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Las aventuras del señor Borges

Las efemérides literarias sirven para pensar no en los escritores, sino más bien con ellos. Y, finalmente, para pensarlos a ellos. El 14 de junio de 1986 moría en Ginebra Jorge Luis Borges. Estas reflexiones vienen de mi Borges. Cinco especulaciones.

En “Profesión de fe literaria”, texto que cierra El tamaño de mi esperanza (1926), Borges declara: “Toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino.” Para Borges, la importancia de la función del autor para plasmar una “aventura humana” se enlaza con el destinatario del texto: “Cualquier metáfora, por maravilladora que sea, es una experiencia posible y la dificultad no está en su invención (cosa llanísima, pues basta ser barajador de palabras prestigiosas para obtenerla), sino en causalizarla de manera que logre alucinar al que lee” (pp. 128-129). La tensión entre técnica y emoción literaria es, en estos momentos, clara; aparecen asimismo en este comentario la figura del lector como función esencial para el texto literario y, significativamente, la idea de “causalizar”, es decir, de narrar de manera verosímil e interesante, un tema que Borges retomaría más tarde en “La postulación de la realidad” y “El arte narrativo y la magia”, entre otros ensayos.

En ese mismo libro de 1926 hallamos el poco frecuentado “La Aventura y el Orden”, que inicia así: “En una especie de salmo —cuya dicción confidencial y patética es evidente aprendizaje de Whitman— Apollinaire separa los escritores en estudiosos del Orden y traviesos de la Aventura…” Es en ese territorio orillero, entre el orden y la aventura, que el escritor argentino comienza a plasmar su proyecto literario, huyendo tanto del extremo rigorista del orden —que provendría de lo que entendía por procedimiento clásico— como de lo que considera los excesos deformadores de algunas aventuras vanguardistas. ¿Qué sendero prefiere? Los dos: “La Aventura y el Orden… A mí me placen ambas disciplinas, si hay heroísmo en quien las sigue”. Y dice, en el mismo texto: “Toda aventura es norma venidera” (pp. 69-72).

En estos textos vemos la tentativa del Borges escritor de caminar por la cornisa entre dos búsquedas literarias distintas. Más tarde, cuando reseña para El Hogar en 1937 Absalom, Absalom! de William Faulkner, articula mejor estas opciones:

Sé de dos tipos de escritor: el hombre cuya central ansiedad son los procedimientos verbales; el hombre cuya central ansiedad son las pasiones y los trabajos del hombre. Al primero lo suelen denigrar con el mote de “bizantino” y exaltar con el nombre de “artista puro”. El otro, más feliz, conoce los epítetos laudatorios “profundo”, “humano”, “profundamente humano”, y el halagüeño vituperio de “bárbaro”. El primero es Swinburne o Mallarmé; el segundo Celine o Theodore Dreiser. Otros, excepcionales, ejercen las virtudes y los goces de ambas categorías. Victor Hugo anota que Shakespeare contiene a Góngora: podemos observar que también contiene a Dostoievski… Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner (Obras completas, vol. 4, p. 246).

En la maniobra literaria que intuye en Faulkner, Borges ve un espejo, más allá de las obvias diferencias. Ya al cerrar Inquisiciones (1925), arriesgaba su posición con respecto a su poética literaria por venir: “Una retórica que no partiese del arreglamiento de los sucesos literarios actuales a las formas ya prefijadas de la doctrina clásica, sino de su directa contemplación y que legislase la greguería, la novela confesional y la figuración contemporánea de las formas de siempre, fue ambición de mi pluma” (p. 171). En esta búsqueda —¿cómo articular la “figuración contemporánea a las formas de siempre”?— y en este vaivén, Borges va a prestar atención a los procedimientos en la literatura porque, como concluye en “Elementos de preceptiva” (1933) al examinar una estrofa de una milonga, otra de un tango, un verso de Milton, una estrofa de e.e. Cummings y un cartel de la calle: “Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos momentos… La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica y de lo más común” (Borges en Sur, pp. 124-125).

Para Borges, la literatura siempre provino de la literatura. No era que le hubiera faltado vida a su vida, como alguna vez se quejó en el prólogo a Discusión de 1932. Sucede que todo, o casi todo, lo trasmutaba al espacio literario, lugar de refugio y línea de fuga. Esto hizo que sus lectores nos hayamos acostumbrados a una imagen libresca, bibliófila de su persona: el joven vanguardista, el maduro escritor y, sobre todo, el célebre anciano que hablaba continuamente —en sus textos, en entrevistas, con sus amigos— de lecturas. Porque Borges cultivó muchas imágenes (el hombre de letras, el criollista-cosmopolita, el sabio ciego, el anti-peronista, el venerado conferenciante, el entrevistado provocador y más), pero a ninguna le fue más fiel que a la del lector.

Un recorrido por algunos de sus prólogos tempranos enfatiza la importancia que otorga, bien a la condición del lector a quien se dirige, bien a su propia condición de lector. En el único fragmento que rescata del prólogo a su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), apela “A quien leyere” y dice: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor” (Obras completas, vol. 1, p. 15), poniendo así al lector como “productor” del texto y adelantándose a la teoría de la recepción. Continúa esta idea en el prólogo a Inquisiciones (1925): “La prefación es aquel rato del libro en que el autor es menos autor. Es casi un leyente y goza de los derechos de tal: alejamiento, sorna y elogio” (p. 7). El lector tiene distancia; posee libertad para evaluar. En tanto, en el prefacio a la primera edición de Historia universal de la infamia (1935), da su veredicto sobre la actividad de la lectura: “Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual” (Obras completas, vol. 1, p. 289).

En estas frases, se advierte el peso que la lectura y el lector tienen para su concepción de la literatura. ¿A qué se debe esto? En primer lugar, a la (casi) equiparación que hace entre autor y lector para consumar lo que denominará “hecho estético”. Como dice en “El cuento policial”, este hecho “requiere de la conjunción del lector y el texto y sólo entonces existe. Es absurdo suponer que un volumen sea mucho más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre. Entonces existe el fenómeno estético, que puede parecerse al momento en el cual el libro fue engendrado” (Obras completas, vol. 4, p. 189). En segundo lugar, a la des-jerarquización del autor como fuente original y originaria del texto, para dar cabida así a la creación como proceso colaborativo.

El Borges más tardío continúa con esta tendencia. El prólogo a Para las seis cuerdas (1965) comienza con una declaración de principios en torno al dialogismo que permite tal hecho estético: “Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad” (Obras completas, vol. 2, p. 331). “Que otros se jacten de las páginas que han escrito;/a mí me enorgullecen las que he leído”, dice el Borges poeta en el conocido “Un lector”, parte de Elogio de la sombra, de 1969 (Obras completas, vol. 2, p. 394). Y también reflexiona: “Soy los contados libros, los contados/Grabados por el tiempo fatigados;/Soy el que envidia a los que ya se han muerto./Más raro es ser el hombre que entrelaza/Palabras en un cuarto de una casa”, en el menos conocido “Yo”, incluido en La rosa profunda, de 1975 (Obras completas, vol. 3, p. 79).

¿Qué veía Borges en los libros? La mejor respuesta se halla en “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”, parte de Otras inquisiciones (1952):

[U]n libro es más que una estructura verbal o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es infinito… la literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil (Obras completas, vol. 2, p. 125).

La realidad de Borges, hostil a veces y placentera otras, estaba hecha de una imaginación que casi siempre tenía un referente literario. No es casualidad que en sus obras completas hallemos un volumen entero con una gran cantidad de prólogos que nos dan la pauta de sus deudas, sus agradecimientos y sus felicidades al visitar tal o cual página de una obra o autor determinado. En esos volúmenes, en sus entrevistas y hasta en el enorme aparato crítico que rodea su literatura siempre se destaca su carácter de lector hedónico, es decir, aquel tipo de lector que privilegia una lectura por placer, que no sigue las pautas del recinto académico, del índice de ventas o de los deslindes generacionales, geográficos o históricos. En una entrevista Borges declara: “Yo he encontrado casi todo en los libros. No sé si soy un buen escritor o un mediocre escritor pero creo que soy un buen lector, es decir un lector atento a las sugestiones del texto, a lo que no se ha dicho, pero que puede leerse entre líneas, y quizá un buen crítico” (Textos recobrados 1956-1986, p. 369).

Es en la escritura, pero sobre todo en la lectura entonces, donde Borges encontraba y le daba un sentido a su existencia. Esa lectura proponía una sintaxis de innumerables relaciones. Un buen lector; así quería ser recordado Borges. Así lo recordamos también nosotros, sus propios lectores, a treinta años.

Y el pescador dijo: “Habla y abrevia tu relato
porque de impaciente que se halla mi alma
se me está saliendo por el pie”.
Las mil y una noches, “Historia del pescador y el efrit”

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