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La noche en estado de gracia

Cuando terminó de cenar, Basilio se limpió los labios con el pañuelo blanco, lanzó un suspiro, miró a Simón y luego a McGregor. El primero, un mafioso de bajo perfil; el segundo, un policía corrupto. Preguntó si podía levantarse para ir al baño. Asintieron, mirándolo fijamente. Se paró muy despacio del asiento. Fue por el pasillo. Entró al cuarto de los excusados. Había un mingitorio de unos tres metros. Luz mortecina, blancuzca. Olor a caño. Abrió una de las puertas que daban pie a los cubículos de las tazas de baño. Un día anterior, su compinche del hampa, Carlos Asunción, fue a ese mismo lugar y dejó una pistola escondida en el interior del receptáculo por donde se almecena el agua en el inodoro. El objetivo: siendo las nueve de la noche, Basilio saldría del baño y haría valer el arma, sacando dos plomazos dirigidos a las personas con quienes cenaba.

Imaginó el titular en primera plana de tabloide: “Hombre armado da tiro de gracia a mafioso matón y rufián policía”. Típica sintaxis en diario de nota roja. Dejaría el arma asesina en el suelo, como indicó su colega. Saldría del restaurante El Gallo con paso lento, para no llamar la atención. Luego, escasos minutos sucederían hasta que llegaran los judiciales.

En la fotografía, dos cuerpos extendidos, sangre alrededor de la cara y gesto exánime daban la seña evidente de una ejecución a mansalva. Pie de foto: “En el lugar del crimen, se encontró un pañuelo blanco que, se presume, pudiera ser del homicida”. La primera pista fuerte, que abriría paso a una prueba de ADN que llegara a identificar al agresor. Sumado a lo anterior, los comensales darían fe de los hechos, con relatos cruzados e historias en común.

Basilio aún se disponía a sacar la pistola. En el fondo, estaba aterrado. Jamás había matado a alguien. El encargo lo aceptó porque su amigo, Santi, le pidió de favor que vengara a su padre, recientemente ejecutado por el crimen organizado. Desde luego, prometió una jugosa paga, que le valía el entuerto y las facturas siguientes de su casa ya hipotecada, así como la manutención de progenitor, desde hace meses grave en el hospital.

Sabía que privar de la vida a alguien es cargar con un cuerpo que flota y carcome en el día y la noche. Lo decía su compinche, con extenso kilometraje de ejecuciones a sueldo; sin embargo, necesitaba la bicoca.

Afuera del restaurante, llovía. Algunos truenos herían la ciudad -eran como mazazos que golpeaban la conciencia-, y las empedradas calles dejaban arroyos circunstanciales, que se perdían al descender la avenida. De pronto, cuando menos esperaba un giro de la situación, se oyeron dos balazos. Retumbó, seco, el sonido. Basilio se cimbró en el cubículo, agazapándose. Tras segundos, el silencio quebraba los nervios. Algunos pasos, que se alejaban en dirección de la puerta de entrada, marcaron la hora de las nueve de la noche, instante en el cual hubiera ejecutado a los comensales. La angustia comenzó a hacerlo pensar que tal vez quien disparó estaba afuera, esperándolo, para llevárselo o dar otro tiro de gracia. Por lo tanto, esperó unos momentos.

Por fin, salió del cuarto de baño. Sudoroso, goteando en las sienes, el cuello y el pecho, avanzó unos metros. No había más que ciertas personas. En los rincones, debajo de las mesas y agachadas, algunas personas imaginaron lo peor. “Ya pasó lo peor, ya pasó lo peor”, dijo. Lo miraron.

Pudo comprobar, entre cierto grado de asombro, que había dos cuerpos en el piso, los cuales se desangraban desde la cabeza hacia la parte del estómago. En el acto, se oyeron las sirenas. Basilio reparó al instante y, como autómata, salió caminando. Ya fuera, vio la hora: nueve y cuarto. Entre nervioso y aterrado, recordó que traía unos cigarrillos. Un farol alumbró la cabellera negra, en tanto que prendía el tabaco. Dios mío, no lo vuelvo hacer en mi vida; ahora me tengo que desaparecer, pensó. Un tenaz ventarrón comenzó a soplar del norte, contenía chispas que dejaban entrever una tromba. Era verano y, como es costumbre en la ciudad, tales fenómenos naturales no tienen predicción, por lo que de un momento a otro llovía a raudales, con un viento que chifloneaba en las coyunturas de las puertas. Basilio corría despavorido por la acera y no era precisamente por evitar el agua, sino porque llevaba a cuestas el suplicio y lo que estaba a punto de hacer. Pensó nuevamente el encabezado “Hombre armado da tiro de gracia a mafioso matón y rufián policía”, pero por las circunstancias había cambiado a “Hombre armado da tiro de gracia a dos señores que ceneban en famosa fonda”. Ya las apariencias lo engañaban, la lluvía ofuscaba su pensamiento y la correteada, aunque siendo joven, le había provocado sofocación excesiva. Basilio, no estaba en sus cabales. Algo le pasaba. Así pasó calle tras calle, imaginando los acontecimientos futuros… pero cuando menos esperaba, alguien apareció frente a él.

—¿Qué quiere? —preguntó Basilio a una distancia de cuatro metros mientras trataba de calmarse la sofocación con hondas respiraciones.

—Quiero tu corazón —se escuchó una voz grave.

—¿Qué? —inquirió, incrédulo y continuó: —¿Mi corazón? Déjeme en paz. Tengo muchos problemas y me están persiguiendo —.

—No te dejaré pasar. Quiero tu corazón. —dijo el hombre, a quien Basilio solamente podía distinguir la silueta alta y robusta en medio de la feroz lluvia.

Basilio estaba aún más aterrado. No entendía lo que estaba sucediendo.

—No necesito nada de usted. Váyase. Déjeme por favor, necesito irme.

—Con una condición —dijo, acentuando la voz con una mayor gravedad.

—¿Qué…? ¿Cuál? No esté jugando —clamó.

—Quiero tu corazón… si me lo das, te puedes ir —respondió mientras se acomodaba el sombrero.

—¡Está usted loco! Mire, voy a caminar hacia usted y si no se quita, se las verá conmigo —dijo Basilio, entre temeroso y como queriendo agarrar valor.

Avanzó despacio en aquel sitio atiborrado de agua y luz blanca que provenía de los faroles. Yendo hacia el hombre misterioso, Basilio pudo comprender que ni hasta la petición de un corazón iba a detenerlo. Ya era más fuerte el miedo y la sensación de ser descubierto por haber estado involucrado en un crimen. El otro hombre permanecía quieto… Basilio estaba a punto de chocar con él -entendió en ese instante que su contrincante era él mismo, pero con algunos treinta años más-, y de pronto brilló de entre los dos un aura azul, que los unía en fracciones de segundo, y en donde el corazón se fundía en los dos cuerpos, provocando un estallido que iluminó la calle principal de Guanajuato.

 

 

 

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