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El recepcionista

El recepcionista del hotel tiene cara de recepcionista. Una cara que si vuelve a encontrar, no se recuerda de ningún lado. Nariz regular, ojos castaños, boca irrelevante, todo enmarcado con pelo corto y engominado. Es amable como cualquier recepcionista, nada del otro mundo, pero tiene de bueno que no regala sonrisas falsas y se ocupa de las necesidades de los pasajeros con celeridad.

Lo que nadie sabe es que, detrás del mostrador, el recepcionista casi siempre está escribiendo algo. Podría ser planillas de sábanas cambiadas, mensajes que llegan para los clientes, el control de las botellitas de los frigobares. Pero no es nada de eso. Lo que el recepcionista guarda detrás del mostrador es un fajito de tarjetas rayadas, esas de cartón que venden en las librerías de antes. Y en ellas escribe lo que llega, lo que se va, lo que tiene que soportar en sus diez horas diarias de servicio.

“Gordito yanqui con gorrito de Lousiana y olor a chivo. Lo primero que preguntó es si hablaba inglés, y lo segundo, un lugar para comprar whisky. Viaja solo, está desesperado por hablar. Entusiasta de más, de los que se te acodan al mostrador”.

El recepcionista tiene buen ojo. Ojo entrenado como para hacerle una radiografía inmediata a cada nuevo cliente. Con verlos llegar, con lo que visten, por el equipaje, por lo que preguntan y cómo lo preguntan, él ya sabe con quién está tratando.

“Parejita de luna de miel. Ella lo deja hacer todo el trámite. Es un pobre tipo, la camisa rayada de manga corta le queda grande, los vaqueros ajustados con el cinturón, muy arriba. Le tiemblan las manos al sacar la tarjeta de crédito. Loco por llevarse a la morochita al cuarto. Ella ojea el lobby. Está esperando que la habitación sea la suite que vio por internet, pero él no puede pagar tanto”.

Mira a todos los huéspedes a los ojos, con atención. Mientras lo hace, acaricia las tarjetas o hace girar la lapicera entre sus dedos, ansioso. Quiere dejar constancia de todo, antes de olvidarlos por completo, antes de que desaparezcan y no vuelvan jamás.

“Petiso afeminado, con casco de Harley en mano. Paga por adelantado y en dólares. Pelo teñido y medio larguito para parecer más joven. Bronceado de cama solar. Este va a querer meter un pendejo a la habitación a las tres de la mañana. Seguro se va a pasear por la piscina en bata y con Blackberry”.

Casi nunca falla. Sus perfiles y predicciones son tan certeros que dejarían a cualquiera con la boca abierta. Pero en realidad son producto de años de observación. Y de patrones que se empiezan a repetir. Esto lo deprime; sentir que ya no hay persona que lo sorprenda. Descubrir que la gente es un montón de lugares comunes, de clichés, de estereotipos reiterados y pobremente construidos.

  El invierno trajo la temporada baja. La piscina climatizada, el restorancito en el último piso decorado al estilo country y con comida casera, la sala de aparatos, la cafetería con vista al parque, nada parece ser demasiado atractivo si afuera hay 5 grados y la ciudad respira una humedad resbaladiza. Las tardes del recepcionista se tornan aburridas junto a la luz de 40 watts de lámpara estilo banker. Lee el diario, controla a las mucamas, hace fregar el piso de mármol de la recepción unas tres veces por día. Está irascible, molesto por los escasos grupos de ancianos que llegan en excursión y que le preguntan todo sobre la ciudad y sus lugares turísticos.

Es miércoles, o quizás jueves. Son poco más de las dos de la tarde. El recepcionista hace un crucigrama sobre el mostrador. Bosteza, hace un gran esfuerzo por mantenerse despierto luego del almuerzo. La puerta de entrada automática se abre y el viento frío de la calle lo trae a la realidad. Alguien se acerca al mostrador arrastrando una pequeña valija con ruedas. Él parece despertar de un largo sueño, se sienta erguido y busca las tarjetas en blanco detrás del lapicero.

La mujer llega al mostrador con vehemencia y comienza a sacarse los guantes de cuero. Tiene la nariz roja por el frío y el pelo amarillento corto y mal cortado. Apenas mira al recepcionista, como si este fuera el holograma que suele encontrarse en cada hotel que pisa.

—Joven, necesito un cuarto… —comienza a decir con un acento que él no logra reconocer— …luminosa y con una cama king size. Vengo muerta de frío y cansadísima; necesito dormir diez horas seguidas… —confiesa con voz suave y juvenil, aunque su apariencia es de una mujer de más de cincuenta años.

Él se siente desconcertado; no sabe muy bien por qué. Carraspea y golpea las tarjetas contra el escritorio para alinearlas.

—Buenas tardes, señora. ¿En qué la puedo servir?

La mujer arquea una ceja y lo mira divertida. Pero no dice nada. Él mueve el mouse de la computadora.

—Eh… Una habitación, me dijo. Luminosa.

Ella pone la cartera de cuero sobre el mostrador. La abre y guarda los guantes. Del interior sale un sonido metálico, como si se chocaran varias tapas de refresco. El recepcionista se agita, se muere por mirar, pero decide seguir con el check in.

—Habitación 605. Amplia y luminosa. —dice tratando de ocultar su ansiedad—. Su pasaporte o documento, por favor.

—Claro. Por acá lo tengo —afirma ella y abre su abrigo—. Revuelve en uno de los bolsillos internos, de donde se asoman una pluma de oro, una lupa, una cuchara de plata.  Del lado de afuera del bolsillo lleva cosidos varios botones de diferentes tamaños y colores, como si se tratara de una colección. Ella le extiende el documento y él lo toma sin mirarlo: está encantado con todo lo que ve. La mujer se percata y cierra el abrigo, lo aprieta al cuello como si de repente sintiera mucho frío.

Él vuelve a la pantalla e ingresa el nombre de la mujer: Ania Nowak. A-nia-No-wak. Inmediatamente se la imagina como una heroína de la Prusia Real. Una amazona de bosques fríos liderando un ejército, poniéndole resistencia a una invasión soviética sobre un caballo negro; cosiendo un botón dentro de su abrigo por cada cabeza del enemigo que corta.

—¿Ya está listo? Pago en efectivo.

—Sí, ya está todo, señora Nowak —contesta suavemente, repentinamente muy cansado, y le extiende el documento. Recibe la paga en dólares, le entrega la tarjeta de la habitación 605.

—¿Necesita ayuda? Puedo llamar a alguien para que le suba la valija.

—No, gracias. Sólo necesito descansar.

Él está tentado de preguntarle a qué se dedica, cuál es la razón de su visita a la ciudad, pero simplemente agrega:

—Que descanse.

Durante la tarde el recepcionista quiere escribir algo en las tarjetas, pero solo le salen descripciones burdas y poco profundas. No hay ni pronósticos ni predicciones. No le surge un identikit confiable de la mujer. ¿Es una demente? ¿Una espía encubierta fanática de la sopa? ¿La dueña de una fábrica de botones? Se pone quisquilloso y manda encerar el piso de la recepción.

Diez minutos antes de que termine su turno, suena el teléfono de la recepción. Llamada de la habitación 605. Se pone en guardia, se aclara la garganta tosiendo una vez y atiende.

—Recepción, buenas noches.

—Buenas noches.

Cree escuchar a lo lejos el tintineo de las tapitas de refresco del bolso de la mujer.

—¿Le puedo servir en algo?

—Un café, bien cargado. ¿Podría traérmelo personalmente a la habitación?

Tose de nuevo.

—Sí, claro. Enseguida.

Nunca antes le habían temblado tanto las manos. Sostiene la bandeja como un novato. El café baila dentro de la taza tiñendo las paredes blancas de un color té con leche.  Golpea tres veces la puerta, rápido y suave.

La señora Nowak abre inmediatamente, como si estuviera esperándolo detrás. Lleva un kimono sobre un pijama de franela escocesa.

—Gracias, querido. Pasá.

Lo invita a sentarse en una silla junto a la cama.

—Justo me estaba por ir, ya terminó mi turno.

—Te robo solo un segundo, sentate.

Ella toma la bandeja y la coloca sobre la cama. Agarra la cuchara de plata, que ahora está sobre la mesa de luz, y saca del azucarero cuatro tandas bien cargadas. Él imagina el sabor del café y traga saliva. Sobre la cama también está la pluma de oro y la lupa. Un cuaderno abierto muestra garabatos, y una guía de viaje descansa en el suelo.

—¿Necesita algo más?

—Sí —afirma luego del primer sorbo de café—.No veo muy bien, ¿sabés? Quiero que me digas qué dice la guía sobre el parque de diversiones abandonado que está al norte de la ciudad.

Él se siente aliviado, pero no entiende el pedido. ¿Para qué querrá ir al parque? Hay lugares mucho más interesantes para visitar.

Toma la guía del suelo y la abre en la página que está marcada. Ella lo invita a sentarse junto a ella. Mientras lee en voz alta, siente la respiración de la señora Nowak cada vez más cerca, más pesada. La mira de reojo y de inmediato todo se le sale de foco. Sin esperarlo pasa a ser una presa indefensa, lucha con la lengua de la mujer dentro de su boca, y lo único que llega a sentir realmente es el gusto a café. Hay un forcejeo corto, violento, y la mujer lo libera tan rápido como lo cazó. Ella larga una carcajada infantil, inocente. El recepcionista se siente estúpido con la guía todavía abierta entre sus manos. Entonces ella abre los ojos, como sorprendida, se lleva la mano a la boca y saca apenas la lengua. De la superficie húmeda recoge algo dorado, como un botón, y se lo muestra.

—Gracias, querido. Podés retirarte.

Mientras camina por el pasillo en dirección al ascensor, va pensando un posible contenido para la tarjeta: “Vieja chiflada, excéntrica, con ganas de sentirse renovada. Viaja sola. No pudo resistir el encanto del recepcionista, tuvo que besarlo y luego, para no sentirse rechazada, saca algo de su boca como si todo hubiese sido un chiste de mal gusto”.

Llega a planta baja y se dirige a la puerta de calle. Se va tranquilo. Erguido. Se pasa la mano por el pelo, y luego se acomoda el abrigo tironeando un poco de las solapas. Aún no lo ha notado, pero el saco tiene dos ojales y un solo botón.

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«El recepcionista» pertenece al ebook CUESTIÓN DE PERSPECTIVA, de la colección ABSURDIA & SUBURBIA

 

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