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#Ficción: El mono azul

Escribo sobre el mono azul, mientras recuerdo al animal que me da trabajo. Un mono azul me da trabajo, me contrató hace ya varios meses. Desde entonces, todos los días me presento ante ese gorila que viste de traje y usa una corbata de rayas blancas sobre su pecho desnudo; la alargada tela de seda destaca su tosca figura. Esa prenda de etiqueta se mira exigua al apoyarse sobre el fondo ovalado y gris, esa especie de coraza en la que el animal casi no tiene pelo.

El jefe siempre se encuentra sosteniendo un plátano a medio comer con la mano izquierda, y cuando alguien entra a su oficina, grita con bravura palabras a medio mascullar en su lenguaje de mono azul, que apenas algunos comprenden.

Mi trabajo consiste en hacer publicidad para su empresa, un negocio de pieles de animales que va a la cabeza del resto. Para convertir los eslóganes en marcas de impacto, cuento con las herramientas que a cualquiera le hacen falta: una agenda de piel de mono negro —recuerdo de su abuelo—, un lápiz de puntillas para dibujar los nuevos productos antes de sacarlos al mercado y una pluma de tinta roja, con la que se enlistan los nombres de cualquier compañero insubordinado.

Desde hace unos años, no dejo de preguntarme las razones por las que, de un momento a otro, todos tuvimos que comenzar a pedirle empleo a un mono azul. Los ahorros que reuní antes de la crisis no duraron mucho y, por una cosa u otra, terminé solicitando trabajo en la compañía que parecía haber absorbido a los demás negocios de ropa de piel en el país. Al principio, no me parecía la peor agencia, pero al conocer las reglas internas coincidí con el resto en que aquél, sin duda, era un mono demasiado arrogante, quisquilloso, una bestia a la que no le interesaba en lo más mínimo aprender el idioma de sus trabajadores y que, además, los explotaba mediante la astuta estrategia de obligarlos a pagar el tiempo de descanso, restándolo de las tarjetas con las que marcan sus horas de entrada y salida, incluso durante los breves horarios de comida que permite la empresa. Y la verdad es que, además de ser un tirano, es un asesino. Ocurre que pasamos algunas tardes sin su presencia mirándonos en silencio, pues a veces salta por la ventana sin explicación aparente y desaparece por semanas, una actividad que sin duda eleva la carga de estrés entre los compañeros, temerosos de una súbita aparición para reclamar cuentas pendientes.

Durante la ausencia del jefe, incluso en esos momentos de soledad figurada, la más mínima idea de abandonar el trabajo llega al olfato de ese antropoide, que regresa por la ventana y, de una sola palmada, deja aplastado en el piso a ese que se atrevió siquiera a pensar en marcharse. Además de ofrecer una lección a los demás, el espectáculo también genera el trabajo extra de limpiar los restos del fallecido, a quién lo mató la insolencia de creerse libre.

Vivimos bajo los ojos furiosos, constantes y casi siempre abiertos de nuestro inquisidor. Desde su cubículo, que asemeja en su tamaño la altura de una iglesia gótica europea, el simio nos mira apresurando sus globos oculares entre un hombre y otro, mientras respira agitado, derramando su saliva sobre la corbata de rayas blancas.

En mis ratos libres, que pago al contado, escribo sobre el mono, aunque en realidad no lo conozco personalmente. Sólo recuerdo una ocasión en la que, por un descuido, se derramaron litros de sangre por uno de sus dedos a causa de un leve corte de página virgen. Las oficinas de empleados quedaron impregnadas de un olor metálico que, desde entonces, se me pega a la ropa y permanece debajo de mis uñas. Y cosa extraña sucedió después de que algunos de los que trabajamos cerca de la bestia entramos en contacto con el líquido de color cobre, al intentar limpiarlo: parecía como si un insólito vínculo empezara a renacer entre los instintos del animal y ese lugar escondido de donde surgen los verdaderos sentimientos de los hombres.


Texto cortesía de la revista Opción 

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Muela

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