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El infierno musical de Pizarnik

Los creadores en distintas áreas del quehacer artístico, están siempre en busca de materias primas para incentivar su imaginación e iniciar nuevos proyectos. Muchos horadan la memoria personal o colectiva como punto de partida hacia sus nuevas propuestas. Algunos interpelan la naturaleza o el mundo de las ideas y construyen sus discursos en base a estas reflexiones. Otros exploran los laberintos de las relaciones humanas y la vida en sociedad. También abundan casos en los que buscan inspiración en obras provenientes de disciplinas artísticas distintas a las suyas.

Se sabe que el pintor expresionista, Jackson Pollock, ideó su método de dripping y action painting en parte como respuesta a su fascinación por el bebop y la improvisación musical. En un interesante caso de diálogo interdisciplinario, unos años después del surgimiento del action painting, en los 50s y 60s, el saxofonista norteamericano Ornette Coleman propulsó el origen del free-jazz como respuesta a las pinturas de Pollock. De estas, Coleman admiraba su equilibrio entre la sensación de libertad y la rigurosidad técnica. En 1960, el músico lanzó su álbum Free Jazz, el cual es un hito. En la portada del álbum aparece ‘White Light,’ una de las pinturas expresionistas de Pollock, como reconocimiento tácito del parentesco entre el action painting y el free jazz.

Otro ejemplo interesante es el de la poeta argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) y su poema Piedra fundamental, incluido en su poemario El infierno musical (1971). El poema es relevante en este sentido no por proveer una apología de la música o por aludir a la belleza de los sonidos. Yendo más allá de lo descriptivo o celebratorio, Pizarnik hilvana imágenes y metáforas que logran materializar la sensación misma de corporizar movimientos o figuras musicales como expresión de su propia vida emocional atormentada. La poeta escribe:

Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Solo cuando un refrán reincidía, alentaba en mi la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro […]

En este pasaje, Pizarnik hace reminiscencia de una sensación intrínseca al quehacer musical, la cual muchos músicos llegan a experimentar a un nivel visceral: la certeza de que todo sonido es efímero. Pizarnik desesperadamente trata de aferrarse a un punto firme y seguro, quiere hacer de la música “una patria” porque esta misma noción de perpetuo cambio y fluidez asociada a su visión de la música como arte pareciera brindarle un posible espacio para la coexistencia de sus múltiples identidades (lo que ella llama “sus voces”). Esta unidad podría ser un “punto de partida”; es decir, una posibilidad para el cambio generativo. Pero vivir o corporizar esta misma fluidez es un acto que la desgarra:

Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba.

En Piedra fundamental, los versos (o refranes, en este caso) intentan cobijar la fluidez caótica del universo emocional y cognitivo de Pizarnik dentro de un formato “musical,” para que estos puedan amalgamarse y alcanzar la síntesis, buscan apelar a la esencia cambiante, evanescente y temporal de los sonidos para de alguna forma coexistir y exudar un significado. Los versos, y las voces que representan, quieren ser “un lugar de la fusión y del encuentro”. La energía vital detrás de este deseo de convertir la psiquis convulsa en flujo sonoro unificador, sin embargo, se “contorsiona y distorsiona” con una ferocidad báquica, y las voces, personalidades y emociones encontradas desbordan la pretendida parsimonia del refrán musical.

En el poema, las imágenes abordan una faceta esencial de la música, la cual es su temporalidad y evanescencia. Además, incrustan esta misma faceta en el transcurrir de la experiencia corporal.  La psiquis experimenta el paso del tiempo y el caos emocional:

Yo hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo (…)

Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas (…)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero) (…)

Estas imágenes implican la constante presencia del cuerpo y su temporalidad, sea en la disolución de la experiencia corporal misma en una dimensión externa al tiempo, o la sensación física del transcurrir en conexión con la energía vital (“sonidos calientes para mi corazón”), o la difícil convivencia con la otredad que se iguala a un choque incongruente de sonidos (“disonancia”). Pizarnik nos presenta un ejemplo de simbiosis entre la poesía escrita y la música. Más aun, enfoca su imaginación creativa en la centralidad del cuerpo como espacio y medio donde el discurrir de la experiencia humana se vive y poetiza.

 

 

 

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