Search
Close this search box.

#DelirioLit: El pianista y la madre

El hijo se encontraba tendido sobre un sillón de tela junto al piano. Nadie se animaba a despertarlo. En el salón de al lado también velaban a alguien, pero era a una pequeña niña.

Aún dentro del sueño, el hijo bajaba las escaleras. No reconocía la sala, ni los cuartos. Al parecer, quienes vivieron allí, se habían marchado sin guardar las cosas. Levantaba el polvo con cada pisada que daba por el pasillo. Ya afuera, volteó, y esta vez reconoció su casa entre las ruinas. Arriba, tras las ventanas rotas, los insectos encendieron la luz en sus estómagos.

Al ver al hijo, las criaturas salieron desde el segundo piso en una nube para encontrarle. Como sucede cuando se vierte una jarra desde el balcón, un chorro de pupilas fulgurantes descendieron para rodearlo. En su interior traslúcido, una pasta fluorescente roja se calentaba, como sucede con el fuego que nace en la barriga de un dragón. Pronto el resplandor cambió a un verde plomo, volviendo al rojo incandescente antes de apagarse. Lo hicieron sentir protegido, amado.

Las criaturas de mayor tamaño improvisaban otros colores. Él las adoraba. Al fondo, pasando los escombros, escuchó su nombre. Caminó entre los seres diminutos, llegando a un muro cubierto de ramas. Trepó entre los ladrillos gastados hasta montarse en el tope. Vestían de blanco, acompañando a un hombre joven que se casaba en el cementerio.

Notó que entre los invitados no se encontraba la novia, pero el padre, la madre, los niños vestidos de porcelana; todos escuchaban al sacerdote. La ceremonia estaba por terminar. El hombre se casaba con una tumba que reposaba a su lado, o por lo menos, con la novia que había sido enterrada en ella.

Miró para atrás, aterrado, buscando a los insectos. Quiso volver a ellos, pero al bajar, no encontró más que una casa abandonada entre las raíces.

Abrió sus ojos, considerando poco a poco a los presentes que vestían de negro a su alrededor. El perfume de velorio no se disipaba; quizás por como hiede el agua de los floreros. Ese salón estaba lleno de ellos. Frente a los ventanales, detrás de los claveles y las rosas, se encontraba el ataúd de su madre.

Se levantó para atravesar una vez más el gran salón, indiferente a los familiares y amigos que no terminaban de callarse. Se fue con dirección a la calle, pero, en un brusco cambio, de vuelta hacia el sillón; no, mejor hacia el frente, buscando al altar, como sin propósito, para alcanzar la urna donde reposaba la mamá.

Observa su rostro, pero no la encuentra. El hijo le acaricia el cabello; pero es, y no es ella. Aprieta los párpados y la escucha riendo, contando los segundos antes del año nuevo; y la imagina llorando, acostada en su cama, orgullosa, durante el estruendo de aplausos en la tele. Por fin la reconoce. Estaba escondida detrás de la piel coloreada, debajo de las cejas; inerte sobre los pétalos.

La suelta con cuidado y comienza a probarse los dedos; a lamerse sus palmas. No deja espacio seco. Las lame por completo, las huele, sospechando que pronto le arrancarán aquello; y solo piensa en memorizar el sabor de su madre, para nunca olvidarse del más importante de los perfumes humanos.

El paisaje en los cristales es denso. Un mediodía con fuertes colores nublados. Sus puños tienen un sabor distinto. El olor materno se disipa porque el hedor de la locura, con la saliva, forman el aroma más fuerte que existe.

Se retira para evitar los sentidos pésames que llegan. Cruza los últimos salones de la funeraria. Consigue un espacio en las columnas que marcan la entrada del lugar. Afuera, el mundo sigue idéntico para todos. Su pecho se tranca, y le evita respirar. Introduce una de sus palmas en el espacio que divide a las puertas entreabiertas… y cierra sus ojos.

Las destroza, una primero; la otra después, abriendo y cerrando el portón sobre ellas, martillando la madera y el metal en la carne, con un brutal golpe, más terrible que el anterior, y así sentir otra cosa que no fuese a su madre muerta en el salón del fondo. Y en la violencia, el calor se volvió frío; porque no la encontraba cuando la llamaba. Y sollozando, de nuevo, con más fuerza, abriendo, cerrando, pianista prodigio, la inmensa puerta que le acuchilla; no puede controlarla, ya quiere parar, pero no consigue lograrlo, “alguien por favor, es suficiente”, y el asesino de madera no se detiene, porque esos portales cobraron vida propia, porque había llegado la hora de cerrar el ataúd,

y ya, nunca más, volvería a tocar el piano aquel hijo pianista…

y su último grito,

es

su

más

sublime

preludio

***

Logró erguirse cuando corrieron a asistirlo, pero al verlo, nadie se animó a decir nada. El joven pianista rechazó la idea de limpiarse y solo pidió que lo regresaran al salón.

Se desplazó pesado, acariciando con sus nudillos dislocados el sillón de tela. Revivió a su madre hecha nube de mil luces, amándolo dormido. Alcanzó el banco, y se sentó al piano.

Y todos nos sentamos al pie de él.

Entonces lo tocó, poco a poco, intentando persuadir a la carne viva que no lo hiciera fallar; y envolvía más y más al piano entre las caricias, y sentíamos una suavidad que solo se siente cuando se abraza al amor de la vida. Fracturado, pero sin dejar de pronunciar las yemas contra las teclas… solo desfiguraba su rostro hacia una dulzura más punzante cuando el dolor se volvía inimaginable.

Lo veo mover su cabeza hacia nosotros, pero nos suelta y mira perdido hacia quién sabe dónde. Nos encontramos de nuevo con su mirada; la perdemos otra vez. Llama a algo, pero no hay respuesta y suspira desorientado.

El instrumento ahora le abraza, lo recibe, y ambos buscan lo que el hijo perdió en las lágrimas de las miradas, en las velas, en el olor de las flores, en aquel sueño; en el mismo piano que toca con las manos rotas, y están a punto de cerrar a su madre, y ella no lo escucha, y el salón se ahoga en la bellísima pieza que este pianista suplica.

Tiene que amar a la música para tocarla de esta manera.

Y entretanto pienso en mamá, y me impaciento por que termine esto, para así escapar y correr a besarla, aún caliente en casa, lo descubro mirándonos de nuevo, y sin detenerse, nos regala una sonrisa… llena de grietas… con su mirada… que permanece… aún… a la deriva…

Relacionadas

Muela

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit