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CRÓNICAS ILEGALES: Un banano en el mar…

bananaNo sé ni cómo llegué a la austera habitación múltiple del Deco Walk Hostel Club, de Miami Beach; solo recuerdo que la noche anterior estaba trabajando de bartender en una fiesta privada,  en el penthouse de un edificio de la Collins avenue, junto a Mapi (María Aparecida, coqueta camarera brasileña, mulata de ojos claros y cabellos rastafari) cuando la alegría de la fiesta se convirtió en barbarie.

Esa mañana, al despertar en el hostal, casi al mediodía, me sentí desnudo y levanté las sábanas que me cubrían, descubriendo el hermoso cuerpo de cucharita de Mapi, echada junto a mí, desperezándose.

Necesitaba urgentemente ir al baño, y, tratando de levantarme, rodé hacia la derecha, sin percatarme de que estaba en el tercer piso de una cama-camarote, de esas que tienen los barcos de guerra y algunos submarinos… Ni mi experiencia como paracaidista me salvó del tortazo. Las jóvenes parejas que yacían en las otras dos literas estallaron en carcajadas primero, y bajaron preocupadas después, ayudándome a levantarme, ante la mirada de Mapi, que no podía aguantar la risa, al vernos a todos calatos -en pelotas-, tropezándonos y rozándonos, sin querer, las zonas púdicas… 

Mareado y golpeado, me senté en el inodoro, seguido por Mapi, quien, mientras orinaba deshinibida en la ducha, me informaba que ese día iríamos al mar a esquiar con unos amigos cubanos.

Justo cuando llegamos a la playa, los paramédicos estaban sacando a un pobre esquiador que se había sacado la madre, tratando de batir no sé qué récord. Verlo hecho ñoña e introducido como un bulto en la ambulancia, fue más que suficiente para que decidiéramos olvidar los esquíes y optar por subirnos a un torpedo inflable, en forma de banana, jalado por la lancha de los cubanos.

El »banano» tenía asientos marcados para ocho personas, quienes tenían que asirse a unas agarraderas frontales con las manos y al cuerpo del banano con las piernas, como montando a caballo.

Dos parejas de jóvenes, de la misma edad que Mapi -la mitad de la mía- ocuparían los primeros lugares, nosotros el quinto y sexto y los dos últimos, un solemne cardiólogo habanero -contemporáneo conmigo- y su joven esposa.

Durante las dos horas de espera, el doctor Escalante – el cardiólogo- había expresado su molestia por el jolgorio que armaban sus compatriotas y nos explicaba, con palabras rebuscadas y haciendo gala de un excelente castellano,  que no todos los cubanos eran así de groseros, ni tan »rinquincallas» ni bochincheros como los jóvenes que nos acompañaban. Los mojitos y daiquiris aparecían por todos lados, aunmentando mi angustia: lo menos que quería era tomar alcohol, pues la cabeza aún me zumbaba,  y lo que más me preocupaba era que quien se suponía que pilotaría la nave, era el que más tomaba…

Mapi, con una caipiroska en la mano, me recordaba cómo, la noche anterior, los jóvenes de la fiesta se pusieron »high» de un momento a otro, olvidaron el trago y salieron a bailar con una botella de agua en la mano, haciendo malabares, cada vez más temerarios, cerca de los balcones. Una gran cantidad de pastillas de éxtasis eran sacadas de una especie de florero y pasaban de mano en mano, hacia los afortunados. Al parecer, una de esas pastillitas, no sé cómo -algún payaso quizás-, llegó a disolverse en mi Campari tonic, lo cual explicaría mi exagerada felicidad, mi visión multiplánica y la oscura fuerza que me impulsó a bailar como Travolta, besar en la boca a cuanta chica se me cruzaba en el camino -espero que hayan sido todas mujeres- y dar volantines acrobáticos sobre el no muy ancho borde del murito-baranda que separaba la terraza del vacío, a diez pisos de altura…

Llegó la lancha con el banano y, luego de colocarnos los chalecos salvavidas, nos montamos en el orden acordado, mientras dos parejas adicionales abordaban la lancha con dos niños pequeños y un bebé de dos años. No entendía por qué los chalecos estaban atravesados por una especie de costillas de fibra dura, hasta que al salvaje del piloto se le dio por hacer dribblings y acelerar a más de veinte nudos, (una inscripción en el banano decía que nunca a más de once nudos) logrando, al cruzar su propia estela, que el banano dé un respingo y todos los jinetes saliéramos disparados a estrellarnos contra la superficie marina, que, a altas velocidades, se siente igual que un piso de cemento pulido…

La primera caída fue más o menos soportable, aunque algunos llegaron a tomar agua; aun así, el doctor Escalante le pidió al piloto, con palabras amables, pero bien marcadas, que tuviera más cuidado, pues habían mujeres en el banano y, además, estábamos lejos de la orilla. El piloto, sin soltar la botella, se descojonaba de risa y en cada vuelta subía aun más la velocidad.

La segunda caída fue preocupante, la cara me ardía por el impacto y Mapi había perdido -por primera vez- su sonrisa. Todos reclamábamos en coro, mientras nos ayudábamos unos a otros a subir al banano. La marea había subido y casi no se veía la playa. El doctor Escalante, visiblemente molesto, mitad en inglés, mitad en español, reprendía al piloto educadamente, pero con firmeza. Una de las cubanas, casi sollozando, pidió que le bajaran la escalerilla para subir a la lancha; Mapi y las otras dos chicas la siguieron.

Los cuatro jinetes, que no alcanzamos espacio en la lancha, tuvimos que aferrarnos con todas nuestras fuerzas al banano y el estúpido piloto -dueño de la lancha- seguía acelerando y haciendo cabriolas, hasta que una de las señoras le gritó que parara porque el bebé estaba vomitando, cosa que hizo a la mala y los cuatro jinetes-bala salimos disparados nuevamente, con mucho más fuerza, lejos de la lancha. Yo llevé la peor parte, pues estaba sentado justo detrás del punto de quiebre, donde el proyectil (yo) cogía la mayor velocidad. El impacto fue brutal. Caí de frente, golpeándome el pecho y el vientre bajo, con tal fuerza que se me paralizó el diafragma y al sacar la cabeza del agua no podía respirar. Varios segundos, que me parecieron eternos, permanecí anóxico, tratando de sacarme el chaleco para sobarme el vientre y reanudar la respiración, hasta que, en medio del forcejeo, un hilito de oxígeno empezó a revivir mis pulmones, que poco a poco se fueron llenando de aire y volví a la vida.

Miré feliz hacia la lancha y logré escuchar los gritos de las chicas y unas puteadas de lo más arrabaleras, en la voz y presencia del doctor Escalante, quien golpeado, maltrecho, medio ahogado y harto de las estupideces del piloto, le decía su vida a colores y a grito pelado y lo amenazaba con denunciarlo. Una lancha policial se acercaba a nosotros -imaginé que a llamarnos la atención- lo cual me hizo recordar mi situación ilegal de indocumentado. Me deshice del chaleco y -luego de darle indicaciones a Mapi, a punta de señas- empecé, maltratado por los golpes del día y la juerga de la noche, a recorrer a nado los casi -calculo- trescientos metros que me separaban de la orilla, adonde llegué medio muerto.

Dos días más estuve ‘recuperándome’ en ese querido hostal playero. Me metí a la cama que estaba más cerca del suelo -no había modo de que me trepara otra vez al tercer piso- y no me levanté más que para ir al baño. Mapi se portó como una cariñosa mucama  y excelente enfermera. Llegué a sentir que la amaba.

Casi la mando a la mierda cuando me dijo que iríamos el fin de semana a correr olas, en tabla hawaiana, a Cocoa Beach…

Ginonzski.

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