su vida sin reproches. Y para los postres le dio un beso grande grande, como tantas veces había soñado hacer, y le pidió que no la fuera a ver nunca más.

Salió a la calle y enrumbó por Paseo hacia Línea.

Iba vestida de verde y sonreía lágrimas azucaradas.

 

Relacionadas

Muela

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit