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Juan Duizeide, Diógenes del agua

a Juan B. Duizeide y Fabiana Di Luca

En la amarra isleña Hugo del Carril hay un solo empleado. El hombre está pegado al celular, como si allí encontrara el sentido y la respuesta al aburrimiento que le propina el trabajo en el río. Cuando alcanzo el pasillo que desciende a las amarras, me pregunta si espero a alguien. Le digo Duizeide. No le suena: apenas mueve la cabeza. En el Delta reina el anonimato agreste.

El sol golpea la rivera y las sombras de los árboles abundan: en el espejo móvil serpentean culebras líquidas.

Un hombre alto y decidido sube por el pasillo de cemento. Juan Duizeide vive desde hace dos años en el Delta.

Mi primer paso responde a un temeroso movimiento que me deja en la lancha. El vehículo se mueve como si obedeciera a un nerviosismo incómodo. Para tranquilizarme, Juan explica que la inestabilidad es grande al principio y que después cambia.

Enciende el motor. El rugido aumenta la rara inestabilidad. Me siento en la segunda fila. Juan, ducho, controla, como Virgilio, el periplo. Al pasar por debajo del puente, veo unas letras fluorescentes que reclaman amarras gratuitas para los isleños. Juan había anticipado en los pocos metros que cada vez queda menos espacio público.

No hay razón para que piense en Basho y en los múltiples haikus hechos de tristeza y tiempo. Quizás sea por el breve viaje que emprendemos en el río de Heráclito. Todos los ríos son de Heráclito. El Tigre es un fuego que juega a los dados.

Juan me cuenta que a trescientos metros de su hogar está la mítica vivienda de Haroldo Conti. Aunque no es la tierra de Quiroga, dice, la naturaleza avanza y destruye lo construido por los humanos. Después de sucesivos reparos se ha podido mantener en pie.

Juan estaciona, apacible, la lancha. Con un fondo largo y espacioso, la «Luna llena» cuenta con ventanales amplios y luminosos. Estantes tupidos de libros guardan la memoria de Melville, Conti, Arlt, escritores viajeros y marinos, novelistas del agua y del futuro.

Sentados en un banco que respira pegado al agua marrón, Juan me dice que hay un prejuicio entre los críticos. En una contratapa de Sudeste, de Conti, el editor sostiene que el conocimiento práctico del personaje es un mero saber físico. Esta idea contiene un error, dice, un prejuicio, como si el ejercicio y la vida en la lancha fueran solo una repetición de actos mecánicos o de acciones que se repiten sin razón. El saber físico disocia a la vida práctica del pensamiento. Y no creo que esto sea así bajo ningún punto de vista. Cuando alguien se entrena en la navegación pone en escena un conjunto de ideas sobre el movimiento del agua, el desplazamiento del viento y otras cosas.

En esta percepción de Juan Duizeide se cifra una filosofía. Él mismo ha estudiado Marina en el Liceo de Marina de La Plata. Y su vida surge del cruce de un conjunto de saberes en el que se mezclan las habilidades prácticas y la intelección del mar, el conocimiento de las mareas, del agitar ululante del viento, de las ficciones de Stevenson, Conti  y Hugo Foguet.

Voces lejanas y sonoras alteraciones en el agua evidencian que alguien se acerca. Pronto entran Fabiana Di Luca, artista visual y compañera de Juan, unos alumnos. Juan y Fabiana dictan talleres públicos en la casa de Haroldo Conti. La labor no es solo un trabajo artesanal con la imagen y la palabra sino una especie de operación continua de rescate del pasado artístico. Juan y Fabiana miran y hacen todo como si inventaran continuamente un cauce idéntico al río, una vía paralela compuesta por historias y documentos. Desde que he llegado a “Luna llena” siento que los árboles altos, el agua marrón y el barro despierto están hechos de pasado y ficción.

Juan se mueve en la zona como un pez cimarrón. Su existencia errante y silenciosa está moldeada por el agua. Como si fuera el sucesor de un marino trump, no se imagina una vida sin agua. Ya no puede vivir en una ciudad. En todo caso, su urbe es líquida y horizontal.

Antes del almuerzo me cuenta su iniciación. Educado en un colegio militar, en su discurso se cuelan formulaciones marxistas y percepciones políticas claras. Juan se emociona nuevamente al narrar la peripecia de un tío bohemio en un naufragio imposible, utópico. «Mi entrada al liceo fue un error», dice, sentencioso. «Pero allí leíamos en el 80 los cuentos de Borges intercalando clases de lógica, literatura e historia. Eran clases brillantes. Por supuesto, la biblioteca incluía unos pocos autores prohibidos y no tenía ningún autor desaparecido.»

Entre la ensalada multicolor y las milanesas, se instala una conversación sobre el ambiente político de La Plata. El Delta es el terreno propicio para las revisiones y las exposiciones sobre el costado progresista y conservador de esa ciudad geométrica y planificada. Paula, Laura y Nahuel recuerdan historias cargadas de insomnio y futuro. Nahuel expone, sin ceremonias, los viajes de un amigo que estudiaba náutica y que le tenía miedo al Tigre. Como un personaje de Hooper trasladado a una geografía agreste, el muchacho mentía que estudiaba y lo único que hacía era viajar en tren todos los días y nunca llegaba al colegio. Era un insomne apátrida, un melancólico que escondía en las paredes móviles su verdad. Imagino un joven solitario, que no conoce a nadie, que siente el horror del agua como una cicatriz imperfecta y que encuentra en el murmullo monótono su calvario. El movimiento del agua le sugiere un método para claudicar.

Juan Duizeide me guía hasta la casa de Conti. Caminamos por el borde del río, el abismo de barro. Cada tanto, pasan botes y el leve rumor insiste en la atmósfera apacible. Juan busca las llaves en la casilla de entrada y luego me explica cuáles son las pertenencias que quedan del escritor. Hay una curiosa identificación entre Juan y Conti. Es como si Juan fuera Conti y tuviera en su memoria la miríada de detalles que esconde ese aleph del Tigre. Pienso que la zona está poblada de rincones con tiempos paralelos. Cada rincón es como los espejos de La dama de cristal y cada astilla está atravesada por el pasado.

La evocación de la figura del tío pendenciero y bohemio ocupa una fracción de la tarde. Para Juan, ese marinero irreverente, fue el inventor del agua. Aunque me dice que el navegante vagabundo ya no existe, creo que Juan es un cínico griego y navegante, un Diógenes del mar, alguien que no puede quedarse en un único lugar.

Al regreso de la casa de Conti, veo los libros que confeccionan con Fabiana. Son objetos artísticos, cosidos a mano, exquisitas piezas de museo. Contienen dibujos de niños y poemas compuestos en los talleres. Lejos del estilo naif, las páginas acumulan mínimos tesoros.

Fabiana me enseña un libro de fotos sobre el Tigre. Juan ha seleccionado textos de diversos autores que acompañan las imágenes. En una foto, una puerta caída tapa el suelo estrellado de esquirlas. Las paredes del cuarto mudo guardan cicatrices del pasado. La abertura es escuálida y la luz que corta el encuadre simula un orificio incierto hacia el vacío. El espectador no puede discernir cuál es el interior y cuál es el exterior. La clave de la foto es la ambigüedad.

Mates, bollos dulces, música en un celular. La tarde indiferente y anónima cae, sempiterna, sobre el agua marrón. Esta es la mejor hora, dice Fabiana, y una sonrisa tenue se mueve en su cara.

Con el sol que se pierde en el horizonte aguerrido y forestal, las siluetas agrandan la oscuridad y se desplazan como fantasmas en movimiento.

Tras un silencio que expresa el agrado, me despido de Juan. Luego él se pierde en otro silencio.

Experta, Fabiana tira de la soga y enciende el motor. El rugido sordo promueve el agitar del río.

Los leves desplazamientos inútiles del agua anuncian la sombra futura de la partida.

 

 

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