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Joanna Reina y Látex

Portada Medicos(4)El zurdo Alfredo. Jugaba fútbol con la cabeza de los mamahuevos que decapitaba. Jugaba fútbol y metía tres goles. La alimaña metida de repente en un lío con. Por un asunto. Por dos asuntos. Por tres. Decidido permanentemente a restearse. A caerse sin importar cuándo ni con quién. Lástima que en el momento de, exactamente ese día en que era justo y necesario, soltó la subametralladora e interrumpió una jornada de sanación carcelaria implorando perdón en los labios de su boca pecadora. Inmediatamente los evangélicos comenzaron a cantar y aplaudir, a bautizarle y renovarle, mientras su compinche Cabilla no hallaba qué hacer para justificarse con una treinta y ocho entre las manos y conseguir una tregua ahora que el zurdo Alfredo miraba con los ojos hundidos en el Nuevo Testamento.

El zurdo Alfredo sabía que pronto sería pastor. La alimaña convertida de repente en crucifijo. Regenerada, olfateada y elegida por Dios para esparcir su simiente. Todo a punta de un coraje convertido ahora en palabra sanadora y respeto. Versículo del Cantar de los cantares para las visitas femeninas que antaño vulneraba a punta de placer o de pistola. Cristo te ama en la punta de los labios para cada vecino que anteriormente había sido fundido en su honor y ahora era guiado rumbo a los cielos por la fuerza misericorde y divina que había destruido tanta joyería y banquero. El mismo que cuando encontraba algún amigo en dificultades sencillamente decía qué y luego se llevaba la mano siniestra al bolsillo más cercano para darle cuanto tenía. Ahora era un santo.

Cuando salió de la cárcel —la mitad de la pena le fue conmutada por buena conducta— el zurdo Alfredo se casó con Joanna, la hija predilecta de un pastor que tampoco era diestro y lo quería. El zurdo Alfredo en cambio la amaba. Le deseaba buenas noches y, en las mañanas, jugo de naranja en mesa plegable, le musitaba buenos días. Así tuvieron tres hijos y los cinco idiotas iban al culto y escuchaban al pastor —el zurdo Alfredo se escuchaba a sí mismo y no lo creía— recitar de memoria todos los versículos, tanto amor a Dios, tamaño arrepentimiento. Ya hasta sus cicatrices habían desaparecido. Las manchas de su rostro. Nunca nadie se había impuesto en la iglesia con tanta fuerza, tanto dinamismo. Hasta el punto de que lo nombraron Secretario General de. Y pudo haber llegado a Presidente. Emperador de los huesos y tendones cristianos de todo el mundo. Pero Joanna se cansó de que nunca se la cogiera y comenzó a tirar con los vecinos.

Fue tanta la leche que corrió por esos labios y la forma tan descarada en que esa leche llegó dispuesta a inundar su mano que el zurdo Alfredo tuvo que tomar una decisión. No lo meditó ni lo pensó dos veces, es cierto. Igual lo dispuso todo. El sobre en la olla luego de ser rigurosamente discriminado. Los calabacines. La zanahoria en trocitos, la esencia de. El cumpleaños evangélico como música de fondo para mitigar la discordia, la mesa plegable, la vajilla que les regalaron cuando. Un toma mi amor en medio del patio donde Joanna regaba las margaritas sembradas por el amante de turno. La mirada vigilante de que engullera hasta la última gota.

—¿Podríamos rezar un Ave María?

—¿Estás loco, Alfredo? Somos cristianos evangélicos.

Con un revólver en el pecho, pedazo de puta:

—De todas maneras te la acabas de tomar en la sopa de letras.

Con Joanna muerta, cambiaron las cosas, pero no mucho. Dejar de ser evangélico y meterse a testigo de Jehová fue lo que mas le dolió. Todo porque el zurdo Alfredo no quería ir a la cárcel y el anciano pastor pretendía que sus huesos se pudrieran en ella de tanta denuncia que hacía en la comisaría. Nunca dejó de ser zurdo, no podía. Pero ya no se llamaba Alfredo. Contactó con un antiguo amigo que vivía en. Y a los dos meses ya habían fundado un salón del reino. Paralelamente comenzó a traficar drogas. En la Biblia del hermano Izquierdo había de todo. Pero nunca les vendía material a los hermanos testigos. Ni que estuviesen enganchados y llorando por la abstinencia. Ni que se lo pidieran con un revólver o una navaja a punto de ser clavada en su pecho. Una cosa era Watch Tower y otra el negocio. No importaba que usara la Biblia para ocultar la sustancia. Y los paquetes de Atalaya. Y los de Despertad.

En una reunión de servicio, conoció a Yamaha y le prometió matrimonio. Ella estaba sentada en la primera fila y oraba sin mover los labios. Pero sólo quería tirar y el hermano Izquierdo no estaba dispuesto a que el fantasma de Joanna lo noqueara nuevamente. Además, Yamaha era morena y gordita. Sumamente proporcionada aunque los zapatos que usaba no eran de ella sino de una tienda que se los prestaba para que los modelara.

Hermosa Yamaha. Calidita. Una nube de vapor flotaba impenitentemente a cinco centímetros de sus rodillas. Cuando el hermano Izquierdo la arrinconó mientras limpiaban el salón del reino, supo que nunca vería otro culo tan bien hecho. Mucho menos debajo de una pantaleta con versículos bíblicos y después de casi una hora prometiendo que no le diría a nadie lo que hicieran.

Yamaha se refería a la posibilidad de que el hermano Izquierdo divulgara lo buen polvo que era y, aunque él no se atrevió a jurar con su mano izquierda sobre una Atalaya, sí lo hizo con la derecha y a los treinta segundos Yamaha estaba desnuda y lloraba porque el hermano Izquierdo le había propuesto golpearla. Él creyó que la había ofendido y estaba a punto de pedir perdón cuando escuchó claramente las palabras que brotaban burbujeantes por la boca de Yamaha y notó que ella apenas susurraba, que entre lágrimas sus labios musitaban, quién te lo dijo, quién te lo dijo.

El hermano Izquierdo siguió saliendo con Yamaha, pero ya no hablaba de matrimonio. Quizás fue por eso que Yamaha se arrechó y, en una reunión pública, exactamente después que el hermano Izquierdo pronunciase un discurso sobre el Armagedón, subió a la pequeña tarima y desde allí comenzó a gritar que el hermano Izquierdo la golpeaba, que cuando le hacía el amor la golpeaba.

Mientras huía —maldiciones, silletazos y por lo menos cincuenta labios gritando sádico, sádico— lamentó haber olvidado la Biblia sobre el púlpito, la Biblia repleta, pero mucho más no ser ya ni siquiera uno de los ciento cuarenta y cuatro mil que se salvarían cuando. El único consuelo que le quedaba era volver a ser el zurdo Alfredo, no importaba que tuviera que explicárselo a una parte de su antigua clientela, ya no como el jíbaro proveedor de la hierba para condimentar los pastelitos, sino como un miembro más, sencillamente un miembro más de una oenege ecologista.

Era jodido. Era terriblemente jodido dejarse crecer el cabello, no afeitarse, no usar desodorante ni pasta dental aunque sí arcilla. Pero tenía la ventaja, la inmensa ventaja de que en medio de cualquier parrafada naturista podía intercalar uno que otro versículo con una posibilidad de interpretación obviamente mucho menos restringida.

Además, carajitas había, sobraban, no importaba que no usasen desodorante, que se dejaran crecer el pelo de las axilas o que, en lugar de las nunca tan bien ponderadas blusitas pentecostales, sólo llevasen franelas estampadas con el rostro del Che o la silueta del cannabis.

Mala se volvió a poner la cosa cuando empezó a salir con Mónica y en un rincón de la carpa ella le dijo que una vez había salido embarazada y que, bajo la acusación más obvia, el novio la había invitado a hacer montañismo, solamente para empujarla desde el pico más alto y que ella despertara a los tres días en una sala de terapia intensiva.

La mala leche del zurdo quiso que ese día la leche se le escapara y, a los treinta días, Mónica ya estaba visitándole con la lloradera de siempre. Se desentendió, claro que se desentendió y, aunque él nunca la invitó a hacer montañismo, ella le ahorró la molestia, emprendió sola el camino y nunca despertó en una sala de terapia intensiva, sino que la encontraron destrozada junto a las mismas piedras de antaño, que esta vez se habían negado a consumar el aborto.

Tan fuerte era el olor de marihuana que se respiraba en la carpa que nadie se enteró de nada. Pero igual el zurdo Alfredo decidió abandonarlos. Se juró a si mismo no volver a cogerse a mujer alguna y en el mismo momento en que lo hacía se dio cuenta de que, asumido el celibato, ahora sí podía ser sacerdote católico.

Que el zurdo Alfredo decidiera hacerse sacerdote era una cosa; que lo aceptaran otra. Y no lo aceptaron. Por la facha. Por una que otra cicatriz que todavía no había desaparecido. Por las manos gruesísimas y repletas de callos. Los curas no se comieron la coba de los documentos perdidos. Mucho menos la amnesia o la ausencia absoluta de curriculum a los cuarenta años. Pero le dieron una alternativa y lo mandaron con una recomendación preciosa al local donde se reunía la Renovación Carismática.

Ellos lo colocaron en el Ministerio de Música y en el de Vigilancia. En el último porque de alguna forma había que justificar que el zurdo Alfredo se quedara a dormir todas las noches en el local y porque apenas una mirada de sus ojos insomnes acabó con el fastidio de una pandilla que los azotaba desde hacía cinco años.

El zurdo Alfredo de nuevo. Ahora tenía don de lengua, de discernimiento y de sanación. El Señor parecía haberse colocado nuevamente en el norte de su camino y el zurdo le hacía caso. Hasta el punto de que no se cogía a ninguna de las compañeras ministras, ni siquiera en aquellas ocasiones en que compartía con ellas su cama de los retiros. Nada pasó con Sandra ni con Carolina. Mucho menos con Esther o Juliana. Sencillamente el zurdo Alfredo esta vez no estaba dispuesto a arruinar su equilibrio, que se le antojaba tan precario.

Pero el equilibrio tampoco estaba dispuesto a que el zurdo Alfredo se quedara anclado en él para siempre y el coordinador del grupo, quien por casualidad se había enterado de sus antecedentes criminales, en lugar de estimularlo para que se salvara, para que se terminara de salvar, le contó sus intenciones de asesinar al Arzobispo con motivo de unas declaraciones que éste había formulado en contra de la Renovación.

Sus aspiraciones le parecieron legítimas al zurdo Alfredo, pero no por eso se atrevió a suministrar la infraestructura necesaria ni a denunciarlo ni a nada. Simplemente decidió esperar, salirse poco a poco del grupo, olvidar para siempre aquellas veleidades bíblicas que de puro miedo se le habían antojado verdaderas y, en la primera ocasión que se le presentara, volver de una puñetera vez a la cárcel.

Para lograrlo, sólo tuvo que pasar con la misma Biblia de siempre por la comisaría de la esquina. Y lo logró. Claro que primero tuvo que simular que se le caían los evangelios y con ellos las cebollitas de perico y los trocitos de hachís y de marihuana.

Sorprendidos quedaron los policías al ver que una Biblia podía significar tanto, pero mucho más cuando la computadora dijo que esas huellas dactilares correspondían a quien desde hacía años era solicitado por homicidio, abuso de menores, tráfico de drogas e incitación al suicidio.

La condena fue impuesta de inmediato. O al menos el regreso a la cárcel. En el patio, como siempre, había una pelea y alguien le dio un revólver. Esta vez sí lo usó, su nuevo grupo salió airoso y él volvió a asumir el liderazgo de una forma tan rotunda que hubiera creído que los años fuera de la cárcel se trataban de un sueño si un grupo de evangélicos no visitara la cárcel diariamente. El pastor era Cabilla y su asistente la hermana de Joanna.

(Del libro Médicos taxistas, escritores – Sudaquia Editores 2014)

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