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En busca del tiempo perdido

A Leonardo Sevilla de Helsinki.

 

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1

A veces siento que mi vida es como una película francesa, llena de imágenes que no te dicen nada, sin trama ni drama, le digo a Jorge, mientras esperamos a su chofer en la estación de Gare du nord. Son las doce del día y en el lugar se puede ver a decenas de mochileros con libros, diccionarios o mapas de la ciudad entre las manos.

—Qué poco intelectual que eres— responde, mientras se lleva el café a la boca.

—Naa, el cine francés es pesado, pedante y lento.

—¿Lento? eso depende de la definición que le des a la palabra tiempo.

—La vida es lenta hasta que cumples veinte, después se pasa volando.

—La vida es sólo una película. Desde que me separé de mi mujer siento que me he convertido en un actor porno —contesta, meneando la cabeza, canchero, como si hubiese querido cabecear una pelota invisible.

«Por el retraso de tu tren y lo difícil que es aparcar en París, mi chófer anda dando vueltas en círculo», dice con voz quejosa. Está vestido impecable, con traje hecho a la medida, la camisa abierta para mostrar los pelos en el pecho, seguro creció viendo actores bigotones y desabotonados en telenovelas mexicanas. Además, lleva unos Ray Bans polarizados como piloto de avión. Nunca he visto a un poeta tan bien vestido, los he visto sí, con posturas y gestos elegantes, como en las fotos de César Vallejo, con cruzadita de pierna, mirada profunda, mirada perdida, mirada pensativa, con ese estilo único para agarrar el bastón, como quien le pide perdón a ese viejo sauce. Pero juro que nunca los vi como modelos de comercial de yate, hasta que lo conocí.

De pronto, aparece un hombre pequeño, de cabello hirsuto como flechas que se disparan al cielo, y tres pelos que le brotan como bigote, sonríe  simpatiquísimo. «Ya estamos, George» le dice a Jorge. Nos saludamos y quiere quitarme la maleta en el acto.

—No, no te preocupes compadre, la llevo yo.

—Estoy para servirlo —responde, mientras insiste en quitarme la maleta.

—Dale la maleta, —me obliga Jorge—, ha sido porteador en Cusco. Llevaba el equipaje de los gringos del Inca trail, es todo un profesional.

Suelto la maleta finalmente, no quiero estar forcejeando en medio de la estación, tampoco sé si debo dejar una propina por el servicio. Luego, nos abre la puerta y entramos a la parte trasera del coche, un Mercedes-Benz saloon del año, color negro, con asientos de piel. Antes de conducir, hace rugir el motor como a una fiera enloquecida.

—Así que eres de Cusco.

—Elmer Curio Mamani para servirlo, soy de un pueblito cerca de la ciudad imperial del Cusco —me corrige.

Mientras maneja erguido e inmóvil por París al bordo de esa lancha negra, le cuento que conocí a un mexicano en Helsinki que se hacía llamar Mercurio, como el dios griego, fue después de un charla literaria a la que había sido invitado, era el único asistente latino entre tanta gente de cabello tan blanco que podrían confundirse entre la nieve, en medio de ese frío extremadamente intenso, que se extendía y se filtraba por los zapatos y poros. Allí estaba él, tomando notas en una libreta. «Unos tragos güey» me dijo cuando acabé la charla y pasaba por su lado. Acepté encantado, salimos del recinto y lo vi partir con un cochecito para bebés, caminamos un par de cuadras y nos metimos a un bar, ahí me confesó que vivía con unos exiliados chilenos, de la época de Pinochet, que estudiaba literatura para encontrar trabajo de profesor pero que su verdadera profesión era ser poeta, también confesó su gran admiración por Cortázar y Bolaño. Ya avanzada la noche, aunque en Helsinki anochece temprano, así que bien pudo ser tarde en la tarde, Mercurio decidió llevarme a una discoteca, unas cuadras más abajo. Andaba sin prisa, se parecía a Mick Jagger pero escribía como Rimbaud.

En la calzada había un grupo de chicas rubias vestidas con chaquetas negras, pensé que debía ser un lugar para metaleros, lleno de chicos llevando cabello largo con símbolos demoniacos en sus camisetas, mucha cerveza y contaminación acústica. En un momento de lucidez le pregunté a Mercurio “¿Que qué haría con su bebé?”

—Nada güey, es una muñeca de plástico. Lo que cargo en este pinche carrito de bebé son mis libros.

—Estás más rayado que una cebra, hombre.

—No güey. En este país si llevas un carrito de bebé no pagas el transporte —se defendió Mercurio, mientras plegaba el cochecito y sumergía sus libros y su bebé de plástico en una bolsa.

Adentro, las luces azules que se movían a la velocidad de la música me causó mareo. Mercurio percibió mi malestar. «No salgo mucho», dijo, «antes este lugar estaba chido, tocaban blues y rock n’ roll. Ahora parece la música que acompañaba a mis juegos de Atari». Era verdad, parecía un club en Ibiza, lleno de gente sexy, música electrónica, luces láser y neón.

—Vengo acá porque hay una boliviana que trabaja en la barra a la que quiero apapachar, pero si no aguantas la música güey…

—Naa, no quedamos, yo escucho desde Bieber hasta Black Sabbath —dije para no tener que salir otra vez al frío.

La boliviana se acercó a Mercurio y le susurró algo al oído, después trajo dos botellas de cerveza Corona, había un trozo de limón en el pico. «Quíhubo», me dijo mientras me alcanzaba el trago,  parecía no esperar respuesta, la bulla era endemoniada y la barra estaba llena de gente sedienta.

«Su prima es una de las meseras del apartado VIP» dice Mercurio, pero no estaba en Finlandia para enamorar a una vecina de mi país. Fue justo en ese momento en que vi a Ritva en la pista de baile, todos bailaban solos como en un estado de trance, ella también. Tenía algo de rockera y de diosa sexual vikinga. Mercurio se dio cuenta de que le echaba el ojo.

—Hace diez años uno venía a un antro como éste y las güeras se peleaban por los latinos, ahora naranjas — me dice observándole el trasero a la boliviana.

—No me bajes la moral.

—Los exiliados latinos nos han malogrado la fiesta güey, han invadido toda Escandinavia. Ya no es exótico ser trigueño.

En Latinoamérica se baila siempre en pareja, quién diablos inventó el baile de a uno, pienso. Un instante después se me ocurre una idea, voy a la cabina de música y le pido al dj que ponga salsa, el tipo se mueve de un lado a otro y me dice que sólo tiene un tema de Miami Sound Machine. Cuando escucho las primeras notas del teclado de Conga, me dirijo hacía ella y la invito a bailar, la veo como que quiere irse primero pero en seguida ríe y se queda a mi lado. La aprieto contra mí y me saca la lengua, una lengua rosada como copos de algodón azucarado, en medio de su lengua brilla un metal esférico como una perla preciosa, luce otro piercing atravesado en la ceja  izquierda. Reconozco los timbales y el saxo y hago una gambeta con la cadera, eso no lo ha hecho ni Pelé, es un partido electrizante y voy ganando por goleada, la tengo en el bolsillo, pienso.

—No bailo bien, soy como un palo —dice encogiéndose de hombros.

—Si, pero eres un palo de la mejor madera, — le contesto con tono castigador, recontra canchero pero no agrandado.

Ella sonríe y baja la cabeza, poco a poco voy metiendo mi pierna derecha entre sus muslos, entretanto le hago el sombrero, un par de giros, media vuelta y terminó apretándola contra mi pecho. La canción acaba y estamos sudando, siento como si hubiésemos corrido los diez mil metros planos al lado de Mo Farah en plenas olimpiadas de Londres. Ella levanta los brazos en señal de victoria y su pulsera de plástico naranja resplandece en lo alto.

Súbitamente me toma de la mano y caminamos hacía los ambientes del fondo, a un pequeño salón silencioso y secreto, hay una mesa de futbolín que nadie usa y una foto de la Monroe peleando con el aire que intenta levantarle el vestido. Nos sentamos uno frente al otro en unas bancas enanas, nos miramos un buen rato y el tiempo queda suspendido, en estado vegetal, parece no importarnos. Ella se ríe con una risita fría, no cínica, era evidentemente una risa nerviosa y, al mirarla otra vez, noto que estoy frente a la poesía que nunca llegaré a escribir así me concediesen los mismos años de vida que a Matusalén.

No sé en que momento reconocimos la posibilidad de pasarla juntos, salimos hacia la calle para luego meternos a un laberinto subterráneo que navega a escondidas de la ciudad: estación de Kalasatama, Herttoniemi, Kaisaniemi…

Antes, al despedirme de Mercurio, me dice : «Parece fresa pero está rechula, güey», además me entrega una servilleta con un poema que ha improvisado. Era la primera vez que alguien me escribía uno, se lo leí a Ritva en el metro, aunque no entendiera mi lengua:

“La emoción de hablar/ en español/ del halcón/ en el condón/ del almohadón/ con un cajón/ o con los dos: Dios o Diablo/ no importa/ tiempo encontrado”.

Mercurio no firmó el poema, sólo puso la dirección de un correo electrónico. Una voz metálica recitaba los nombres de las subsiguientes estaciones, son nombres que me suenan a pueblos olvidados por los dioses pero que de alguna manera me van a llevar al Olimpo.

—¿Te gusta la poesía? —pregunta Ritva en voz baja.

—La poesía puede ser desgarradora o un chiste muy serio —contestó eventualmente—, ¿te gustó la de mi amigo?

—Sí  —dice y luego añade—: Por su sonoridad, hace añicos el silencio.

Caminamos varias cuadras bajo la frialdad inclemente, el cielo era negro y estaba lleno de estrellas, universos y galaxias luminosas. Ritva camina delante mío como un cometa incandescente que cortaba el aire frío que parecía flotar. Su cabello era dorado y ondulante como el río Amazonas y caía como una cascada serpenteante hasta la altura de su cintura. La agarré por las caderas y la besé con calma, soy un mal besador, sin embargo, no hay nada tan delicioso que besar unos labios por primera vez, su boca era blanda y voluminosa, sentí como si reencontrara una boca perdida hace mucho tiempo.

—¿Qué piensas de los besos?

—Me gustan.

—¿Por qué?

—Tienen la capacidad de detener el tiempo —dijo con fervor.

Quiero seguir preguntando pero Ritva termina callándome, me mira con dulzura, pone un dedo sobre sus labios, reclama silencio de forma cómplice. Las palabras están demás, hemos descubierto un arma que detiene el tiempo. Vuelve a besarme hasta que nuestras bocas se secan, pienso que somos dos seres solitarios en la soledad del cosmos, mi boca fría sigue buscando los besos incandescentes de Ritva, cada vez que me los da, nuestra nave frena en ese mar del tiempo y me siento más joven aunque sepa que tarde o temprano el reloj volverá a caminar hasta aniquilarlo todo.

Al entrar en su departamento me previene de su gato «es neurótico» dice mientras coge al animal en la oscuridad y lo encierra en el baño, sólo alcanzo a oír el maullido. Prende las luces y el departamento es pequeño pero acogedor. Desde su ventana me muestra la vista de un lago, en el exterior el viento sopla con fuerza y hace danzar el agua, levantándola con potencia, desafiando la gravedad como si quisiera tocar las estrellas. Ritva me coloca uno de sus audífonos y aprieta un botón de su walkman, la batería se inyecta en mis oídos: tacum tacum tacum tacum tacum tacum tacatum. La música parece como si hubiese sido grabada en las trincheras de la guerra de 1914 y Ritva susurra las letras de Slayer suavemente. Nos quedamos así, contemplando el lago un buen rato, hasta que noto que sus ojos como dos llamas azules, llenan el espacio con sus lágrimas.

Hasta entonces pensé que las escandinavas hacían el amor con la misma naturalidad de quien se cepilla los dientes, pero una vez en la cama Ritva me pide que sólo la abrace, lo hago con fuerza, de la misma forma que lo haría una tortilla que envuelve un faláfel spicy and hot. El lóbulo de  su oreja tiene una redondez perfecta como la curvatura de la tierra, me dan unas ganas de mascarla pero recuerdo que no boxeo ni me llamo Mike Tyson. Cuando duermo suelo moverme  de un lado a otro, ella no se mueve, se queda quieta, detenida en el tiempo.

En la mañana, Ritva ha desaparecido, en la mesita de noche hay una nota, me pide que alimente al gato y que no me olvide de cerrar bien la puerta. Me alisto, me hago un café y luego libero al gato del baño de huéspedes, el animal sale furioso y fatigado, se esconde bajo los muebles. Le atiborro con galletitas a un comedero de cerámica con la calcomanía de Tom&Jerry, el alimento huele horrible, a pescado podrido. Cuando abro la puerta para irme, el animal sale embalado por entre mis piernas. Transporto su comida al corredor, corro el pestillo de la puerta para evitar que se cierre y me siento a esperar en las gradas a que el gato regrese. En seguida me siento decaído, subo y bajo el edificio de ocho pisos pero no lo encuentro. Una vez que regreso al piso veo a un gato tan gordo como un hipopótamo comiendo despreocupado, sé que no es el animal que busco pero igual lo sujeto y lo introduzco en el departamento de Ritva. Mi avión va a partir en unas pocas horas y un gato gordo es siempre mejor que un gato neurótico.

2

—Me llamo Elmer Curio, no Mercurio —agrega amargamente el chófer.

—Elmer gruñón —responde Jorge sonriendo. Después me señala a unas mujeres que cruzan la avenida.

En el departamento está el hijo menor de Jorge, lo acompaña su niñera, una argentina joven. La veo prepararse y servirse el mate con mucha dedicación. Pone la yerba en un recipiente de madera y agrega agua caliente, después la veo jugar con la bombilla, revolver la yerba, y sorber el contenido haciendo un ruido raro. Jorge nos dice que nos llevará a un restaurante que tiene dos estrellas Michelin pero el hijo desea ir a Mag-do-na-lg y yo lo apoyo sin saber bien qué tipo de comida sirven allí, al rato terminamos todos en una mesa de MacDonald’s comiendo hamburguesas grasosas y bebiendo Coca-Cola. «Maldito acento francés el de este niño» me digo a mi mismo.

El cerquillo de la niñera le cae graciosamente en el rostro, arquea las cejas cuando Jorge le reparte unos billetes desde su cartera de cuero, le da un beso en la frente al niño y le extiende la mano a la joven, después los embarca a los dos en un taxi. «Los fines de semana la pasa con la mamá» me dice como si se excusara o debiera darme una explicación. Asaltamos el coche y Jorge le dicta una dirección de una galería de arte que está en Pigalle. En el camino su chofer le pregunta si puede parar en la tienda de mascotas.

—Pero si hay una cerca a la casa —dice Jorge como quien confirma que la tierra es redonda.

—No, George, esa gente no sabe atender bien… —dice y añade justificándose—: Me he peleado con los dueños.

—¿Cuánto tiempo te va a llevar?

—Segundos, George, está por el camino —continua diciendo— no nos desviamos nada.

Elmer estaciona el coche en una esquina y Jorge y yo bajamos detrás de él por pura curiosidad. En la tienda hay cantidad de pequeñas criaturas: pajaritos, conejos, recipientes de cristal que asombran por su perfecta redondez llenos de pececillos de colores, roedores corriendo en círculos de metal, además cuentan con una área de alimentos y otra de juguetes. En la caja hay un viejo de lentes y barba blanca. Elmer habla en francés, habla pausado y su pronunciación no suena nada mal.

De pronto, lo veo a Jorge doblarse en dos inesperadamente y emite carcajadas como cartuchos explosivos, me agarra del brazo y me lleva a la calle.

—¿Qué pasó?

—El pendejo de Elmer ha preguntado por un cuy —dice, tratando de controlar la risa—. El viejo que atiende le ha contestado “¿Qué tipo de cuy desea el señor?”

—Y..

—Le ha dicho que quiere «el más gordito» —Jorge no puede creer lo que está pasando—. El más gordito, el más gordito…

Al cabo de un rato, Elmer sale solemne de la tienda, lleva en la mano una jaulita de plástico y adentro un cuy color caramelo. Lo guarda en la maletero y por unos minutos todos permanecemos callados.

—¿Te lo vas a comer? —le pregunto curioso.

—Es el cumpleaños de mi esposa, se lo voy a cocinar con salsa de maní —dice y concluye—: Como en mi tierra.

«Su cuy con salsa de maní y su pisco es como el bollo remojado en té de Proust» comenta Jorge y Elmer asiente con la cabeza mecánicamente, el animal exhala un ruido y como si se abriera el río de su memoria, de días más felices en algún valle enclavado en los andes, Elmer se pone a silbar un huayno electrizante y risueño.

—Te imaginas George si monsieur Proust hubiese comido un alfajorcito de Acobamba.

—Lo feliz que hubiese sido —dice Jorge y luego murmura—: Bollos cojudos.

—Magdalenas —corrige Elmer.

—Malditas magdalenas.

El coche avanza y a través de la ventana veo gente subir escaleras silenciosas, recorrer callejones estrechos de casas cubiertas con plantas trepadoras, negruzcas y salvajes. La comarca de  Pigalle cobija una tripulación más joven, más a la moda, más bohemia, que encuentra su lugar en pequeños bares mientras los turistas hacen cola para sumergirse al  Moulin Rouge o suben las escaleritas diminutas y empinadas que llevan a la basílica del Sacré-Cœur.

Un muchacho rubio lo recibe a Jorge con un abrazo y ordena que nos sirvan trago, es un estudio- galería, algo desordenado pero lleno de luz y repleto de cuadros que imitan el Pop Art de Andy Warhol pero en miniatura, como si el espacio hubiese limitado su trabajo. Bastante gente bebe vino o champán en la acera. Los observo un rato y mi móvil timbra, es un correo electrónico de Mercurio.

Ritva se suicidó, lo siento mucho, güey.  Me enteré del triste hecho o deshecho por casualidad, a través de una amiga que estudiaba con ella. Un abrazo, Mercurio.

Me tomó el trago de un tiro, el reflejo de las luces de los faroles parecen flotar y los heraldos negros de Vallejo cabalgan por la penumbra de las calles. Se me viene a la mente su cabello dorado, su camiseta de dormir con las inscripciones: IT’S HARD TO BE NOSTALGIC WHEN YOU CAN”T REMEMBER ANYTHING.

A la mañana siguiente hablo sobre literatura, inmigración y leo extractos de mi libro de cuentos, Jorge está a mi lado, incluso graba un video casero del coloquio, después salimos a comer y luego a caminar por los quartiers de la Sorbona, me topo con una librería legendaria, pego mi rostro sobre el escaparate y veo libros de LeCarré, Ian McEwan, Julian Barnes, después descubro que no tienen a Proust. El libro del mes tiene una portada negra desde donde emerge el torso blanco y desnudo de Mick Jagger. La muchacha en la caja me sonríe y no puedo dejar de notar su vestido con un estampado de Damien Hirst, una calavera de diamantes. Su cabello me recuerda a Ritva, y sus ojos, y su boca y el lóbulo de su oreja. Me doy cuenta de que he llegado a Paris con cincuenta años de retraso, en busca del tiempo perdido. En Londres, varias veces me asalta la nostalgia por épocas no vividas, vuelvo a mirar los libros. Vanamente busco en los cristales.

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