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El vampiro engañado

En vistas de su éxito, la editorial Anagrama salió al rescate de sus primeros títulos de corte netamente ficcional… Bravura, una novela menor de Emmanuel Carrère


Para los lectores hispanos el nombre del francés Emmanuel Carrère (1957) logró especial impacto a partir de 2011 con la publicación del estupendo Limonov, un libro en el que retrata al nazi ucraniano Eduard Limonov, enemigo de Putin, dandi en New York y París, incierto poeta, criminal de guerra en Sarajevo y fundador del Partido Nacional Bolchevique. A medio camino entre el reportaje y lo arriesgadamente ficcional, Carrère siguió y persiguió a su agonista colocándose él mismo en el centro de su relato como un personaje más, del mismo modo que hizo en el también notable El adversario (1999), la historia de Jean-Claude Romand, un falso médico que durante 18 años simuló ser funcionario de la OMS y que, al borde de ser descubierto por su familia, asesinó a su esposa, a sus dos hijos y a sus propios padres. La misma estrategia que parte de la crítica intentó ubicar dentro del rubro de la autoficción o non-fiction, utilizó para algunos de sus otros títulos, como Una novela rusa (2007) y De vidas ajenas (2009), técnica que multiplicó hasta cierto paroxismo en su por ahora último libro, El reino (2015), donde no se sabe si a excusa o por simple motivación, intenta narrar las vidas de los santos Pablo y Lucas mientras nos cuenta acerca de una crisis religiosa que padeció entre 1990 y 1993.

En vistas de su éxito, la editorial Anagrama salió al rescate de sus primeros títulos de corte netamente ficcional: Bravura (1984), El bigote (1986) y Una semana en la nieve (1995). La novela Bravura, cuyo título, según se nos informa en contratapa, hace referencia a una expresión francesa, un morceau de bravoure, que alude al fragmento de una obra literaria de construcción especialmente virtuosa, parece tratar de muchas cosas o de ninguna, o de muchas cosas sin ningún sentido en común, o de muchas cosas sin ningún sentido. El disparador parece ser la interminable noche del 17 de junio de 1816, momento en que, en la Villa Diodati de Ginebra, se encontraron reunidos Lord Byron, su médico y secretario personal John William Polidori, el poeta Percy Shelley, su futura esposa Mary Wollstonecraft Godwin (luego conocida como Mary Shelley) y la hermanastra de esta, Claire Clairmont. En la ocasión, y a instancias de Byron, los huéspedes se propusieron escribir una novela de terror. De ello resultaron algunos textos de muy diferente fortuna. Byron y Shelley garabatearon algunas líneas, Polidori escribió el cuento “El vampiro” y Mary Shelley comenzaría a dar cuerpo a una novela destinada a cambiar el rumbo de la literatura gótica: Frankenstein o El moderno Prometeo.

Levantando vuelo

Entre el 5 y el 15 de abril de 1815, en lo que hoy es Indonesia, entró en erupción el monte Tambora, provocando un atroz tsunami y el vertido a la atmósfera de millones de toneladas de polvo, cenizas volcánicas y dióxido de azufre, reduciendo severamente la luz del Sol. A lo largo y ancho del planeta se registró un enfriamiento que hizo que 1816 se conociera como “el año sin verano”. En ese entorno, Polidori, nacido en Londres en 1795, recibido de médico a los 19 años, amanuense y pronto objeto de burla de parte de Lord Byron, escribió un relato de calidad menor pero que, sin embargo, resultaría una de las piedras fundamentales de la literatura de vampiros, la que sería revivificada muchos años después cuando Alejandro Dumas dio a conocer La dama pálida (1849), Sheridan Le Fanu publicó Carmilla (1872) y Bram Stoker su Drácula (1897).

La historia es romántica y sencilla: el joven Aubrey, el narrador inocente, descubre un mal día que su equívoco amigo Lord Ruthven (inspirado en Byron, a quien Polidori ya empezaba a odiar) es un vampiro, y tras algunas idas y venidas por el continente europeo, intenta infructuosamente salvar a su hermana de los colmillos del impío. El cuento se publicó en 1819, con tanta mala suerte para su autor que de inmediato fue atribuido al propio Byron. Dos años más tarde Polidori pondría fin a su vida tomando ácido prúsico, sin tener en cuenta que su animalito había levantado vuelo y que ya no habría ristras de ajo, estacas ni cruces que lo pudieran detener.

Opiómano, en la miseria, a duras penas mantenido por Teresa, una prostituta que lo provee de láudano y de algún que otro bocado, Polidori medita acerca de cuál será la mejor manera de suicidarse. Envuelto en su propio fracaso, recuerda obsesivamente aquella infausta noche y recala en la supuesta deslealtad de Byron y hasta de Mary, a quien aparentemente le había ofrecido los primeros datos para construir su monstruo. Con esa imagen y en esas circunstancias se abre Bravura, la novela de Carrère.

El cocinero y su plato

Pero nuestro escritor pronto irá introduciendo otras historias en su historia, y sin ningún enlace narrativo o argumental irá haciendo aparecer un número de personajes y anécdotas a veces relacionados con el desdichado Polidori y otras veces producto de una desagregación que inundará páginas y páginas del libro. Carrère juega con tiempos, anacronismos y géneros, construye en el presente a una ghost writer, Ann, que escribe novelas rosa bajo seudónimo para un editor, el capitán Robert Walton (personaje perteneciente al mundo del Dr. Frankenstein), y que a cierta altura se verá envuelta en una historia de alienígenas, sufrirá un secuestro, logrará escapar, conseguirá un amante y tendrá una amiga, todo ello rodeado de largos monólogos introspectivos que tratan de aclarar algo que nunca se sabe lo que es.

Anda por allí una carpeta con un manuscrito que contiene una versión apócrifa de Frankenstein, que Ann recibe y lee, y que de algún modo intenta convertirse en un hilo conductor que resolvería algunas cosas cuya explicación resulta vana. Anda por otro allí una ensalada de personalidades y nombres que, más que un intento de virtuosismo literario, parece un juego de acertijos. Y andan por todo el libro los tópicos posmodernistas de reflexionar sobre el acto de escritura en el propio desarrollo de la anécdota, del uso y abuso de la intertextualidad, de la mezcla arbitraria de géneros (histórico, rosa, policial, ciencia ficción).

Al terminar el libro, el lector queda con la sensación de que aquel joven Carrère de 27 años, puesto a escribir, hubiera tenido a disposición un altísimo número de recursos, fórmulas y fuentes, y que los hubiera utilizado todos juntos pero sin saber cómo dosificarlos. A fuer de alegóricos (que en definitiva eso también quiso ser este libro), es como si un chef, puesto ante todos los ingredientes necesarios para cocinar un manjar pero sin conocer las cantidades necesarias de cada uno de ellos, nos sirviera un plato pedante, digresivo, rocambolesco y tedioso.

Bravura, de Emmanuel Carrère, Anagrama, Barcelona, 2016, 354 páginas

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