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Ernest Hemingway en Cayo Hueso

Al sur del estado de Florida, en Estados Unidos, una larga sucesión de pequeñas islas da forma a lo que se conoce como los Cayos (Key en inglés), el primero de ellos el Biscayne y el último, a más de doscientos kilómetros de Miami, el West o Hueso, en su singular traducción al castellano. Los primeros intentos de comunicación vial entre los cayos datan de principios del siglo XX, cuando Henry Flagler decidió extender una línea de ferrocarril construyendo el llamado Overseas Railroad, una obra demencial que costó la vida de setecientos trabajadores pero que finalmente logró que en 1912 arribara el primer convoy a Cayo Hueso. Destruido parcialmente por un huracán en 1935, el Overseas sirvió de base para la posterior construcción de una carretera que, a modo de línea divisoria entre el mar Caribe y el Océano Atlántico, desborda de vegetación y de puentes, el más largo de ellos el Seven Miles Bridge, que avanza sobre las aguas a lo largo de más de once kilómetros.

En 1931 Ernest Hemingway y su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, recibieron del tío de esta, como regalo de bodas, una casa señorial en Cayo Hueso construida alrededor de 1850, donde se establecieron, criaron a sus dos hijos, alimentaron a decenas de gatos de seis dedos y vivieron juntos hasta 1940, cuando se divorciaron y Hemingway se casó con la periodista Martha Gellhorn. Allí, el escritor puso punto final a su novela Adiós a las armas, escribió Tener y no tener y algunos de sus grandes cuentos, entre ellos “Las nieves del Kilimanjaro”, “La corta vida feliz de Francis Macomber” y “El ganador no se lleva nada”.

Cayo Hueso se conoce como la República de la Concha. Y es que el caparazón de algunos enormes caracoles es una suerte de icono que identifica al lugar y se repite en uno y otro escaparate, en los nombres de calles, casas y hoteles y hasta en la ropa de las tiendas de souvenir. Además de algunos museos, la zona histórica del puerto y otras construcciones de referencia, otro de los sitios obligados para el turista es la llamada Little White House, donde el presidente Harry Truman pasaba sus vacaciones durante su convulso mandato. Pero la figura del viejo Ernest sigue siendo imbatible.

Un puñado de gatos

Entre altas palmeras, las dos plantas de la mansión se yerguen tan soberbias como la figura del escritor, que en las paredes interiores se repite una y otra vez desde fotografías y retratos. Entrar a la casa es sumergirse en la vanidad y el talento, la pedantería y el brillo de un individuo que, desde su niñez, trasmitía la certeza de haber nacido para cambiar la literatura de este mundo. Tantas reproducciones, primeras ediciones, afiches de las películas basadas en sus obras, reconocimientos y trofeos resultan tan abrumadoras como justificadas. La mirada constante de Hemingway no pide una suerte de acuerdo con el visitante; simplemente, impone sus categóricas condiciones.

En la planta baja dos cuartos con mesas y armarios de gruesas maderas de origen español del siglo XVII, y una suntuosa lámpara de cristal de Murano, dan la bienvenida de modo concluyente. Sobre el fondo, la cocina blanca, las paredes revestidas de azulejos españoles y los platos de origen finlandés, parecen abrir un remanso donde también era posible la cotidianeidad. Pero una vez en el segundo piso, entrar al dormitorio provoca una fuerte impresión. La cama tendida, una colcha de hilo blanco tejido a mano y una majestuosa cabecera dan paso a una intimidad turbadora. Allí, aquí, en ese lugar, protagonizó Hemingway, en el contacto cálido con su esposa, sus gozos y sus sombras, sus placeres y sus tormentos.

En el patio, y a la izquierda de la construcción principal, se levanta un edificio menor, con una especie de altillo donde está el cuarto de escritura, en el que se conservan algunos muebles y la vieja Underwood donde Hemingway dio forma a una de las obras narrativas más importantes del siglo pasado. Al fondo del patio, una piscina, la primera que se construyó en Cayo Hueso a pedido de Pauline, y que costó a mediados de los 30 la friolera de veinte mil dólares –la casa había costado ocho mil-. Y entre los senderos, un puñado de gatos gordos y perezosos que dormitan sin prestar atención a los turistas que los fotografían de modo perseverante, buscando detectar sus patas redondas en las que un extraño pulgar corrobora la leyenda de los seis dedos y de un lejano legado genético, que habría ido a dar al Cayo en los barcos mercantes provenientes de Boston durante las primeras décadas del siglo pasado.

Los adioses

Hemingway se marchó de Cayo Hueso detrás de su tercera esposa. Junto a la cuarta, Mary Welsh, quien lo acompañaría durante sus últimos dieciséis años de existencia, viviría largos años en Finca Vigía, cerca de La Habana, a escasas noventa millas del Cayo. Para ese entonces su fama y su cansancio se habían consolidado definitivamente, así como su pasión por la pesca en alta mar, el alcohol y la necesidad de consideración permanente. Durante esos años su obra decayó de modo considerable, incluso tras haber escrito El viejo y el mar y haber recibido el premio Nobel en 1954. Pero todo ello fue parte de otra historia, más atribulada y compleja. El espíritu del monarca había quedado habitando la casa que hoy, como meca de un nervioso peregrinaje, continúa a diario atestada de visitantes que esperan que, de una vez por todas, una de sus tantas puertas se abra de pronto para dejar pasar la imponente figura de Ernest rumbo a su desayuno matinal.

 

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