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La hermana gemela

Conocí a Cristine en el counter de una compañía almacenera donde llegué como trabajador temporal. Me recibió con una cálida sonrisa latina y una mirada que invitaba a conversar. Cristine era atractiva, a pesar de sus ojeras —producto de las complicaciones de su avanzado estado de gestación— simpatiquísima, con finos modales y un lindo temperamento, además de una hermosa cabellera negra que le rozaba la cintura. Me tocó trabajar muy cerca de ella y, como nuestros horarios coincidían, solíamos almorzar juntos en el comedor de empleados; al poco tiempo nos hicimos amigos.

Cristine estaba casada y le sorprendía que yo estuviera soltero, me preguntaba si estaría interesado en alguna de las chicas que laboraban en la empresa; yo le contestaba que apenas consiguiera una mujer como ella, pero soltera, me volvería a comprometer, si no, no. Cada vez que pasaba por su escritorio me regalaba un gesto amable y a veces me soltaba —en broma— algún piropo sensualón, como cuando entrecerraba los ojos y le decía a Lupita, su compañera del counter:
«Este hombre me pone mal…»

Una mañana, Lupita estaba en el teléfono, pidiendo a un restaurante cercano lo que sería nuestro almuerzo y Cristine me preguntó:
—¿Qué es lo que más te provoca?
—Mi educación jesuita me impide contestar con sinceridad a tu pregunta y menos en presencia de Lupita, a quien ya estoy queriendo «un poquito-mucho» —respondí.
—Si te gusta también Lupita, podemos hacer un trío; no somos celosas, ¿verdad, Lupe?
—Moriría de felicidad a la primera noche —bromeé, aunque con sinceridad.

Estas comedias absurdas constituían los únicos momentos felices que por entonces disfrutaba y que me permitían aguantar el trabajo de mierda en ese lúgubre almacén.

Las cosas siguieron así de simpáticas hasta que Cristine se fue a dar a luz.

Días más tarde, llevé a Lupita, junto con un grupo de chicas, a visitarla al Mont Sinai Hospital y la llenamos de regalos, para ella y para su hijita recién nacida; pude conocer a Lucho, su esposo, un tipo tan encantador y tan buena gente como la misma Cristine; hacían una linda pareja.

Terminó mi contrato y —con mi patada en el culo— dejé la almacenera, perdiendo poco a poco contacto con mis compañeros, incluida Cristine.

Unos meses después, en un pasillo de Walmart, me quedé atónito al encontrarla, ya recuperada, luciendo un cuerpazo de esos que te hacen creer en el Olimpo. Llevaba el cabello recogido al estilo italiano y un par de anteojos charada oscuros; sus senos apuntaban hacia el frente, cual balones de fútbol americano, como para un comercial de Hooters; su abdomen plano y su cintura de maniquí continuaban en unos leggins de yoga que recubrían, como pintadas al duco, un par de piernas monumentales y un trasero espectacular que podría desfilar entre aplausos en el Carnaval de Río.

—¡Cristine —le dije, tomándola del brazo— qué alegría verte tan extraordinariamente bien!
—Disculpa, pero no soy Cristine, soy Bárbara, su hermana gemela— contestó con amabilidad.

Al principio me pareció una broma y se la festejé, pero Cristine, es decir, Bárbara, seguía manteniendo una sonrisa leve, serena, y, cuando se quitó los anteojos, pude notar que su mirada, entre inteligente y sensual, era diferente a la mirada dulce y bonachona de Cristine, así que me disculpé y me presenté, lo más fino que pude, y luego de una conversación banal procedí a despedirme, atreviéndome a darle un beso en la mejilla y enviándole saludos para Cristine y su esposo, con el ofrecimiento de visitarlos apenas coincidamos en algún día libre.

Quedé tan contrariado como impresionado, ¡una doble de mi querida Cristine y encima riquísima! No quise ilusionarme, pero pensé que yo también le había caído bien. Empecé a recordar cada palabra, cada gesto, cada movimiento de Cristine, digo, Bárbara, en la conversación. Me desanimó un poco la diferencia de edad, ya que yo era mucho mayor; antes había salido con chicas jóvenes, solo como «choque y fuga», pero en este caso mi interés iba más allá: Si Bárbara era una versión mejorada de Cristine, la quería para toda la vida ¿Pero por qué no le pedí su teléfono? No importaba, Cristine sería el camino hacia su hermana gemela.

Mi nuevo empleo temporal, en mantenimiento de lanchas, me llevó fuera de Miami por más de un mes, y, a pesar de que no dejaba de pensar en Bárbara y hasta soñé con ella, no hice nada por contactarla, en parte porque estaba lejos y no podría invitarla a salir y en parte porque tenía cierto temor a que me rechazara.

De vuelta en Miami, en mi cama, en pleno descanso vespertino, recibí un mensaje del teléfono de Cristine, pero firmaba Bárbara y, aparte del saludo, decía que le gustó conocerme y que Cristine le había hablado muy bien mí. Luego de dudar unos instantes, por unos nervios que no reconocía, en vez de enviar un mensaje, decidí contestar con una llamada. Una voz radiofónica, sensualmente ronca, me contestó, luego de tres timbradas:

—Hola, disculpa que te incomode, pero vi tu nombre en el teléfono de mi hermana y me provocó contactarte; fuiste muy amable conmigo y hasta me hiciste reír.
—Bárbara, no sabes el gusto que me ha dado conocerte; me encantaría invitarte a tomar un café o un trago— (¡audacia es el juego!)
—Por mí, encantada— contestó, mientras yo flotaba en el éter multidimensional, entre fractales y cuerdas cuánticas, con mil ecos de «por mí, encantada» rebotándome dentro del cráneo, de un hemisferio al otro, sin respeto a la duramadre…

Hablamos casi una hora. Casi una hora mordiéndome la lengua para no decirle lo acariciable que era y lo mucho que la deseaba. Me olvidé de Cristine, de su esposo y de la bebe; no les dejé ni saludos. Desde ese momento solo pensaba en Bárbara.

Nos citamos en La Carreta, en Doral City, desde cuya terraza la vi bajar de un taxi —hermosa, deslumbrante— una tarde maravillosa en la que, luego de intercambiar unas cortas autobiografías, conversamos más que nada sobre relaciones humanas y de pareja. Aunque demostró tener un acervo aceptable, sus conocimientos parecían más bien adquiridos de libros de autoayuda o programas de televisión, pero pude notar también que Bárbara se manejaba con mucha soltura e inteligencia y más bien yo, conversador consuetudinario, tropecé e «hice agua» varias veces, sobre todo cuando Bárbara se soltó el cabello, cuando se le desabrochó un botón del escote y cuando se acomodaba en la silla.

Se nos fue la noche, entre café y mojitos, y, cuando la llevaba a su casa, al pasar por los moteles de la Calle Ocho y bromear diciéndole que eran negocios «de alta rotación», me soltó de improviso que una de sus fantasías perversas era justamente conocer uno de esos antros.

Luego de recuperarme de la impresión y teniendo en cuenta que un hombre —que se precie de caballero— no puede dejar de cumplir las fantasías de una dama, si está en sus manos hacerlo, giré el timón de mi viejo Volvo —como harían los Blue Brothers— y me estacioné de golpe dentro del motel La Fuente, cuya suite matrimonial, con luces psicodélicas, espejos, cama giratoria y colchón vibrátil, colmó las expectativas de Bárbara, que gritaba feliz, como una cheerleader, mientras yo le agradecía —mentalmente— al recepcionista del motel y a las pastillitas azules que me vendió bajo la mesa.

Más allá de la medianoche la dejé en casa de su hermana, donde me dijo que viviría por unos días, hasta que terminaran de refaccionar el aire acondicionado de su vivienda.
«Se puede ser feliz, muy feliz» pensé convencido.

Al día siguiente llevé a Bárbara a mi apartamento para pasar el fin de semana juntos y, mientras se duchaba, salí a comprar un Chianti al Publix de enfrente; en el camino, recibí la llamada de Lupita, quien me avisaba que había una posibilidad de que yo regresara a trabajar en la almacenera, pero como empleado fijo, en planilla y con un mejor sueldo.

Le agradecí por el dato y, justo cuando estaba sopesando la posibilidad de comentarle lo de la hermana gemela de Cristine, cambió su tono alegre y me dijo, más triste que una bachata:

—¿Qué te pareció lo de Cristine?
—¿Qué pasó con Cristine?
—¿Qué, no sabes? ¡Está rajuela, la pobrecita!
—¿Qué es eso de que «está rajuela»?
—¡Que está looca chiico, de dónde tú eres? Está completamente Coca-Cola y bien helada. Ha dejado el trabajo; el parto le cayó mal y ahora dice que se llama Bárbara y se anda fugando de su casa, nadie sabe adónde. El pobre Lucho está desesperado; ha tenido que traer a su madre desde Costa Rica para que se encargue de la bebe y la alimente, porque Cristine se ha puesto una inyección para cortarse la leche y dice que la bebe no es su hija, que la pobre es su sobrina.

Mi mundo feliz de fantasía Huxley, que recién empezaba a materializarse, se me vino abajo como las Torres Gemelas. No sabía si sentía más pena por Cristine, por el pobre Lucho y su bebé abandonada o por mí mismo, que, después de muchos años, cuando apenas empezaba a recordar el sabor de la felicidad, me apagaban el troncho con una bola de nieve en plena cara.

Me despedí de Lupita, explicándole que no sabía nada de Cristine y que me daba mucha pena y etc. etc. Enfilé hacia mi condominio, pensando en la mejor manera de convencer a Bárbara, digo, Cristine, para que regresara a su casa con su sufrido esposo y su hijita. Sentía mis ojos húmedos y un nudo marino en el estómago. Tenía temor, sin saber a qué, puesto que ya la había perdido y además nunca la tuve, salvo en el «infighting», en el motel.

Entré nervioso al apartamento y encontré a Bárbara, digo, Cristine, esperándome en la queen size, con nada más que su cabello suelto y un negligé de seda negra que translucía las maravillas de su cuerpo caribeño; me clavaba la mirada invitándome a sus brazos, mientras se revolcaba lentamente sobre el edredón, dejando entrever sus pezones sonrosados, su piel clara, elástica, inmaculada, y una depilación egipcia, perfecta.

Tragué saliva y me concentré en la gravedad de la situación: la salud mental de Cristine, su hijita abandonada, el sufrimiento de su devoto esposo y mi corazón partío. Recordé que una vez fui un comando con voluntad de hierro y que siempre me inspiraron las causas nobles… Hice un esfuerzo tremendo para poner los pies sobre la tierra y deshacerme de Cristine y de su recuerdo, y, muy resuelto, me dije a mí mismo: «Después de todo lo que debe de haber sufrido el pobre Luchito, creo que puede esperar hasta mañana…»

Ginonzski.

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