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Fidel Castro y la fiesta de la muerte

Al lanzarse a la calle a festejar la muerte de su chivo expiatorio, el exilio cubano exhibió un fanatismo incompatible con la vocación democrática que afirma defender.


Las fiestas en Miami por la muerte del dirigente cubano Fidel Castro eran un suceso esperado. Se habían ensayado hace aproximadamente un año, cuando se corrió el rumor de que Castro había muerto. Una multitud se lanzó a la calle, igual que ahora.

El escenario de estos estallidos de júbilo siempre es la Calle Ocho, la arteria del Miami cubano, y más específicamente el restaurante Versailles, cuartel general de la oposición anticastrista en el exilio, en el cual además sirven unos excelentes pastelitos y un café que quita el sueño, literalmente.

Hay una tienda en la Pequeña Habana donde se prepararon regalos y souvenirs para la ocasión: por ejemplo, camisetas con la leyenda “Muerto el perro, se acabó la rabia”.

Esa frase, que no deja de contener un ingrediente de vulgaridad, indica que Fidel Castro era el culpable de todos los males que aquejan a la nación cubana. Nuestro chivo expiatorio. La frase también evoca el lema que lanzó el difunto líder del exilio Jorge Mas Canosa hace algunos años: “No Castro, no problem”, en español algo así como “sin Castro, no hay problemas”, con la cual se vuelve a asignar al desaparecido dictador el papel de cabeza de turco.

Pero a veces la realidad no concuerda con las consignas de los luchadores que combaten heroicamente desde el mostrador del Versailles. La dura realidad es que hasta ahora el castrismo ha sobrevivido a Fidel, quien ya no intervenía en las tareas de gobierno, agobiado por sus problemas de salud. Raúl, su hermano, heredó el mando hace 10 años, mantuvo en pie las estructuras gubernamentales, y realizó algunas reformas para salvar a la economía del naufragio. Fue Raúl quien aceptó la rama de olivo que le tendió hace dos años el presidente norteamericano Barack Obama para restablecer las relaciones entre Washington y La Habana. Unas relaciones, por cierto, ahora amenazadas por el presidente electo de los Estados Unidos, el magnate Donald Trump.

Hay otra realidad de la que tampoco se quiere hablar mucho. La revolución cubana –como la mayoría de las revoluciones– se impuso mediante la represión contra los inconformes y el encarcelamiento o la ejecución de los adversarios. No solamente los opositores, sino mucha gente inocente fue también víctima de los desmanes cometidos en la imposición del modelo. Fidel Castro fue el artífice del cambio y el máximo líder de la revolución, y por lo tanto el mayor responsable de la instauración de un régimen policial y los respectivos atropellos. Pero para consolidar su gobierno contó con el apoyo de miles y miles de seguidores que delataron, reprimieron, persiguieron, encarcelaron y eliminaron a desafectos o a sospechosos de desviarse de las reglas del nuevo sistema. Varios de esos seguidores cambiaron después de casaca y hoy se encuentran en Miami o en otros puntos de la geografía del exilio cubano. Quizá algunos hasta participaron en los festejos callejeros por la muerte de Castro, quién sabe.

Los cubanos son un solo pueblo separado por un solo hombre, se decía también a menudo en Miami. Pero el aspecto deteriorado de Fidel en sus últimos años desmentía esa condición de superhombre que le atribuían sus enemigos.

Los fiesteros de Miami, siempre dispuestos a la pachanga, celebraron el fallecimiento de un anciano enfermo que ya no participaba en la conducción del gobierno. No hay gloria ni triunfo en esa rumba macabra por una muerte que ocurrió por causas naturales, no como efecto de una rebelión victoriosa contra Castro que nunca se produjo. Al lanzarse a la calle a festejar la muerte de su chivo expiatorio, el exilio cubano exhibió un fanatismo incompatible con la vocación democrática que afirma defender.

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