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la bola

después fuimos felices durante algún tiempo. No me voy a poner a discutir si de verdad felices, ni sacaré toda esa monserga de la relatividad de los afectos y el concepto de plenitud. FUIMOS FELICES, así, en mayúsculas: disfrutando de las caricias, la buena suerte y los defectos de carácter. Un ejemplo, yo dejaba la toalla mojada encima de su ropa limpia y ella se reía. Adoptamos un cachorro feísimo y le pusimos Desastre: cuestión de arquetipos, del esnobismo de la felicidad y esas cosas.

Lo sacábamos a mear por las tardes a los bajos del edificio y todos los perros de todos los vecinos nos parecían estúpidos. Nos pusimos nombrecitos íntimos, ridículamente tiernos, de esos que les dan envidia y pena ajena a los amigos. Nos contamos las historias tristes de nuestras vidas y de pronto caímos en la cuenta de que habíamos creído amar a una sarta de retardados a los que nos daba vergüenza llamar por su nombre. Los atardeceres eran más bellos, los vicios también.

Ella descubrió un día que la tierra era redonda porque los océanos no se desbordan en el horizonte y me lo dijo. Estaba seria. Siguió seria por unos cuantos días. Así, hasta que soltó aquello de que uno no debería desbordarse, que uno no es esférico como este planeta y puede acabar gastado. Porque la vida es plana y corta y el horizonte queda muy cerca. «Lo mejor», dijo, «es tener varios, y así no se corre el riesgo de perderlo todo en un solo abismo.»

Yo hice como que entendía, y le seguí el juego, como tantos otros en que cualquiera se mete a hablar mierdas y a arreglar el mundo cuando está enamorado.

Pero no me di cuenta de un detalle importante: mi amorcito, mi cosita linda había decidido ser consecuente. Me lo dijo con la cara que uno pone cuando está satisfecho, autosuficiente y seguro de algo que hasta ese instante no le había sido dado comprender.

Aterrorizado por tanta sabiduría contemplé el desmoronamiento y gradual oscurecimiento de mi horizonte. La vi sonreírme condescendiente, darme palmaditas en el hombro, disentir de nuestras opiniones comunes. Y así, entre almuerzos, sexo y conversaciones pospandriales, se fue alejando amable, esotérica y paciente, en busca de la delgada línea divisoria de su propia redondez terrenal.

 

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