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La fiesta inolvidable… ¡Sicut bubulae saporem…!

«Si no te ha sorprendido nada extraño durante el día, es que no ha habido día…»—John Archibald Wheeler

Cuando Javiva tocó a mi puerta eran cerca de las tres de la madrugada de un domingo de relax, después de un sábado negro; esos sábados de trabajo duro, que parecen un lunes y medio. Yo estaba durmiendo tan cansado, que hasta estaba soñando que estaba cansado.

Apenas abrí la puerta, Javiva —guapa vecina cubana de origen judío— se me colgó del cuello rogándome que la dejara dormir en mi departamento por esa noche.

Javiva —«Javy»— era flaca y huesuda, pero aun así atractiva. Es más, yo nunca había conocido un esqueleto tan atractivo, pues Javiva tenía sus poquitos de carne justo donde tenía que tenerlos y observarla tomando el sol en bikini —al borde de la piscina del condominio— era un hecho estético y perturbador, como si la estuvieras viendo en un cuadro de McGinnis, pálida, con la cabellera roja.  Su pijama miamense (shorts verde nilo, suaves, sueltos, con top lila de tela casi transparente) dejaba, más que ver, adivinar su sensual contenido; aun así, mi sueño era tal que solo atiné a decirle que era bienvenida, que se acomodara como mejor pudiera.

Mi efficiency solo cuenta con cuatro muebles: una cama queen, un velador, una mesa-escritorio y dos sillas de palo, por lo que Javy se echó a mi lado —en la queen— poniendo su cabeza sobre mi pecho, a falta de una almohada adicional. «Ay Javy, mal momento escogiste para cumplir mis deseos; estoy tan cansado que solo puedo ofrecerte un abrazo» le dije, abrazándola, dándole un beso más bien lánguido y quedándome dormido en el acto, es decir, en ese mismo momento, porque «acto» no hubo, pues luego de diez horas cargando piezas mecánicas en un almacén automotríz, ni aunque se me presentara la Kardashian…

Horas más tarde desperté justo un segundo antes de caerme de la cama, como para no perderme ni un poquito el dolor del golpe que terminó de joderme el hombro izquierdo. Javi había acaparado las sábanas y por debajo de ellas estiró su pierna, empujándome al vacío. Parece que también había estado estirando sus brazos, porque me dolía un ojo y me ardía una oreja.

Luego de solazarme observando a Javy por breves segundos —su pijama se había corrido, descubriendo sus escultóricos senos de atleta— la desperté con un desayuno americano, a lo Dexter, y me contó que a su departamento había entrado un ratón y los nervios no la dejaban dormir. Lo sentía comerse las frutas y verduras que ella sacaba de la nevera una noche antes para que no estén muy frías en la mañana. Las trampas con queso no funcionaban, porque los ratones de Miami son veganos (según ella) y no les interesan para nada los lácteos.

Javiva me convenció —ofreciéndome su cielo judío y un poquito más— de ayudarla a cazar al bendito ratón, cosa que no solo me daba asco, sino también un poco de pena. Su «depa» era un efficiency igual al mío, pero mucho mejor amoblado, por lo cual sudé la gota gorda moviendo muebles, enseres y una cantidad increíble de zapatos y carteras, mientras Javiva preparaba un pastel (torta de cumpleaños) para su ahijado Ashir, el hijo de siete años de nuestra amiga Sara, a cuya fiesta habíamos sido invitados.

Luego de medio día de búsqueda infructuosa y dos litros de pink limonade con mucho hielo, decidimos posponer la cacería para el regreso, y, después de ducharnos y acicalarnos, nos subimos a mi viejo Volvo y emprendimos la marcha hacia Hallandale Beach. Cansado, maltrecho, golpeado y frustrado, por no haber encontrado al ratoncito, llegué a la fiesta de Ashir, con el pastel —aún caliente— en la mano y Javiva, muy bien «producida», en el brazo. La casa de Sara —esposa de un neonatólogo— era espléndida y estaba llena de invitados, muchos de ellos judíos, que vestían muy elegantes. Yo me hacía la idea de que estaba filmando Californication, porque solo tenía mis pantalones vaqueros, mi camisa negra de bartender y mis Sperrys top-sider color rata, por lo cual preferí alejarme hacia la terraza y recibir la brisa del mar mientras miraba los —para mí— inalcanzables yates y disfrutaba de un rico mojito de maracuyá y un More mentolado.

Luego de cantar el happy birthday y un par de canciones igual de estúpidas, partieron la torta y el antipático de Ashir empezó a hacer berrinche porque él quería el trozo de pastel que tenía un guindón (ciruela pasa) y ya se lo habían dado a su primo Huguito, el gordo, que no quería soltarlo. Luego de muchos ruegos y ofrecimientos de chocolates y dulces, Huguito aceptó darle el trozo de pastel al homenajeado Ashir, quien terminó con la pataleta y se engulló de un solo golpe el pastel, con guindón incluído.—Le hubieras puesto más guindones —le dije a Javy— y nos hubiéramos evitado tanto merequetengue. —Pero si yo no le he puesto ni un solo guindón…En ese momento, escuchamos al odioso de Ashir llorando y gritándole a su mamá:—¡NO ME GUSTA ESTE COCHINO PASTEEEEL…!—Pero por qué hijito —dijo Sara, contemplativa—,¿qué es lo que ocurre ahora? —¡SABE A CARNEEE… BUAAHJJJJ..! Y comprendimos que nuestra búsqueda había terminado.

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Muela

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