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La trágica felicidad de Lucía Berlín

No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”, dice Lucia Berlin en “Silencio”, uno de los cuarenta y tres cuentos recogidos en Manual para mujeres de la limpieza, más de la mitad de los setenta y seis que publicó a lo largo de su vida. Nacida en 1936 en Alaska, hija de un ingeniero en minas que haría de distintos lugares y múltiples traslados un estilo de vida que en su madurez ella asumiría como propio (“debo llevar unas doscientas mudanzas a cuestas”, recordó alguna vez) y de una madre alcohólica y ausente, que todos los días olvidaba suicidarse aunque cada tanto lo intentaba sin demasiado éxito, Berlin tuvo una existencia atormentada y muchas veces feliz. Sufrió de una escoliosis doble que la obligó a usar un corsé ortopédico durante largos períodos, luchó contra un alcoholismo recurrente y poco después de los treinta años, con tres divorcios a cuestas y cuatro hijos que crió prácticamente a solas, dio a conocer su primera colección de cuentos que nunca llegaron al gran público ni pudieron romper el circuito de las pequeñas editoriales.

Pero, como dice en el prólogo de este libro la también cuentista Lydia Davis, “Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben (…) y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe: se hablará de su obra, se les citará, se les comentará en clase, se llevarán a escena, al cine, se les pondrá música a sus textos, se recogerán en antologías”. Y algo así está pasando con Berlin en estos días. El año pasado, y a instancias de la propia Davis y de los escritores Barry Gifford y Stephen Emerson, una reputada editorial estadounidense publicó esta antología que de inmediato se ubicó en los primeros lugares de venta según The New York Times, que enseguida comenzó a ser traducida a varios idiomas y que llevó a la crítica especializada a comparar a la autora con Ernest Hemingway y Raymond Carver. Toda una resurrección.

En 1941, cuando Lucia tenía cinco años, el padre fue movilizado y partió rumbo a los frentes de la segunda guerra. Ella y su hermana menor debieron seguir a su madre rumbo a El Paso, Texas, donde vivían su desaprensiva abuela materna y su abuelo, un notable dentista que sin embargo se había dejado vencer por el alcohol y por una siniestra vanidad. Al volver su padre, la familia marchó rumbo a Chile, donde estuvieron instalados por un buen tiempo. A mediados de los 50 Lucia estaba estudiando en la Universidad de Nuevo México y ya se había casado con un escultor que la dejaría después del segundo embarazo. Años después se volvería a casar, ahora con un músico de jazz, Race Newton, con quien viviría en Nueva York hasta abandonarlo para seguir a otro músico, Buddy Berlin, su tercer esposo, padre de sus dos últimos hijos, heroinómano condenado y amable a quien siguió a México y del que pudo separarse recién en 1968. Jacques Lacan decía que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y disfruta. La mujer también lo hace con la misma frecuencia.

Reconocer la verdad

Sería fácil ubicar la narrativa de Berlin dentro del movedizo marco de la llamada autoficción, género tan practicado por estas latitudes y que puede llevarnos desde el más desgarrador testimonio personal convertido en alta literatura (por ejemplo El furgón de los locos, de Carlos Liscano, o Íntima, de Roberto Apratto) hasta los más pueriles ejercicios de mitomanía (la lista resultaría tan larga como tediosa). Lo cierto es que del anterior y breve esbozo biográfico de Berlin surge el corazón de sus cuentos. Ella escribió una vez que las imágenes que poblaban sus relatos debían “conectar con una experiencia intensa concreta” y en otra oportunidad agregó que en sus historias de algún modo debía “producirse una mínima alteración de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad. El relato mismo deviene la verdad, no solo para quien escribe, también para quien lee. En cualquier texto bien escrito lo que nos emociona no es identificarnos con una situación, sino reconocer esa verdad”.

En esa suerte de consejo, Berlin dice en definitiva que lo que importa a la literatura es la literatura, y no el eventualmente ingenioso y acongojado mundo interior de quien está escribiendo, sobre todo cuando no tiene nada importante para contar. También dice que toda experiencia, por menor que aparente ser, puede convertirse en una narración impactante que termine con la cabeza del lector en el barro. “Exagero mucho”, confesó, “y a menudo mezclo la realidad con la ficción pero de hecho nunca miento”. Y uno de sus hijos, citado por Davis, llegó a decir que “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta”.

Las calles de El Paso, las avenidas de Nueva York, los misterios de México, la falsa calma de Oakland y su luminosa bahía: he ahí la escenografía de unos trashumantes que se asemejan entre sí y que se mimetizan entre nosotros hasta formar carne y hueso. La propia Lucia disimulada en varios alias (Carlotta, Eloisa, señora Lawrence, la pequeña Lou, Maria), un día trabajando como administrativa en un hospital, otro como empleada doméstica, otro como profesora de español; su hermana Sally, enferma de cáncer, a quien cuida durante meses en México; sus hijos, maridos, amantes jóvenes o viejos, cordiales o infieles, son a la vez el puñado de personajes que habita en esos lugares. Presas del deseo y de la incertidumbre, del desarraigo o de la pasión, palpitan en estos cuentos como si de la vida misma se tratara.

Los bares cerrados

La escritura de Berlin es despojada. Rara vez se detiene en descripciones, pero sabe cuándo la elocuencia de un detalle toma particular fuerza. Sabe también, y lo hace notablemente, cuándo intervenir con una línea que, más allá de parecer una opinión, revela un cuestionamiento personal, un resplandor ético, una conclusión casi irrevocable. En el cuento “Mijito” cuenta cómo a un hospital donde trabaja llegan los que llama “hijos del crack”, niños deformes, enfermos congénitos, condenados desde su primer día, y entonces se descarga con esta frase: “Es como si estos niños fueran la respuesta de un dios tarado a ciertas oraciones”.

En el cuento “Hasta la vista”, cuidando a su hermana enferma en México y condenada a hablar en español todo el día, nos dice “…sigo tratando de recordar quién era en inglés”. Siempre en México, en “Panteón de Dolores”, en honor a su madre prepara una ofrenda que tiene “Somníferos, pistolas y cuchillos, porque ella siempre se estaba matando”. En “Volver al hogar”, evocativa y triste, se pregunta “¿Qué más me he perdido? ¿Cuántas veces en mi vida he estado, digámoslo así, en el porche de atrás y no en el de adelante?”. En “A ver esa sonrisa”, después de una noche de sexo con un amante mucho más joven, reconoce que “tenía la cara dolorida de sonreír”. En “Bonetes azules” una mujer de 50 años que había derrotado el alcoholismo confiesa, a punto de una experiencia amorosa, que “No se había desnudado delante de nadie desde que había dejado de beber…”. El relato “Inmanejable”, estampa de una alcohólica que se ha quedado en medio de la madrugada sin nada para tomar, se abre con esta frase: “En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. En “Manual para mujeres de la limpieza” da consejos para quienes deban emplearse como domésticas, y mientras recomienda aceptar regalos aunque no sirvan para nada y robar somníferos y guardarlos para un día de lluvia, va armando un itinerario cada tanto asaltado por el recuerdo de Terry, un vaquero de Nebraska que supo ser su mejor compañero y que ahora está muerto.

Uno tras otro estos relatos se van sucediendo hasta formar un largo raconto en el que la vida y la ficción nos ponen frente a seres desnudos, demudados, siempre en el límite que a veces existe entre la tragedia y la felicidad. Manual para mujeres de la limpieza es un libro extraordinario, esencial. Durante sus últimos años Berlin debió cargar con un tanque de oxígeno que alimentaba sus pulmones. En Youtube se la puede ver, antes de su muerte acaecida en 2004, leyendo algunos de estos cuentos. Para entonces ya era una mujer grande, de voz serena y ojos infinitamente hermosos.

Manual para mujeres de la limpieza, Lucia Berlin, Alfaguara, Buenos Aires, 2016, 427 páginas

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