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Estos ojos no lloran más por ti

 

Este pez ya no muere por tu boca
este loco se va con otra loca
estos ojos no lloran más por ti.
—Joaquín Sabina

Fue un beso volado lo que empezó toda esta historia. En un pasadizo de la trastienda del Signature Grant —local para eventos sociales—, Melina, —caleña de piel canela y sonrisa de niña— entrecerró los ojos con ternura, maniobró sus labios sensuales y me obsequió un beso perfecto, a la distancia justa, en medio del camino.

Conocí a Melina la tarde en que su tía, dueña de una empresa de servicios, me ofreció un trabajo de supervisor con la condición de que cuidara a su sobrina, quien formaría parte del staff de camareras.

Me gustó su sonrisa infantil y la femineidad de sus ademanes; su uniforme negro de camarera no permitía apreciar las bondades de su figura y no le tomé mucha atención, pues habiendo latinas espectaculares en el grupo, Melina pasaba desapercibida.
Nos caímos bien desde el inicio y, como vivía a pocos pasos de mi efficiency, me acostumbré a llevarla no solo al trabajo, sino también a hacer las compras, convirtiéndonos al poco tiempo en muy buenos amigos.

No fue hasta ese beso volado que empecé a verla de manera diferente, descubriendo los detalles de su anatomía, el sonido de su voz, los rizos de su cabello, sus suaves modales y la forma tierna en que me cogía del brazo y caminaba a mi lado, pegada a mi hombro.

Empezamos a sostener largas conversaciones telefónicas, hasta que se quedaba dormida, entrando la madrugada. Un fin de semana se me apreció luciendo short apretado y un pequeño top, que dejaban al descubierto sus hombros torneados y un par de piernas bronceadas y atléticas que despertaban la libido.

—¿Qué te parece si tomamos un café en la bakery cubana?

—No pues, llévame a un sitio más bonito, para estrenar mi vestido nuevo, ¿no te gustaría que me ponga bella para ti? ¿Sabes bailar salsa?

—De acuerdo, estás invitada; intentaré bailar salsa; déjame buscar un buen lugar— le dije, ocultando mi excitación.

Esa noche disfrutamos de una alegre velada caribeña en el Mango’s de la Ocean Drive, en un ambiente alegre con música y bailes latinos; odio la bachata, pero fue mi oportunidad de tener a Melina entre mis brazos y no la desperdicié; sentí su cuerpo tibio, con el ardor de sus jóvenes años; su mejilla suave, pegada a la mía, luego de apartar sus cabellos con una caricia. Más tarde, los mojitos y las piñas coladas hicieron efecto y me pidió marcharnos. En el parking, tomé su carita entre mis manos y la besé, más fuerte de lo debido. Melina, sobresaltada, me pidió que la soltara y la llevara a su casa; insistí en el auto, pero me apartó diciendo que no era el momento, que no estaba lista aún. La dejé en su casa y me retiré arrepentido de mi torpe avance; había confundido las cosas, había metido la pata…

Ni los tragos me ayudaron a conciliar el sueño, estaba avergonzado, no quería perder su amistad.

Al día siguiente, después del desayuno, llamé a Melina para ofrecerle disculpas; le dije que me perdone, que estaba abochornado por el incidente, pero Melina se rió y me dijo que no me preocupara, que se sorprendió, pero que no estaba molesta, que más bien estaba halagada, que la pasó de lo lindo y esperaba que se repitiera la velada, que la disculpara por su reacción, pero que se había divorciado del único hombre que había tenido en su vida y que se sintió muy rara de que otro la besara de improviso.

Las cosas volvieron a la normalidad y luego de una semana de trabajo intenso, sin hablar más del asunto, acudimos al Blue Martini de Kendall, a por unos tragos. Melina estaba radiante, de blanco perla: el top levantaba sus senos y la minifalda torneaba su trasero y resaltaba sus piernas de voleibolista; el corte moderno de su cabello la hacía lucir sexi, coqueta; había acertado en el perfume y hasta en el detalle de su manicura francesa.

Un par de horas más tarde, con varios mojitos encima y pegada a mi pecho, en mitad de un bolero caribeño, me preguntó con un mohín coqueto :

—Siempre estás solo como un lobo ¿nunca sientes la necesidad de tener una mujer a tu lado?

—Todos los días—respondí, besándola hasta dejarla sin maquillaje…

Despertamos en una habitación del Presidente Hotel, de la calle Ocho; yo feliz, enamorado y listo para un buen desayuno; Melina, un poco contrariada y preocupada por su hijo y por lo que le iba a decir su madre.

La cosa no pasó a mayores y más adelante pudimos seguir con nuestra rutina de trabajo, incorporando algunos besos a escondidas.

Dicen que es imposible disimular la cara de un hombre enamorado y al parecer es así: empezaron las habladurías y a pesar de que llevábamos nuestra relación oculta, a pedido expreso de Melina, nuestro amor pasó a ser vox populi.

Transcurrían tres meses de felicidad cuando su exmarido insistió en buscarla; como el niño que hace rabietas por su juguete abandonado cuando otro niño se interesa en él; Melina no decía nada, pero la notaba tensa, distante; empezó a usar su propio auto y a llegar tarde al trabajo y a nuestras citas. Una tarde no se presentó y no respondía el teléfono, hasta la media noche en que me llamó y me dijo que había estado con su exmarido y que teníamos que hablar. Le pregunté si pensaba volver con él y, luego de muchas vueltas retóricas, me dijo que lo haría por su hijo y que antes de dejar el trabajo quería despedirse de mí. Le dije que no era necesario vernos, que ya no había más que hablar.

Por ti se ha hecho tarde, es ya noche, no me detengas, déjame ir, me dijo no mirarla en los ojos, y se alejó cantando así: sin culpa estoy yo, gitano es mi corazón.

Pasaron los días y cansado de ver, desde mi ventana, la felicidad de Melina con su marido, decidí mudarme del barrio y sacármela de la cabeza; y lo logré… a medias.

No pasó ni un año antes de que Melina me llamara por teléfono, pidiéndome ayuda para mudarse. No pude negarme, no solo porque seguíamos siendo amigos, sino también porque sentía renacer la esperanza en mi corazón. No me dio explicación de lo sucedido, solo me dijo que no funcionó.

Quedé a sus órdenes y aproveché para decirle que aún estaba interesado en ella, que podíamos vivir juntos. Me agradeció el gesto, pero dijo haber decidido estar sola. Comprensivo, inicié la retirada, pero manteniendo la esperanza.

A partir de ese día me fue cada vez más difícil ubicar a Melina. Nunca estaba en casa y no contestaba las llamadas. Trabajaba hasta tarde en una fábrica y los fines de semana desaparecía.

Una de sus primas, pasada de tragos, me contó el motivo de la ruptura de Melina con su marido: él la había descubierto manteniendo una relación paralela con un muchacho de su trabajo, un obrero, casado, que la tenía como plato de segunda mesa, y por un similar motivo se habían separado la primera vez…

No podía creerlo; Melina no podría rebajarse a tanto. Logré ubicarla y me dijo ofendida qué todo era mentira, que ella no tenía ni novio, ni marido, ni amante, que estaba sola y no quería tener ningún tipo de relación; estaba muy ocupada trabajando y no tenía tiempo para los amigos. Me despedí avergonzado, pidiéndole las disculpas del caso y no volví a verla, hasta unas semanas después en que me encontraba descargando una furgoneta en Hialeah y la vi salir de un cinema de quinta categoría, abrazada con un tipo alto y fornido, lleno de tatuajes, con pinta de sicario de la mara Salvatrucha. Se me nubló la vista, sentí que el piso se hundía y terminé escondiéndome, por vergüenza ajena…

Al fondo mi corazón tenía una herida, sufría, sufría… le dije no es nada, más mentía: lloraba, lloraba.

Mientras la pena me consumía, Melina se desbarrancaba: lucía huellas de maltrato, mal maquilladas, y recibía llamadas amenazadoras, que terminaron con un cuarteto de mujeres mal encaradas irrumpiendo en su domicilio y dándole una tanda delante de su familia, que terminó en un escándalo con policías incluidos.

Ya bastante alejado de Melina, conocí a Virna, una linda italiana: alegre, deportista, con una hermosa cabellera rubio-castaña y curvas excitantes. No sé si me enamoré de su carácter, de su alegría, de su aspecto saludable o de ese hermoso par de tetas perfectas, que parecían tener vida propia. El día en que le saqué el brasier, por primera vez, figurará para siempre en la lista de los días más felices de mi vida, seguido de los días en que volví a sacarle el brasier y todo el Victoria’s Secret…

Los meses pasaron y fui olvidándome de Melina, cuya situación empeoraba, o quizás mejoraba: su hombre tatuado estaba preso y sería deportado a El Salvador…

No había pasado una semana desde que me enteré del hecho, cuando recibí la llamada de Melina. Me dijo que me extrañaba y que quería verme; sabía de Virna.

No sé porqué acepté reunirme con ella. Fue en Panera Bread, donde me confesó a medias su desgracia y me ofreció disculpas por haberme mentido tanto. A pesar de haberse esmerado con el maquillaje y de llevar una faja para disimular su sobrepeso, Melina lucía desmejorada y entre capítulo y capítulo de su triste historia, trataba de convencerme de que Virna no me convenía. La conversación se fue poniendo incómoda.

No reconocía a Melina, había cambiado hasta en el modo de expresarse. No obstante la molestia que me producían sus palabras, un sentimiento raro me seguía atrayendo hacia ella y no pude evitar abrazarla cuando puso su cabeza sobre mi pecho y me tomó de la cintura. Salimos de Panera y caminamos abrazados hasta los estacionamientos, y, al llegar a su auto, dejé que me besara. La besé, no podía dejar de besarla, mientras ella susurraba: « Llévame a dónde quieras»…

La he visto tras de un año la otra noche, reía, reía… besándome ella quizo que mi orgullo, se fuera, se fuera.

La llamada de Virna —me había olvidado completamente de ella— me sacó del ensueño. Había terminado sus encargos contables y quería que pasáramos la noche juntos, en su apartamento.

Una corriente me sobresaltó, seguida de un sentimiento de culpa. Melina seguía abrazada a mi pecho y yo no hacía nada por soltarla, a pesar de sus mentiras, de su traición; mientras más tiempo la tenía en mis brazos más la deseaba, sentía que estaba volviendo a amarla.

Las cosas en mi cerebro estaban clarísimas, pero en mi corazón una tormenta de arena me paralizaba. Tenía en el teléfono a Virna y enroscada en mi cuerpo a Melina, recordándome nuestras noches de pasión…

Prometí a Virna llamarla más tarde y —de los nervios— le colgué. Entré al auto con Melina y le dije que aún la quería, que el tenerla de nuevo en mis brazos me había hecho volver a sentir las sensaciones que descubrí con ella; que había sido muy duro para mí el que me abandonara y que me despreciara por el adefesio de hombre que se había conseguido y que aun así estaba feliz de abrazarla y de besarla y que me moría por que estemos a solas, en la intimidad, como antes, y amarla y vivir para siempre juntos… pero que ya no confiaba en ella y una relación basada en la desconfianza y la mentira no tiene ningún futuro; yo soy un hombre de razones, más que de pasiones; era imposible que volvamos a estar juntos, ni siquiera como amigos, y que me disculpe, pero Virna, mi adorable Virna, me estaba esperando.

Salí de su auto lo más rápido que pude; no soportaba más su llanto, me partía el alma, aunque ahora pienso que quizás fue una más de sus actuaciones, otra más de sus mentiras.

Me dijo «estemos juntos un poco», ¡que ganas de decirle que sí!, pero sin más mirarla en los ojos, yo la dejé, cantando así: sin culpa estoy yo, gitano es mi corazón… *

Aceleré el paso y entré a mi viejo Volvo; marqué el teléfono de Virna y partí para su casa.

* El corazón es un gitano, Nicola Di Bari

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