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La larga edad de hielo

Semanas atrás el escritor y periodista argentino Nicolás Mavrakis sostuvo en el diario La Nación que “Si el trabajo de un escritor es construir un estilo y desplegar una imaginación ensamblada con ideas sobre la experiencia humana, Don DeLillo (Nueva York, 1936) logró convertirse en un «escritor de escritores». Es decir, un autor cuya consistencia estimula el placer del lector al mismo tiempo que ilumina la conciencia sobre los procedimientos que posibilitan ese placer”. El juicio es más que ajustado, en particular teniendo en cuenta las preocupaciones estilísticas y argumentales que caracterizan la obra de este narrador, desde hace tiempo convertido en un maestro indiscutible de la literatura contemporánea.

DeLillo publicó su primera novela, Americana, en 1971, y desde entonces ha venido retratando algunos de los miedos y conflictos esenciales de una nación contradictoria, a veces impredecible, siempre acechada por un enemigo que ha pasado a ser parte inseparable de su propia condición: la paranoia. En estos cuarenta y cinco años de carrera literaria, DeLillo ha sumergido sus tortuosos personajes en las tensiones de la Guerra fría (Submundo), del terrorismo (Los jugadores, algunos cuentos de El Ángel Esmeralda), del magnicidio (Libra), del imperio de la tecnología y de la ciencia (La Estrella de Ratner), del poder ominoso de las sectas (Mao II), de las consecuencias de los atentados del 11 de setiembre (El hombre del salto), de la presencia yanqui en la mayoría de los conflictos bélicos modernos (Punto Omega), de la búsqueda de ciertos conocimientos esenciales y de la vastedad e incertidumbre que ello mismo provoca (Los nombres, Ruido de fondo, Body Art, la fallida Cosmópolis). Y Cero K, su nueva novela publicada a los ochenta años, no escatima en esos debates en apariencia infinitos, solo que ahora el tema gira en torno al dudoso dominio del hombre sobre la muerte y sobre la eternización de la vida.

Jeffrey Lockhart, el narrador de la historia, es un hombre de unos treinta años que acompaña a Ross, su padre, un financista multimillonario, y a Artis, la segunda esposa de este, a unas misteriosas instalaciones sitas en el desértico sur de Kazajistán, en un desolado escenario rodeado de medidas de vigilancia sumamente estrictas. Artis sufre de una enfermedad degenerativa, y ha aceptado ser sometida a un proceso de criogénesis (de ahí el “cero K” o cero absoluto, la temperatura teórica más baja posible, de unos 275 grados Celsius bajo cero) que le otorgará un fin momentáneo –valga el oxímoron– a sus días, con la esperanza de que, una vez descubierta la cura para su mal, pueda ser reincorporada a la vida. Pero la estadía de Jeffrey, mucho más que un gesto de buen samaritano, se convierte en una extensa reflexión a propósito del sentido final de dicho tratamiento y de sus insospechadas consecuencias.

Y es también, para este hijo que sigue recordando a Madeline, su madre y primera esposa de Ross, la oportunidad de construir una nueva relación con su progenitor (“¿Por qué me había pedido mi padre que viniera?”), a quien no deja de observar como un magnate que puede pagar esa clínica y los servicios que allí se ofrecen (“La vida eterna pertenece a quienes poseen recursos asombrosos”). Jeffrey deambula, pues, durante un puñado de días por esas instalaciones despojadas tropezándose una y otra vez con algunos pacientes y con una serie de personajes funcionales a una vasta parafernalia metafísica.

La precisión de DeLillo a la hora de exponer que todas las cosas, las materiales y las inmateriales, las animadas y las inertes, deben su existencia a la capacidad del hombre para ponerles nombre y para conferirles una identidad de la que solo el lenguaje es capaz, sigue inalterable y es, acaso, el mejor sello de posmodernidad literaria que nos ha legado. Pero en esta novela muchos personajes y situaciones surgen de un modo ciertamente caprichoso y parecen solo diseñados para que el autor pueda dar cuerpo a sus tesis, sin importar la permanencia o la relevancia o la credibilidad con que ellos se hacen presentes. Mucho o todo de ese entorno parece un fenómeno ad hoc, impuesto por una necesidad significante que DeLillo ya había desarrollado en su obra anterior, solo que envuelta en magia o misterio o simple y llana sabiduría.

Y entonces las páginas comienzan a hacerse lentas, muy lentas, más allá de algunas sentencias hermosas y angustiantes (“¿Qué sentido tiene vivir si al final no nos morimos?”), como si el poderoso escritor hubiera empezado a fatigarse. Y a contagiar su fatiga.

Cero K, de Don DeLillo, Seix Barral, Buenos Aires, 2016, 318 páginas.

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