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El noir suburbano (fragmento)

 UNO

El hombre llegó a fines de setiembre, cuando ya todos se habían marchado para sus casas y la ensenada y las calles y el hotel estaban vacíos, y yo me aprontaba para hacer la última liquidación y despedirme hasta la próxima temporada de los tres empleados que todavía permanecían conmigo: Wilson, el viejo conserje que se ocupa de todos los trabajos manuales habidos y por haber, desde cortar el pasto hasta reparar un calefón descompuesto o corregir una cenefa en falsa escuadra, el cocinero –eficaz pero no más sofisticado que una hamburguesa bien jugosa-, y la mujer uruguaya encargada de la limpieza.

Todos los años pasa lo mismo desde que estoy al frente del negocio, y lo mismo pasaba cuando era atendido por mis padres y supongo que lo mismo ocurría en el tiempo de los primeros dueños, antes de que decidieran poner el hotel en venta y de que mi padre, ya cansado de tanta peregrinación y turismo incidental, tomó, según los relatos familiares en un arrebato que no le duró más de un par de días, la determinación de invertir todos sus ahorros y el resto de sus días en este lugar. Todos los años el hotel trabaja a full durante dos meses y medio, y durante los nueve y medio restantes mi mujer y yo nos encerramos en nuestra habitación, de donde no salimos salvo para darle de comer a Hoover, y esperamos que el largo invierno pase lo más rápido posible mirando televisión, leyendo, comiendo y haciendo el amor con algún entusiasmo las primeras semanas y una vez cada dos o tres semanas las semanas siguientes. Yo intenté escapar de todo eso cuando mis padres vivían aún, pero todo lo que pude fue encontrar una esposa y finalmente traerla conmigo para hacernos cargo de esta dudosa herencia, algo que ella aceptó de buena gana y en contra de mi propia incredulidad, y de lo que parece no haberse arrepentido hasta el día de hoy.

El hombre, decía, llegó en un Chrysler Neón azul marino, un modelo lujoso hace algunos años, bastante bien conservado a pesar de las muestras evidentes de los miles de kilómetros transitados en los últimos meses, y estacionó frente a la administración. Fue breve. No parecía nervioso, pero hablaba en voz muy baja, arrastrando una palabra detrás de otra como si desconociera puntuación alguna o como si no le interesara modular, enfatizar la menor expresión, ningún pensamiento. Prometió no quedarse más de una semana, me pagó por adelantado, bajó del maletero un bolso negro y una valija mediana, y se dejó acompañar por la empleada, mirándole el culo y las piernas de tanto en tanto, hasta su habitación, la número 23, un cuarto a medio camino entre mi oficina y el extremo este de la construcción. Le cobré, como es obvio, tarifa y media, como para cubrir el jornal de Wilson y de la uruguaya mientras estuviera hospedado. A ellos dos les pedí que se quedaran hasta la semana entrante, y como él dijo que no comería en el hotel, llamé al cocinero, le pagué los últimos días trabajados, le di la mano y le escuché asegurar que regresaría en nueve meses y medio.

El huésped no salió en todo el día, y recién cerca de la medianoche, hora en que hago mi habitual ronda arrastrado por las poderosas patas de Hoover incluso en los más crudos días de invierno, vi una luz tras las ventanas que, sin embargo, no demoró en apagar.

A las diez de la mañana del día siguiente sonó el teléfono. Atendí, y una mujer con un extraño acento me preguntó por alguien, dándome un nombre que no entendí ni pude memorizar. Cuando levanté la vista, él estaba de pie en el umbral y se acercó al mostrador sin decir una palabra, extendiendo su mano izquierda para que le pasara el tubo.

-¿Cómo estás? –pregunto en voz queda pero artificial, y esperó la respuesta mirándome a los ojos, pidiendo que me retirara.

Lo escuché decir “mucho” y “mi amor” un par de veces antes de servirme un café y salir de la oficina. La mañana era hermosa y encendí un cigarrillo recostado a una de las columnas del porche. Bebí y fumé mirando la carretera –dos camiones de transporte, una camioneta Ford negra a toda velocidad, un Mercedes Benz arrastrando un pequeño yate descolorido-, la explanada del hotel, los movimientos sincronizados de Wilson pintando el marco de una de las puertas de la segunda decena tal como se lo había pedido la tarde anterior. Cuando me vio, el viejo se detuvo un momento, dejó el pincel en un tacho que usaba para diluir la pintura y levantó la mano para saludarme. El cielo azul, una bandada de pájaros a media altura, como si ellos tampoco se decidieran aún a marcharse de aquí, como si estuvieran ensayando su viaje. Acabé el café, acabé el cigarrillo, y el hombre seguía en el teléfono. Salió un par de minutos después, me agradeció con un murmullo y bajó la vista de inmediato, avergonzado acaso, decidido a volver a su habitación. Le pregunté en qué momento podía mandar a la mucama a hacer la limpieza y cambiar la ropa.

-Después del mediodía está bien –dijo con un tono de gentileza que me pareció inusual, como si su parquedad ya me hubiera convencido de algunas de sus características-. Yo le aviso. Yo le aviso.

La uruguaya me contó después, ese mismo día, que la primera vez que golpeó en la habitación 23, el hombre no le abrió, pero que podía asegurar que la estaba mirando tras las persianas.

-Me sentí espiada –dijo, no con miedo sino con una sonrisa socarrona.

Media hora después, fue él quien vino hasta mi oficina, preguntó si podía quedarse con las llaves, dijo que la limpiadora podía pasar por el cuarto y avisó que volvería a media tarde.

-¿Algún problema si traigo a una persona? –preguntó.

-La habitación es para dos –le dije sin levantar la vista del libro que estaba leyendo, con la menguada intención de imitar su sobriedad, su impasible desaprensión.

Regresó tarde en la noche, porque vi su automóvil estacionado frente a la habitación recién cuando salí con Hoover. Todo estaba a oscuras y en silencio, aunque el perro olfateó insistente alrededor del auto y en la vereda.

A la mañana siguiente, la uruguaya vino con otro cuento. Como el auto no estaba, pensó que el cuarto había quedado vacío y entró a limpiar, pero apenas abrió la puerta vio a un hombre joven, de unos veinte, veinticinco años, vestido con unos vaqueros y una camisa blanca, durmiendo en la cama, sobre el cobertor. Cerró de inmediato y se marchó sin decir una palabra. Sólo después del mediodía se volvió a repetir la escena del día anterior: él fue hasta mi oficina, me señaló las llaves colgando en su mano derecha, me comunicó que volvería en unas horas y me pidió que le avisara a la empleada. Después se subió al automóvil y se marchó, sin que pudiera darme cuenta de que otra persona viajaba con él. La uruguaya me dijo luego que todo estaba ordenado y limpio, que solo había cambiado las sábanas y pasado la aspiradora, como es de costumbre, y que en realidad, a no ser por la maleta y el bolso guardados en el placard, parecía como si nadie estuviera alojado allí.

A media tarde se escucharon motores en el lago, algo habitual en temporada pero extraño fuera de ella. Fuimos caminando con mi mujer y pudimos ver sobre la orilla este, a pocos metros del puerto menor, tres lanchas de la guardia civil que iban y venían hacia el centro del lago, y un buen número de funcionarios y cuatro o cinco hombres rana entrando y saliendo del agua calma. En el mirador estaba David, el dueño de la gasolinera, que se acercó apenas nos vio llegar.

-Están buscando el cuerpo de un muchacho. La madre había denunciado su desaparición unos días atrás, pero ayer por la noche encontró una carta entre la ropa de su hijo, en la que le informaba de su decisión de suicidarse justo aquí, justo en el lago.

He visto más de una veintena de accidentes, casi siempre fatales, desde que me hice cargo del hotel. Todos iguales: alguien viene a alta velocidad, no domina el vehículo al llegar a la curva del kilómetro 314 o simplemente derrapa en la arenilla que el viento deposita sobre la carretera, y cae en la hondonada sur. La municipalidad puso después del tercer accidente unas barras de aluminio pensando que podían ayudar a contener a los vehículos. A partir del décimo, cambiaron aluminio por acero, pero todo siguió igual, infructuoso. Entonces alguno de nosotros hace la denuncia, viene la policía, los equipos de rescate, los funcionarios de la guardia civil, los paramédicos en sus ambulancias, retiran los cadáveres y los vehículos del agua y se van. Pero nunca había sabido de un suicida, de una persona que quisiera quitarse la vida en un lugar tan hermoso.

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