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¡Hoy es viernes sangriento!

«Una luz reflejada, la modelo mirando a la nada
hoy es viernes sangriento, allí pronto habrá movimiento…»
—Frágil

Era un viernes sangriento en Miami, es decir, cuando toda la borregada sale hacia las discotecas o hacia las playas de Miami Beach a divertirse y a buscar aventuras que a veces terminan en alguna unidad de cuidados intensivos. Todos, menos un trabajador ilegal como yo, que es cuando más trabajo tengo, de esos que nadie quiere hacer, para alguna de las empresas semi-legales que se atreven a aceptar mis documentos truchos. Además, era un fin de semana largo, pues el lunes sería el Memorial Day, día en el cual se recuerda a todos los soldados caídos defendiendo a la patria. Yo fui soldado, defendí a mi patria y estaba caído, pero no calificaba para que se me recuerde, por ser extranjero, inmigrante ilegal y estar aún vivo.

Una gripe tremenda, de esas asiáticas, me había dejado fuera del trabajo y no había podido ir a cobrar mi sueldo; tuve que pedir por teléfono que me envíen mis cheques por correo. El servicio postal es una de las entidades más eficientes de Miami —y de todo USA— por cuya vía te llegan hasta los más importantes documentos, como la licencia de conducir, los pasaportes y la Green Card, así que amanecí confiado en que mis tres cheques, de sendos trabajos eventuales, llegarían a mí indefectiblemente. Pero la mala suerte existe y suele perseguirme. Tres veces salí, con fiebre, bajo la lluvia, a revisar la casilla de correo y las tres veces regresé con las manos vacías. Llamé a la empresa contratista y me confirmaron el envío de los tres cheques a mi dirección. No me quedó más remedio que acostarme a dormir en mi queen size, previo té caliente con limón, pues ni para pastillas me quedaba.

Al día siguiente salió un tremendo Sol, pero yo seguía mal y tampoco llegaron los cheques. Mi nevera solo contenía un six pack de CocaCola Zero, un poco de mantequilla, mostaza y ketchup. Una caja de galletas de soda «de exportación» sobre la nevera, me hizo recordar la historia de Mehran Karimi Nasseri, el refugiado iraní que se vio obligado a vivir durante años en el Terminal de salidas del aeropuerto de París, a causa de un problema administrativo con su visa, y recordé más a Tom Hank, retratando el caso en su película La Terminal, cuando perdió sus pertenencias y tuvo que alimentarse de galletas y refrescos durante días, como tendría que hacer yo, a falta de cheques. Ni modo, ese sería mi fiambre, pues hasta el Nescafé se había agotado.

Como Víctor Navorski —el personaje de Hanks— empecé a untar las galletas con un mínimo de mantequilla —para que me durara— esperando que llegara una Amelia Warren (Catherine Zeta-Jones) a la hora del almuerzo y me trajera aunque sea una cajita feliz del McDonald’s, con su café malo, pero caliente y, no importa, sin muñequito.

Ni Catherine Z ni nada: llamé a mis amigas y todas andaban fuera de Miami, por trabajo o por placer, todo el fin de semana. Dejé mis dos sobres de Earl Grey Tea y el limón y medio para las noches que me quedaban y me puse a saborear las galletas —rancias, pero de exportación— con su respectivo trago de CocaCola Zero, tratando de pensar que se trataba de un delicioso sándwich de chicharrón con camote frito y cebolla, en compañía de un buen café con leche. Ni utilizando el Método Silva de control mental pude dejar de sentir el sabor a yeso de las galletas ni el burbujeante amargor del aspartame edulcorante, ya que el six pack tenía tiempo guardado y además lo había comprado de oferta, a mitad de precio, que es como te venden aquí las cosas cuando ya están por vencer. La autosugestión no funciona, al menos para mí. Tampoco el rezarle a San Guchito ayuda. Me sentía solo y miserable, pero tranquilo, en medio de un silencio zen, ya que todos los vecinos estaban durmiendo, por la resaca.

«Dónde se fueron todos, dónde quedó la bulla? Dónde están las muchachas, dónde cazadores, dónde, dónde están…»

Pasó el viernes sangriento, el sábado febril y el domingo de Gloria (doña Gloria, mi casera, me estuvo jodiendo todo el día con ese triste y ridículo asunto de la renta atrasada). Tres días alternando entre la meditación trascendental y la dieta de Tom Hanks, que ya incluía la mostaza y el ketchup en las galletas rancias, a falta de mantequilla, con un toque gourmet de media cucharadita de mermelada Smucker’s sugar free, que logré raspar del último frasco disponible en mi repisa-alacena.

Desperté la mañana del lunes, Día de los caídos, como un caído más y sin cheque. Amanecí mejor de la gripe y sin el sabor amarguete de las pastillas antigripales, ya que no tuve dinero para comprarlas y, además, el sabor trasnochado de las galletas rancias de exportación y de las CocaColas pasadas y sin gas, era más fuerte, incluso, que el de la pasta dental, cuyo tubo tuve que apretar con el talón para que saliera el último resquicio, que me quitó a medias —con ayuda de las cáscaras exprimidas del limón— el aliento de dragón.

Pensé que quizás visitando a alguno de mis conocidos pudiera acceder a un modesto refrigerio, que no sea galletas rancias de exportación con CocaCola vencida sin gas, pero recordé que varios kilómetros antes de estacionar mi viejo Volvo, se me prendió el foco, ese de la gasolina, y solo me quedaba combustible para llegar a la gasolinera y no podía hacer el trayecto en ómnibus, porque cerca de mi casa no pasaba ninguno y a pie era imposible, pues justo me había mudado bien lejos, para que nadie me joda, y entre el sol infernal de Miami y sus lluvias torrenciales, lo más probable era que, en vez de conseguir de gorra un almuerzo decente, pescara una pulmonía o me partiera un rayo.

En un empate sorprendente, me quedaba medio paquete de galletas de soda, rancias de exportación, y media lata de CocaCola Zero, vencida y sin gas, las cuales preferí guardar para la cena, ya que no es bueno echarse a dormir con el estómago vacío. Me tiré en la cama pensando en mis buenas épocas cuando estuve comiendo en restaurantes de la riquísima Lima o en los hoteles de Hawaii, mirando a las actrices de Bay Watch apenas vestidas con sus bikinis, cuyo recuerdo me sacó del ensueño porque me dio más hambre.

Intenté leer un libro —la vieja me había cortado la internet— pero todos los que tenía a la mano eran más tristes que mis galletas rancias de exportación y mi CocaCola vencida y sin gas. Como no tenía otra salida, decidí releer A Universal History of infamy, (la Historia Universal de la infamia, de Borges, pero en inglés) que había dejado olvidada mi amiga Jacque sobre mi mesa de noche, y, al voltear a buscar ese libro, un reflejo epifánico de los rayos solares sobre el vidrio, me hizo experimentar la dicotomía de sentirme el hombre más cojudo del planeta y a la vez el estar entrando a uno de mis pocos momentos de fortuna: frente a mis ojos, como un gran Aleph, resplandecía un bello frasco de vidrio, de más de un litro de capacidad, esos que en las antiguas boticas te los vendían llenos de dulces, de jaboncitos, de sales para baño y hasta de sal de frutas Eno. El bendito pomo me lo habían regalado hace años mis compañeras de trabajo, por el Día del padre, lleno de condones multicolores, a manera de broma, y, una vez vacío, lo empecé a utilizar para descargar de mi bolsillo las monedas que me daban de cambio cuando pagaba con billetes.

El pomo estaba lleno de zahires, es decir, de monedas brillantes que parecían reírse en mi cara y decirme tras del vidrio «¿Qué has estado esperando, so huevonazo, para ir a comprar algo rico que tragar!»

El pomo siempre estuvo allí, sobre el velador, agazapado, sádico, viéndome sufrir.

Más rápido de lo que se persigna un cura loco, eché las monedas en una bolsa y partí para Shop Rite, un supermercado en donde una máquina te cuenta las monedas que depositas y te da un vale para pagar tus compras o cambiarlo por billetes de dólar; claro, te cobran el ocho por ciento de comisión, no sé si por la contada, la cambiada o de puro abusivos.
Ochenta y tres dólares del alma, más veinticinco centavos, marcaba mi ticket. Separé veinte para gasolina, veinticinco para medio pollo a la brasa con papas fritas, ensalada y picarones, en el Peruvian Tambo Grill, y, con el saldo, compré algunos pocos víveres, cuidando —calculadora en mano— de no pasarme de mi exiguo saldo, incluyendo los impuestos.

Crucé los pasillos tratando de no mirar las galletas de exportación rancias ni las cajas apiladas de CocaCola Zero por vencer, sin gas, en oferta.

Una linda cubana (casi todas son lindas) de inmensos ojos almendra —y otras cositas inmensas— me atendió en la caja registradora, cuya pantalla marcó el monto casi exacto de lo que quedaba disponible en mi billetera de cuero sintético.

—Disculpe, caballero ¿le gustaría donar cinco dólares para apoyar al equipo de básquet del colegio parroquial de la Saint Kevin Church?
—Me encantaría donar mucho más, mi querida amiga, pero resulta que ahora soy un hombre muy pobre, así que se tendrán que conformar con mi apoyo moral, hasta nuevo aviso.
—¿Y antes, fue muy rico?
—No, antes fui pobre a secas, ahora soy muy pobre…

Al regresar a casa, con el estómago lleno y el paladar satisfecho, por la rica cena, me encontré en la puerta con el pelotudo de mi vecino, quien me entregó los sobres, con los cheques dentro, que —dijo— los dejó el cartero por error en su casillero, el viernes sangriento…

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Muela

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