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Archivo Suburbano: El mito en Juan Carlos Onetti

Vengo de un país donde las leyendas son escasas y donde el tránsito de los relatos de la mitología clásica a la vida cotidiana siempre nos ha resultado esquivo, cuando no inverosímil. Todos los mitos explican una fundación y elaboran una quimera, y los uruguayos todavía dudamos de que nuestro país haya sido fundado alguna vez o de que tenga algún futuro a largo plazo. Este vacío narrativo se registra hasta en el plano de la política, espacio en el que los pueblos de Latinoamérica siempre se han mostrado más proclives a ciertos sincretismos. Nuestras referencias son discretas y no nos unen a ellas elementos pasionales: en Uruguay se admira a José Batlle y Ordóñez por las reformas políticas que llevó adelante a comienzos del siglo XX y por su capacidad para prescribir las bases de una sociedad secular, pero no por algún elemento mesiánico que dudosamente pudiera inspirar. Lo mismo ocurre con otros líderes de las divisas que se han levantado en nuestra corta historia. Aparicio Saravia se lanzó a pelear a las cuchillas, pero nadie cree que fuera dueño de súper poderes; Líber Seregni comandó a la izquierda en algunos de los momentos más difíciles del pasado reciente, pero nadie lo pensó al frente de un movimiento de resistencia armada, aun teniendo en cuenta su condición de militar.

Ninguno de ellos fue capaz de milagro alguno, ninguno emuló seres sobrenaturales ni alimentó esa parafernalia de dioses, semidioses, titanes o personajes fantásticos que nutren la mitología clásica y que sí hallaron lugares fértiles en otras narrativas de nuestro continente, iluminadas por la presencia de algunos líderes como Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Porfirio Díaz, Fidel Castro. Nuestra forma de entender el mundo no dependió nunca de ciertos relatos míticos al uso en otros países y, con menor o mayor trascendencia intelectual, lo hemos visto y explicado desde las perspectivas de la razón. No somos una nación confesional y nuestra larga tradición de laicidad (e incluso de ateísmo) también nos distancia de portentos menores, de cultos puntuales, de adoraciones varias.

Acaso uno de los ejemplos literarios más elocuentes de esta actitud sea el cuento “Rodríguez”, de Francisco Paco Espínola. En él, un jinete es abordado por el diablo, quien comienza por ofrecerle mujeres, oro y poderes a granel, y trata luego de deslumbrarlo de las maneras más insólitas –convirtiendo una rama de tala en una víbora, su caballo en un toro, más tarde en un bagre–, y todo lo que logra es que el gaucho, impávido, le conteste que aquello no es otra cosa que “mágico”. El cuento se cierra con el diablo a las puteadas, y con otro mito hecho pedazos.

Creo que esa cualidad ante lo real nada maravilloso, en particular de los habitantes de nuestras ciudades, tiene un puñado nunca concluyente de explicaciones. Alguien dijo alguna vez que los uruguayos descendemos de los barcos, y a ello deberíamos sumarle el carácter taciturno y melancólico de aquellos primeros inmigrantes, italianos y españoles en su gran mayoría, poco propensos a la imaginación y al desborde. Una vez agotada la gauchesca y su correlato, la narrativa rural, capaz de albergar de un modo tímido algunas leyendas más o menos atávicas y por lo general siniestras, una vez desaparecidos los últimos héroes de los últimos enfrentamientos civiles de principios del siglo pasado, nuestra mayor mitología se instaló en los atribulados discursos de la ciudad, en especial en los del tango: madre y mujer y tierra perdidas, el fin de la juventud y el despreciable reinado de las nieves del tiempo, una viveza opaca y una inasible lentitud hecha dominio sobre todas las cosas.

Es obvio, pues, que Juan Carlos Onetti, el mejor de los escritores uruguayos, estuviera obligado a nutrir su obra con todos estos elementos, y a instalar en ellos una celebración mítica que no va más allá de la palabra minúscula, cuando no del silencio liso y llano. Él mismo se había encargado en su juventud de reclamar una literatura que reflejara al habitante de la ciudad, y que pusiera distancia de los últimos reflujos gauchescos. Pero de todos modos allí, en ese discurso lerdo y pausado, se pueden rastrear los tenues reflejos del mito, de unos dioses que no son sino encarnaciones de la condición humana en sus diferentes manifiestos: el amor, el odio, la belleza, la juventud, la envidia, los celos, el deseo de ser como dioses y su inmediata, inexcusable derrota. Detectarlos implica, desde un primer momento, saber que no hay en el autor de El pozo lugar para exaltaciones, y que encontraremos a Prometeo, a Narciso, a Sísifo, a Hebe, en sus versiones más pedestres y umbrías, atenazados en su destino humano y sin un solo gesto que transgreda lo racionalmente permitido.

Onetti supo desde un principio que el hombre es un animal condenado a la soledad. Lo aprendió en sus narradores básicos –Celine, Faulkner, Hamsut– y en sus referentes del pensamiento existencialista. Y puso a convivir esa soledad con el amor, con la breve algarabía de las cosas, con la redención por la piedad, con la tempestad del fracaso. Casi todos sus personajes quieren ser más poderosos que los dioses y los desafían por lo general de modo altivo. Así lo hacen las mujeres de “Un sueño realizado”, de “Ejsberg en la costa”, de “Tan triste como ella”, de “El infierno tan temido”, a medio camino entre los sueños, la tristeza o la desesperación. Y así también los hombres que como Brausen se creen capaces de inventar otra realidad y parten de una Buenos Aires espectral a la ciudad imaginaria de Santa María, o que como Larsen quieren fundar el prostíbulo perfecto o parecerse al viejo Petrus, versión devaluada de Zeus, dueño de un astillero en ruinas, con el fin de reconstruir una empresa inviable y casarse con la hija de ese mismo dios alguna vez todopoderoso. Pero casi todos ellos, hombres y mujeres, naufragan en su descomunal propósito, a no ser por el único atajo gracias al cual pueden ser más poderosos que Dios: el suicidio.

Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende”, dice Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo, y así ocurre con el basquetbolista tuberculoso de Los adioses, que se suicida adelantándose al designio sacro de la muerte, o con Risso, el protagonista de “El infierno tan temido”, humillado por esa extraña conjunción de obscenidad y ternura que su amante epistolar le envía en forma de fotos. Camus recurre a Sísifo para trazar una alegoría del hombre contemporáneo, tanto en su desafío a los dioses como en lo absurdo de su castigo, y nos dice: “Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción”. Su prontuario incluía acaso el peor de los pecados: haber engañado a los dioses, haberles mentido y haber sido creído por estos. Su castigo, por consiguiente, fue más que ejemplar: condenado a cargar por la eternidad una enorme roca hasta la cima de una montaña, desde donde aquella volvía a caer por su propio peso. Los dioses, comenta Camus, habían “pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”. Y del mismo modo que los adjetivos “sabio”, “prudente” y “bandido” servían para describir a Sísifo, estos serían también los tres mejores calificativos para acercarnos a Larsen, ese personaje clave de la obra de Onetti, protagonista de dos de sus novelas más emblemáticas: El astillero y Juntacadáveres.

Y no es de ese recurrente e infatigable Sísifo del único mito que nos habla Onetti: es central también en su obra la exaltación de la juventud en cuanto elogio de la belleza y de lo ilimitado. Hebe y Narciso, inseparables siempre que el tiempo se pudiera detener eternamente, pero frágiles y  vencidos en tanto a cada minuto le continúe otro, y otro, y otro. En “Bienvenido, Bob”, una de sus cuentos maestros, se sintetiza el pensamiento onettiano: aquel Bob joven, impetuoso e irreverente, se ha transformando, apenas, en Roberto: ha dejado atrás sus treinta años y ya es, como todos los hombres, un hombre hecho y deshecho, siempre y cuando no sea un individuo brillante. Desterrado de la breve isla de la belleza, ese Roberto que ha entrado al mundo de los mayores vagará de aquí en más por un territorio tan inefable como el de una roca que vuelve a caer y a caer y a caer.

Ya en su exilio madrileño Onetti fue sometido al Cuestionario Proust, y cuando le preguntaron qué quisiera ser, contestó: “Yo, en las condiciones presentes, pero con veinte años”. Y ni siquiera a él, un individuo brillante, los dioses le concedieron semejante favor.

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