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El día que Milcho Manchevski me habló

En 1994 yo tenía veintidós años, un grupo de amigos expeditivos y algunas sospechas vocacionales. Era una época de experimentación en todo sentido y ese espíritu nos debe haber llevado a ver “Antes de la lluvia”, una película macedonia de un director que aún hoy me cuesta deletrear: Milcho Manchevski.

Venerábamos el cine que venía de lugares exóticos, que se tomaban otros tiempos, cuando cayó este tipo de por ahí. De los rezagos de la República Yugoslava del mariscal Tito. Una llamativa bolsa con enigmas, guiños, genocidios y futbolistas de elite.

Fuimos a un cine cerca de Santa Fe y Callao, una zona extremadamente alejada de todas las que frecuentábamos. ¿Por qué retengo la sala a la que asistimos? Porque siempre llaman la atención los pequeños detalles inútiles que perduran gracias a la memoria emotiva vinculada a un momento esencial. Quiero decir que, cuando el recuerdo es relevante, cuando perdura en el tiempo, otros pequeños detalles se aferran a lo imborrable con garras de jaguareté.

No creo estar descubriendo una gema. “Antes de la lluvia” fue candidata al Oscar, ganó el León de Venecia, fue película del año en los varios festivales, entre ellos el de Buenos Aires.

La estructura narrativa del filme no es cronológica. Está dividida en tres partes. El comienzo de la narración corresponde en realidad al final de la historia. En el último de los actos, uno comprende que ya vio el final, resignifica la historia, la rearma mentalmente. Sin embargo, existe un detalle, un juego mental que quedó fijado en mi recuerdo emotivo.

Rade Serbedzija interpreta a un multipremiado fotógrafo macedonio que vive en Londres y que se encuentra revelando unos negativos. En el preciso momento en el que uno se halla reordenando la línea de tiempo brinca indómito un detalle: la fotografía que está siendo revelada en el cuarto oscuro pertenece cronológicamente a un momento posterior. Lo primero que pensé: error de continuidad. Luego me dije que no podía ser. Era un error conceptual mucho más grave. Milcho, ¿cómo se te pasó tamaña burrada? La película avanzaba pero yo seguía fijado al error. A la falta.

Pero el fotógrafo toma de la mano a su amante ­–­la sutil Katrin Cartlidge– para cruzar una calle londinense y, tras ellos, la vi. Debe haber ayudado el hecho de que la toma dura unos 14 cuadros de más. Pero ahí estaba. La respuesta de Milcho, la continuación del diálogo entre el director de uno de los mejores debuts cinematográficos de la historia (no lo digo solo yo) y un joven aspirante a escritor y guionista. “Circle is not round” graffiteado en la wall londinense. Los subtítulos lo tradujeron como “El círculo nunca es perfecto”.

Lo guardo como uno de mis momentos fundacionales. Recuerdo haber sentido la compulsión de hablar con mis amigos sobre el film a la vez que deseaba huir para comenzar seriamente mi carrera artística. Quería sentarme a escribir en ese momento, sin pausas. Tal vez por eso recomiendan leer aunque sea una página de un autor admirado antes de sentarse a escribir. No hay nada más inspirador que experimentar una obra de alguien que te impulsa a querer convertirte en esa misma persona. Volví a casa en el bondi –slang porteño para referirse al autobús– trazando el plan que me llevaría a reencarnarme en el Milcho Manchevski argentino.

Como autor, no decepciona en lo más mínimo cualquier tipo de desprendimientos de sentido. Pero en el fondo remoto de mi inconsciente,  previo a la tormenta de las múltiples interpretaciones, antes de la lluvia, anhelo que, aunque sea por un instante, el mundo sea como yo lo escribo. Que me haga caso. Que el lector conecte con mi cruda intención y se deje llevar como me sucedió a mí aquella función transnochada en un cine de la Avenida Santa Fé. Eso cerraría un círculo. Aunque ya sepamos que el círculo nunca es perfecto.

 

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Muela

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