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El Rock es la buena onda

Ya no cargan sus instrumentos musicales. Ahora cuentan con un staff que llega horas o días antes para montar el espectáculo.

En el Café Iguana, una de las cunas o lugares de culto para el movimiento musical de Monterrey, la tocada es con Jumbo y como abridor, Sofá.

Los jóvenes están ebrios de lo nuevo. La enajenación es por saberse dentro, incluidos e importantes, con permiso de difusión por vía cable, precursores del desarrollo nacionalista (el rock es cultura), indisolutos para esquivar el poderoso efecto de la sonrisa.

El Café Iguana sigue siendo un modesto local en el corazón del Barrio Antiguo de la ciudad. Sus muros de sillar, sus pintas psicodélicas, la manta con la pirámide y el ojo en el extremo superior, sus monitores con el sonido grunge de Pearl Jam y sus meseros llevando las bebidas entre las altas mesas. Las bocanadas de humo espesan el ambiente. No hay revisión para entrar. Sólo cubrir la tarifa: los devaluados cuarenta pesos. En el interior se documentan los mandatos del Santo Oficio. En al ambiente a media luz la autonomía de la voluntad adquiere conciencia social desproporcionada.

Los nuevos rockeros, los que gozan de notoriedad, son los viejos que transitaban entre las callejuelas de todos los antros. Amenizando las tertulias con cóvers. Cuando los grupos vivían más en la frustración de los trabajos menudos, por la supervivencia, los efímeros en su formación, huérfanos de relaciones, hechos a punta de ingenio.

Siento que

La moda es el piercing, los aretes en cualquier parte del cuerpo. ¿Que cómo empecé? Pues para que te hecho mentiras, primero con una maquinita para pintar tatuajes. La máquina estaba hecha con una bobina de una licuadora. Como un hobby.

Compraba los frasquitos de tinta china en la papelería de por el cantón. Al principio le pedía a la banda que venía para que los pintara que se trajera una cuerda de guitarra. La primera cuerda.

Yo se la ponía a la máquina y ellos me decían que querían pintarse. Antes jalaba como ayudante de mecánico, pero desde niño siempre tuve facilidad para hacer caricaturas, de ahí me viene la inquietud. Y pues estudié un curso de dibujo técnico en la secundaria.

Después con lo del sida, ora sí que se armó la pelotera. Nunca pinté a nadie que tenga hepatitis, ni problemas de cicatrización queloide. Mis primeros dibujos fueron para los carnales de la colonia. Luego me recomendaron con más banda, y pues yo sólo les pedía para las caguamas. En la casa mi jefe me pidió que le pintara una virgencita. Como que no me latió por eso del respeto, pero pues me quedó muy chida.

Un día, como seguía trabajando de ayudante de mecánico, la neta me cansé. Renuncié. Con un guardadito que tenía rente un local en el centro. Las primeras semanas fueron muy difíciles pero como ya tenía un nombre, solos me empezaron a llegar los clientes. Como se dice me hicieron promoción los jales que ya había hecho.

Como las revistas gringas traían nuevos modelos para pintarles comencé a coleccionarlas, pues para hacer mi propio portafolio. Ahora sólo uso pura tinta vegetal, que es menos dañina y hace menos problema.

He pintado a todo tipo de personas. Desde músicos, escritores, críticos de cine, abogados, hasta un político vino con su chava para que ella se pintara una cadenita de delfines en el tobillo.

Lo de los piercing ya vino mucho después. Primero se adormece la zona que se va a perforar y con una aguja esterilizada se da un movimiento rápido y se coloca el arete en su sitio.

¿Que cuántos traigo? Pues como ocho: dos en la cejas, uno en la nariz, uno en el labio, uno en la lengua, otro en la barbilla, dos en las chichis y uno en el pene. Ése si me dolió un poco. Pero yo mismo me lo puse.

Lo de las perforaciones hay gente que le dice anillada. Las dos formas son correctas. No es caro hacerse un piercing. La limpieza es muy importante. Los tatuajes ya no son para los vagos, ni para los mariguanos. Es como tener una actitud frente a la vida. La desafiamos.

En México ya somos más abiertos. Esto no es una moda pasa-jera. Es como declamarse un poema, sólo que de manera visual. Al cabo uno puede hacer lo que le dé la gana. Para eso ya exis-te el láser, para borrarlo.

Use it or lose it

En el patio central del Café Iguana, Jumbo está a punto de terminar su actuación. La gente arremolinada no ha parado de cantar, de encadenarse en el shamánico estado del MTV latino.

Los de Jumbo le piden a Johnny de Plastilina Mosh y a Fermín IV de Control Machete que los acompañen en su última rola, al palomazo de valor agregado: el “Monotransistor”.

Johnny toma la distorsionada guitarra, Fermín IV dice al micrófono: es un ser eléctrico, del mérito Monterrey, un ser eléctrico. El chovinismo magnifica al equilibrio.

Las notas se difuminan siendo el paisaje adecuado. En el mismo sitio donde hace años las tocadas eran comunes, cuando la fama era lejana y racista.

El brincoteo no se detiene. Los de Jumbo se avientan hacia el público. Eros y Tánatos a dos de tres contra Don Gastón Billetes y Memín Pingüín. Ellos los reciben cargándolos por encima de sus cabezas. Las paredes del Café Iguana metamorfosean la presencia del mito.

Los oyentes no tienen tiempo de derrumbarse. Mientras, en el pasillo, rumbo a los sanitarios, el guía espiritual de Los Jaguares, Saúl Hernández, en el alucine destroza su corazón para rehacer la realidad. Los jóvenes, los que llegaron ebrios de novedad, se van con la confianza de que la provincia tiene la neta.

Porque en el totémico Monterrey está la efervescencia de la industria del rock: lo mejor de la buena onda.

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