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El misterioso talismán de Jemanjá

Gregorio parecía un ekeko; es decir, uno de esos muñecos grotescos del folklore sudamericano —cargados de billetes, cigarrillos, joyas, autos, etc., en miniatura— que los pobladores de las altiplanicies andinas suelen adorar para la buena suerte. Así de feo y maltrajeado era el pobre Gregorio, pero se enfadaba mucho cuando lo llamaban ekeko, así fuera de cariño.

Luego de un año académico en un programa escolar nocturno de ESL (English as a second language), aprendió a mal hablar el inglés y se hizo ciudadano norteamericano; a partir de entonces exigió que lo llamásemos Gregory, que era como —según él— lo llamaban en su natal Cochabamba, y además insistió en que su apellido lo pronunciáramos adecuadamente: «Pickling», como había quedado registrado en su nuevo pasaporte gringo, y no Pichilingue, como figuraba en sus antiguos documentos bolivianos oficiales.

Así pues, Gregorio Pichilingue (o Pingachica, como le decían los cubanos) quedó convertido en «Sir Gregory Pickling», para los que leían su nombre en una lista, claro, hasta el momento en que se paraba y decía «Ay am jere» y caminaba hacia la ventanilla de atención con su pinta de pachuco andino, obligando al público a mirar al piso, conteniendo el mariposeo estomacal, para no cometer la malcriadez de reírse en su presencia.

Gregory tenía una suerte envidiable (Yo le decía Gregg, de cariño y porque decir Gregory, mirándolo, me hacía reír, y no pues…). Todo le salía bien, por más jalado de los pelos que fuera. Él se proponía algo y lo conseguía. Cuando pedía permiso —en el warehouse donde trabajábamos— se lo daban; un préstamo, se lo daban; un aumento, se lo daban; hasta un ascenso inmerecido tuvo, solo a punta de insistencia y de un secreto que llevaba empuñado en su mano izquierda cada vez que emprendía un nuevo propósito: el Talismán de Jemanjá…

El misterioso talismán era un tosco muñequito antropoide de alguna oscura aleación metálica, borroso y con algunas sinuosidades femeniles, tan feo como su dueño, que llevaba colgado al cuello, mediante una muy delgada tira de cuero, por dentro de la camisa.

Me contó que una santera brasileña, afincada en su pueblo, se lo había obsequiado en pago a los favores que Gregory solía hacerle, como comprarle hojas de coca, ruda y cigarros negros en el mercado cochabambino, con los cuales la bruja hacía sus conjuros en las sesiones de curación con las que se ganaba la vida.

Le dijo que era el talismán de Jemanjá, una poderosa divinidad de los mares y que tenía que rezarle a diario y hacerle de vez en cuando algunas ofrendas de velas y comidas típicas.

Desde que empezó a usarlo —contaba Gregory— su mala suerte cambió y todo empezó a salirle a pedir de boca: un premio menor de la lotería boliviana le dio el dinero necesario para su viaje a los Yunaites, el consulado le otorgó la visa y, ya en Miami, una enfermera solterona norteamericana, gorda y mucho mayor que él,—que gracias a su afición por los huevos revueltos y el chucrut, se tiraba unos pedos con una velocidad de difusión y un índice de permanencia asesinos— se le ofreció en matrimonio, con lo cual consiguió la residencia legal y posteriormente la ciudadanía gringa.

Una trabajadora cubana le había informado que el talismán más bien parecía ser una imagen de Yemayá, una orishá o diosa de la religión Yoruba nigeriana, y que tuviera mucho cuidado con él, porque Yemayá era muy celosa y vengativa.

La vida de Gregory transcurría feliz, con trabajo estable, casa propia, auto y demás comodidades que, aunque en USA son normales para cualquier empleado de clase media, en el pueblo de Gregory correspondían a un nivel de confort que solo disfrutaban los ricos.
Gregory solía presumir de su cómoda vida clasemediera y de cada una de sus adquisiciones (auto nuevo, televisor de plasma, el último teléfono móvil, etc.) hasta un fatídico día en que terminando de organizar el ala posterior del almacén —lugar sucio, polvoriento y lleno de todo tipo de herramientas herrumbrosas y cajas vetustas abandonadas por años— alguien le hizo notar que de su cuello solo colgaba la tira de cuero, sin el todopoderoso talismán. Gregory se puso lívido, regresó de inmediato al almacén y empezó a desordenarlo de nuevo, en su afán de recobrar el amuleto.

Llegó la hora de salida y Gregory seguía enterrado en el almacén, sudoroso y coprolálico (puteando a diestra y siniestra), negándose a abandonar su búsqueda, por lo que tuvo que ser retirado por la fuerza —de los securities— por orden del enfurecido manager, que no creía en nadie y «menos en amuletos cojudos» como solía decir.

A la mañana siguiente, al llegar al trabajo, encontramos a un madrugador y ojeroso Gregory empeñado en su búsqueda, con una meticulosidad digna de un arqueólogo y la obsesión de un autista con síndrome de Asperger.

Gregory, empeñado en recuperar su talismán, descuidó sus labores diarias y las discusiones con el manager se hicieron frecuentes y pasaron de los insultos a la agresión física, hecho que determinó su despido de la empresa. Por supuesto, Gregory achacó el hecho a la pérdida del misterioso talismán.

Cuando salió a la calle, Gregory ya estaba cagado, no solo cagadazo por haberse quedado sin empleo y lleno de facturas por pagar de sus innumerables tarjetas de crédito, sino literalmente cagado, pues en su ofuscación, durante la última discusión con el manager, se bebió el vaso de agua mineral del escritorio de la recepcionista, quien, al sufrir de estreñimiento crónico, solía mezclar sus bebidas con sobredosis de un poderoso purgante inodoro, incoloro e insípido, pero más efectivo que desatorador industrial.

Gregorio no dejaba de achacarle todos sus males a la vengativa Jemanjá y le rezaba con la asiduidad de un musulmán, pero en vez de arrodillarse sobre una alfombrilla y dirigir sus plegarias con dirección a La Meca, lo hacía sobre las arenas de North Beach, donde arribaba todas las noches para rezar, rodeado de un círculo de caracoles y conchas marinas, dirigiendo su mirada hacia lontananza, hasta que lo expulsaba la policía.

Dos veces arrestaron a Gregory por intentar ingresar de madrugada, ilegalmente, a los almacenes de la empresa. La segunda vez fue enviado a la Correccional de Miami, donde quedó detenido por dos meses, mientras su esposa vendía su Jeep Cherokee para pagar la fianza y liberarlo.

La esposa lo abandonó, o él abandonó a su esposa, o ambos se abandonaron; se convirtió en un homeless —no afiliado, para colmo— que vagaba por la playa con sus rezos y sus cánticos, rodeado de vagos viciosos que lo orillaron a la bebida y al crack. Terminó robando, asaltando y viviendo bajo los puentes. Debido a su conversación monotemática, se ganó el apelativo de «Lucky charm» (amuleto de la suerte) que luego se convirtió en su alias, cuando fue arrestado por la policía, acusado de ser miembro de una banda de microcomercializadores de droga.

Gregory no dejaba de achacarle a la pérdida de su talismán todas las penurias atraídas por su cambio de suerte. A pesar de estar purgando condena en una cárcel para reos primarios, supuestamente no agresivos, Gregory fue víctima de varias pateaduras, no solo porque les caía mal a los demás reclusos —especialmente a los hispanos—, por su cháchara monótona y sus aires de gringo, sino también porque ya habían empezado a creerse lo de la maldición de Jemanjá y temían que su mala suerte fuera contagiosa, por lo que preferían mantenerlo bien alejado del grupo.

Nos habíamos acostumbrado a recibir malas noticias de Gregory, pero no podíamos ni visitarlo porque se ponía agresivo, echándonos la culpa de haberle birlado el talismán, por envidia, y ser los culpables directos de su desgracia.

Meses más tarde, Camargo —un camionero de UPS— apareció en el counter de la almacenera, trayéndonos el clásico azafate de cartón reciclado con vasos de café del Starbucks, a modo de obsequio diplomático. A Usnavy, el empleado de limpieza, le pareció descubrir el jodido talismán en el llavero de Camargo, adosado a un gran manojo de llaves que colgaba de su cinturón, y, sabiendo que Camargo tenía acceso al lugar donde Gregory perdió su joya, corrió la voz por la almacenera de que en la recepción estaba el culpable.

Los antiguos compañeros de Gregorio salieron al encuentro, poniendo en guardia a Camargo, quien se muñequeó al notar que un grupo de gente malencarada lo rodeaba y no era por el café, ni por sus ojos azules.

Luego de que la recepcionista le contara la triste historia de Gregory y le suplicara que devuelva el amuleto, Camargo le dijo que con mucho gusto se lo entregaba, dado lo penoso del caso, pero que en realidad no era el fatal amuleto de Gregory, sino una simple imagen gastada de la virgen María, maltratada por los trajines del trabajo, que encontró dentro de un huevo de Pascua brasileño, de chocolate, que le regalaron las monjas carismáticas de Brasil, muchos años atrás, cuando hizo su primera comunión en la Cathedral of Saint Mary, el día de Stella Maris.

Con alegría de colegiales, fuimos a la casa de la exmujer de Gregory, llevándole la buena noticia del hallazgo —le dijimos que era el original— y pidiéndole pistas para ubicarlo, pistas que nos llevaron al edificio 7000 del Northwest con la calle 41, donde finalmente lo encontramos.

Por más esfuerzos que hicimos, Gregory no pudo reconocer el amuleto. Ni siquiera nos reconoció a nosotros. Gregory se encontraba en estado catatónico, recluido en el pabellón psiquiátrico del Centro Correccional Turner Guilford Knight, del condado de Miami-Dade, a consecuencia de un colapso nervioso.

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Muela

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