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El país recobrado de Walsh

Para varias generaciones el nombre de María Elena Walsh guarda el recuerdo entrañable de un país perdido: la infancia. Esa tierra construida de imaginación, sueños y un sinfín de sensaciones vertiginosas y arbitrarias tiene la música de fondo de sus canciones y poesías. Con ellos modeló un mundo maravilloso donde el asombro y la magia es una moneda preciosa que puede cambiar de metal pero su valor siempre será el mismo.

“Lo escrito por María Elena configura la obra más importante de todos los tiempos en su género, comparable a la Alicia de Lewis Carroll o a Pinocchio; una obra que revolucionó la manera en que se entendía la relación entre poesía e infancia”, opina el escritor Leopoldo Brizuela.

María Elena Walsh o esa fidelidad por un estilo personal, es decir una vida que proyecta una obra en un diálogo de perpetua cadencia, nació hace exactamente 88 años en la bonaerense Ramos Mejía, una zona que por aquella época tenía el acento de las diversas comunidades de inmigrantes que llegaban a la Argentina. Como su apellido y el color de sus ojos azules intensos y cristalinos lo atestiguan, su padre era descendiente de ingleses e irlandeses. Viudo, padre de cuatro hijos, al tiempo volvió a casarse. De ese segundo matrimonio es María Elena.

“En mi casa había un ambiente de clase media ilustrada”, recordó alguna vez la artista. Gente con sensibilidad hacia el arte, la lectura, la música. Ese es un privilegio de cuna muy grande. Es como heredar una fortuna”. María Elena se pasaba horas leyendo. Su libro favorito eran los cuentos de Las mil y una noches.

El secundario, sin embargo, lo hizo lejos del ambiente que había propiciado esa fortuna. Ingresó en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Con solo 13 años se había mudado a la Capital, y pensaba que había sido una buena decisión. Se sentía bien, aunque de a ratos la acosara la melancolía, el estado de los adolescentes y de los poetas. Escribía fervorosamente. Poco después de costearse la edición de su primer libro de poemas, Otoño imperdonable, empezó a colaborar en las publicaciones culturales de la época, como el Suplemento literario del diario La Nación, dirigido por Eduardo Mallea, y la revista “Sur”, de Victoria Ocampo.

La publicación de un libro de poesía, que en muchos casos puede ser una botella tirada al mar, a María Elena sólo le trajo felicidades. El escritor Eduardo González Lanuza le dedicó una elogiosa bienvenida: opinó que ese libro mostraba una certidumbre de poesía, una poesía madura tanto a modo emocional como técnico. Además, obtuvo el Segundo Premio Municipal de Buenos Aires y capturó el interés del Premio Nobel Juan Ramón Jiménez.

Si una vida está hecha de extraños azares y del entrecruzamiento con otras personas, el encuentro con el autor de Platero y Yo fue decisivo para la formación de la artista, aunque no menos amargo. Jiménez quedó sorprendido por la juventud de la autora, apenas una adolescente, y su sensibilidad. Así, la invitó a su casa de Maryland, en los Estados Unidos. Su conocida parquedad y juicios literarios intransigentes pronto escarbaron hondo en la timidez de María Elena. “Aquella experiencia me dejó perpleja, pensando que el mundo era ancho, ajeno, bellísimo y amenazador».

Los tiempos en Argentina, a su vez, eran tomados por asalto por cambios políticos y sociales. Juan Domingo Perón subía al poder y originaba que las pasiones ideológicas se dividieran en dos: quienes lo apoyaban fervientemente o los que hacían todo lo posible por derrocarlo. Por su origen de clase, María Elena pertenecía al segundo. Si bien con el tiempo reconocería las virtudes de ese primer peronismo, decidió viajar a Panamá donde la esperaba la folclorista Leda Valladares. Antes de partir a un exilio que duró lo que el peronismo en el poder, es decir hasta 1955, publicó junto a su novio de entonces, Ángel Bonomini, por quien Borges y Bioy Casares siempre admiraron su relato “Los novicios de Lerna”, el volumen de poemas Baladas con Ángel.

Ese viaje fue el inicio de su carrera como cantante. Llegaron a Paris, la ciudad que todo joven latinoamericano aspiraba, con un repertorio que incluía zambas, chacareras, bagualas, temas de Atahualpa Yupanqui. Con el nombre de Léda et Marie tocaron en Scandia, en el Barrio Latino, en L’Ecluse y el Crazy Horse Saloon. En ese entonces todavía Paris seguía siendo una fiesta. En las noches no era raro que entre el público que deambulaba por los cafés y cabarets grises de la Ciudad Luz estuvieran Pablo Picasso, Jacques Prévert, Joan Miró, Yves Montand. La última corona que consiguieron fue la grabación del disco Le Chant du Monde.

El País Jardín de Infantes

“Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir en vos”

(“Serenata para la tierra de uno”)

Los años del peronismo en la Argentina se le fueron borrando como un sueño y María Elena regresó por completo al país, ahora con un nuevo gobierno. Empezó a escribir y publicar guiones para TV, obras de teatro (Canciones para mirar, Doña Disparate y Bambuco, etc.) y lo que es sin dudas su legado, las canciones para niños.

“Una cuestión clave fue haberme criado con música. Mi papá y mi hermana tocaban el piano. A mi madre, más criolla, le gustaba cantar música popular, algunos tangos. Le encantaba la música paraguaya, con el arpa, que le parecía tan dulce. Además, se escuchaba mucho la radio, las óperas que transmitían desde el Colón”.

Durante las décadas del ‘60 y ‘70 Walsh publica lo más representativo de su obra dedicada a los niños: El reino del revés (1965), Cuentopos de Gulubú (1966), Dailan Kifki (1966), Tutú Marambá (1960), Chaucha y Palito (1975), Pocopán (1977), Zooloco (1964), Versos tradicionales para cebollitas (1967), El diablo inglés (1974).

En más de una oportunidad se le preguntó el porqué había elegido el mundo de los niños para dar a conocer sus creaciones. La artista, lejos de una postura académica o romántica, lo explicaba así: “En verdad no sé por qué. Quizás porque era un género que me daba más posibilidad de juego. Quizás era algo muy viejo, algo que yo quería reconstruir. Algo que, de alguna manera, no está desvinculado del folclore, de lo hispanoamericano”.

Lo cierto es que una vez que los niños escucharon esas canciones las hicieron suyas, sintiendo que en ellas había un vínculo muy íntimo. De esa galería de personajes, Manuelita, la tortuga de Pehuajó, es el más entrañable. Los años ‘70 fueron fértiles para la creación, no obstante la violencia que se desataba en la Argentina por la dictadura del general Videla. Hubo amenazas y censuras pero nada de eso la intimidó, ni siquiera el cáncer óseo con el luchó contra cansadas operaciones y tratamientos de quimioterapia. Continuó publicando canciones, ensayos y artículos periodísticos, entre ellos Desventuras en el País Jardín-de-Infantes. De esta manera «Serenata para la tierra de uno,» o «Como la cigarra» se convirtieron en una voz de denuncia, inevitable y necesaria en los tiempos en que el silencio era lo cotidiano.

Pero un buen día todo eso terminó. “Me di cuenta de que trabajaba por etapas. Y porque me dio miedo estirar lo de los chicos y terminar estropeándolo. Después me pasó lo mismo con las canciones para adultos. Eran etapas, series de cosas para hacer y no para dilatar más de la cuenta”.

Las últimas dos décadas María Elena Walsh estuvo recluida en casa junto a su pareja, la fotógrafa Sara Facio. Ellas compartieron durante 30 años, como la escritora afirmó, “un gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta compañía”. De vez en cuando daba entrevistas. Así nos enteramos que sufría dolores a causa del cáncer y que le era muy difícil movilizarse. Confesó que la enfermedad la había vuelto más pensativa, más dolida por dentro, más retraída. “Por ahora me gusta más el silencio contemplativo que la opinión. Tal vez porque me quedé sin palabras. Desde hace un tiempo no tengo ganas de lidiar con ningún tema de la actualidad. Por ahora, que alguien tome la posta. Después, más tarde, no sé, se verá. Por ahora me desayuno con los diarios; leo los chistes y me entero del horóscopo, nada más”.

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