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La antena maldita de Kendall Lakes

Venía manejando por la Kendall Drive, camino a mi estudio, y se me ocurrió doblar por la avenida Almirante Miguel Grau (SW 137th avenue) y saludar, como siempre, al busto del Caballero de los mares, cuando de pronto, en una de las calles que la atraviesan, vi a mi ex vecino, Raúl Ciacalitto , parado en mitad de la pista, frente a su casa, mirando hacia el cielo, sin importarle los autos que pasaban rozándolo.
Raúl »el Chacal», como rezaban los antiguos afiches de su época de boxeador, era un mexicano de Tamaulipas, guapo electoral (guardaespaldas de candidatos) que había partido a unas cortas vacaciones en su tierra y al regresar se encontró con una antena gigante de telefonía celular, en un terreno vecino, justo a la espalda de su casa.
El Chacal estaba indignado, vociferaba a todo pulmón, pateando y golpeando con sus puños cuanto letrero o tacho de basura se le cruzaba en el camino.
Estacioné mi viejo Volvo en su jardín y bajé a tratar de calmarlo, pero fue en vano. Me dijo que las radiaciones malsanas de la antena le arruinarían la salud o lo volverían loco. Me tuve que marchar pronto pues el Chacal, entre asustado y molesto, no estaba para bromas.

Desde esa tarde, la vida retirada del Chacal cambió para siempre. Iba de puerta en puerta, cual testigo de Jehová, tratando de conseguir firmas para llevar al cabildo, pero los vecinos estaban más que felices con el parque de juegos para niños que la compañía telefónica había construido, en agradecimiento a quienes le permitieron instalar la antena.

Los días pasaban y el Chacal -tal como pronosticó- empezaba a sentirse extraño: le dio por tocar en el piano temas de Vivaldi y popurrís de Clayderman; cambió sus tangos de Gardel y sus rancheras de Vicente Fernández por temas de Miguel Bosé y de Locomía; sus discos Santana Abraxas, Vértigo y Black Sabath fueron canjeados por los de Village People, el Dragostea din tei de O-Zone y el último de Conchita Wurst. Aprendió a pintar acuarelas naíf y cuadros decorativos al óleo con florecitas multicolores, duendecitos, gnomos y hadas madrinas. Y no se daba cuenta de su metamorfosis, solo se quejaba de sus problemas físicos de salud.

Me llamó para contarme que sentía mareos y de noche vomitaba y »¿Qué te parece si vienes para conversar, pero olvidamos las Corona y nos tomamos un tesito con leche y unas madeleines, a las five o’clock?»…
Cuando llegué a su chalet, extrañé su gimnasio de boxeo y me sorprendió encontrar colchonetas de yoga y mesas de Pilates, en coquetones colores pastel, y en las perchas, donde solían colgar karateguis y trajes de lucha, pendían enterizos y mallas amarillo limón y fucsia.
El Chacal me recibió en un albornoz rosa con sus iniciales bordadas en turquesa al lado de la solapa y me ofreció asiento en una silla Luis XV de terciopelo rojo, al lado de una mesita Imperio con un juego de té, de porcelana inglesa, que parecía de esos con los que jugaban mis hermanitas en la niñez; en el sofá adjunto se veía un tejido lila a medio hacer, con su croché ensartado.

El Chacal me contaba con entusiasmo cómo había cambiado sus clases de kickboxing por lecciones de Zumba. Me contaba también que ya no tenía dolores de cabeza, pero en cambio cada vez tenía más jaquecas y migrañas (¿?), que se acentuaban cuando regresaba de sus trámites con el municipio y la empresa telefónica, de donde lo habían botado ya varias veces y hasta había sufrido un arresto de veinticuatro horas en la comisaría de Hammocks, por subversivo.

Esa tarde, el Chacal no paraba de hablar, con las piernas cruzadas a lo Carolina Herrera, moviendo las manos como Walter Mercado, y yo me sentía totalmente extraño de ver a semejante ex hombrón, más delgado y ‘afinado’, con cejas depiladas a lo Megan Fox; además, sentía cierto pesar al ver que en sus paredes ya no estaban los afiches de Selena ni de Sofía Loren ni de la Kardasian, y en cambio se apreciaban las fotos de Ricky Martin, Chayanne y Shaquille O’Neal. Por ratos se agarraba la cabeza con las manos y gritaba con extraños chillidos de murciélago; felizmente llegó el negro Rubén, su masajista, quien logró tranquilizarlo, y pude despedirme y salir a tomar aire, meterme a mi viejo Volvo y partir hacia mi casa.

No sé cómo logré zafarme de casi todas las invitaciones del Chacal a diferentes eventos del tipo »venta de tupperware», lonches de caridad y hasta del cumpleaños de su nueva mascota, un perrito chihuahueño de muy malas pulgas llamado »Callito», pero siempre que me llamaba me hablaba no menos de media hora de sus problemas con la pinche antena: cada vez estaba más flaco, tenía ataques de histeria y ‘¡horror!’ estaba perdiendo el pelo.
Nadie le hacía caso al Chacal, se cansó de pelear y suplicar. Más podía el poder económico, lo cual comprobaba día a día al mirar hacia el cielo y ver que la maldita antena, cual dinosaurio de Monterroso, todavía estaba allí.

Cada vez que salía a correr por el parque, me ganaba la nostalgia al no ver al Chacal o peor aun, al recordarlo corriendo, las últimas veces, vestido con shorts o chandales de colores estrambóticos.
Me sentí culpable  de no contestarle el teléfono cuando, meses después, una amiga común me avisó que el Chacal había fallecido de un paro cardiaco en medio de uno de sus ataques bipolares: se puso la mano sobre el corazón y exclamó »¡MALDITA PINCHE ANTENA!»; y exhaló.
Un grupo de señoras de la Cofradía de la Virgen de la Caridad del Cobre lo veló en el gimnasio de su casa -la del Chacal- y justo cuando salíamos hacia el cementerio, siguiendo al cortejo fúnebre, nos cruzamos con un camión de la compañía telefónica, cuyos técnicos -según nos dijeron- venían recién (por primera vez) a conectar la antena…

Ginonzski.

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