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CRÓNICAS ILEGALES: Hotel Trampa Mortal…

gino»Tengo sueñito… llévame adonde quieras…»

Yamisleidys, cubana coqueta, me tentaba con estas palabras mágicas desde el asiento de copiloto de mi viejo Volvo, en dónde yacía borracha, hecha un ovillo y enredada con el cinturón de seguridad.

Minutos antes, habíamos terminado de trabajar en un bar mitzvah, fiesta judía,  en el Signature Grand, de Davie-Florida, fungiendo ella de waitress y yo de bartender, y me pidió que »le dé el raid» hasta su vivienda.

Durante toda la noche, Yamisleidys y sus compañeras meseras pasaban por mi barra solicitando subrepticiamente -con inapelables gestos pizpiretas- que les sirviera a escondidas sodas, agua mineral y luego tragos preparados, los cuales hicieron que algunas se pasaran de copas. Yamisleidys se había engolosinado con el Amaretto sour y no solo se tomó media docena mientras trabajábamos, sino que a la salida me pidió que le eche una buena ración en una botella grande y medio llena de Coca Cola, la cual metió en su cartera y siguió tomando con dos amigas en los jardines exteriores, mientras esperaba que yo entregara el bar, para llevarla a su casa.

Cuando salí al estacionamiento, Yamisleidys me esperaba sentada en el capó de mi auto con dos vasos descartables llenos del Amaretto con Coca Cola, los zapatos en el suelo, las piernas algo separadas y la minifalda un poco subida, lo suficiente para saber que llevaba bragas color fucsia, un poco escandalosas para mi gusto clásico…

Yamisleidys era una chica »llenita», es decir, medio gordita, pero de muy buenas formas; el estrógeno cubano, de muy buena calidad, no había permitido que el exceso de carbohidratos le reste femineidad a su figura y más bien la había convertido en un catalizador de la libido masculina…

Yamisleidys no era muy hermosa que digamos, pero tenía un cabello negro precioso, piel clara y ojos grandes y verdes, los cuales tardabas en descubrir porque su escote desbordante te jalaba la vista apenas te acercabas a saludarla. Yamisleidys era una mezcla de lo que los gringos llaman girl next door y lo que  los futbolistas solíamos llamar »canchita de barrio para entrenamiento», pero su carácter alegre, sus movimientos de rumbera y el hecho de que tuviera la mitad de mi edad, la hacían lo suficientemente atractiva como para no poner reparos en desviarme hasta Hialeah, donde residía.

¡Llévame adonde quieras…! repetía… Sus palabras me tomaron por sorpresa, pues pensaba que su coqueteo se debía, como el de todas las meseras, a facilitarse el trago fino de gratis. Yo apenas la conocía y no había pensado siquiera en   besarla y no podía llevarla a mi cuarto, porque la dueña de la pensión ya me había advertido en contrario y tampoco podíamos quedarnos en la suya, pues me comentó que vivía con su madre bautista y su abuelita cucufata.

Fue entonces cuando desde la Palmetto High Way divisé el letrero luminoso del hotel Pinky Lady, mostrando una única estrella, que además apostaría a que es falsa. Salí de la Palmetto y luego de un rodeo de quince minutos, me encontraba bien abrazado con mi gordita en el counter del lobby del hotel, recibido por el administrador del mismo, un gringo cuarentón con pinta de hippie, a quien Yamisleidys le preguntó -en su inglés caribeño- si hablaba español; »the official lenguage of the Unites States is English» contestó, con un tonito majadero, el gringo desabrido, a quien le repliqué, en el mismo tono, pero más cachaciento, que en mi país, los que fuimos a la universidad, hablamos al menos cuatro idiomas, con lo cual lo dejé azorado y pensando quizás en que yo era europeo o estaba loco.

Me pareció un poco aterrador ver a algunos de los pasajeros del hotel luciendo una línea horizontal apenas perceptible que les dividía la frente en dos. Rogué que no fueran satanistas o de alguna secta parecida y, luego de dudar un poco, decidí tomar la única habitación que quedaba libre, dado el estado de embriaguez de Yamisleidys y el de mi cuerpo cansado, por las horas de trabajo y  por sostenerla todo el trayecto, desde el estacionamiento.

Luego de recibir mis últimos cuarenta y cinco  dólares, un dependiente nos dio una llave minúscula con un llavero descomunal, del tamaño de un plato de postre, un jabón con olor a desinfectante mata piojos, dos toallas limpias y un par de condones rosados fosforescentes -la gracia del hotel- y nos indicó el camino hacia la habitación 3770, número raro, pues el hotel no tendría más de veinte habitaciones y apenas dos pisos. Subimos al ascensor hasta el segundo piso (y el último), de una manera tan brusca y ruidosa que Yamisleidys no aguantó y vomitó todo su Amaretto dentro, directamente sobre el tablero de control, que pareció chisporrotear de disgusto.

Llegamos a la habitación de suerte, ya que los números estaban despegados en la mayoría de las puertas y las tétricas luces como que no querían ayudar.

Inserté la llave y la giré, haciendo sin querer que el borde del llavero recorra la superficie de la puerta, justo por la circunferencia dibujada a punta de fricción sobre la superficie pintada, empujando para entrar, sin lograr resultado alguno, pues la puerta se abría hacia adelante, como los autos, pero además se había atorado, por lo que tuve que dar un fuerte tirón que la destrabó y la fue a estrellar sobre la frente de  Yamisleidys, que me tenía sujetado cariñosamente con sus dos brazos rodeándome la cintura.

El golpe sonó tan fuerte que me dio miedo y hasta vergüenza cuando vi la carita de Yamisleidys sonriendo y balbuceando como drogada, pero aun así no perdió el conocimiento y me pidió que la cargue y la meta en brazos a la recámara y la deposite tiernamente en la cama, cosa que hice, o al menos intenté hacer, pues Yamisleidys pesaba lo suyo y un borde doblado de la gastada alfombra me hizo trastabillar y arrojarla contra la cabecera de la king size, que para colmo tenía unos adornos góticos un poco picudos, los cuales dejaron algunas marcas sadistas en sus costillas. Yamisleidys era recia. A pesar del golpe seguía sonriendo, aunque se le cerraba un poco el ojo derecho, no sé si por el Amaretto o por el dolor y, aunque se acurrucaba de modo sexi en la cama, el cuadro no dejaba de ser grotesco, bajando mi libido al piso.

Decidí ponerme en condiciones heroicas para atender a la dama y me metí al baño para refrescarme, a ver si el agua fría me despejaba, pero al agachar la cabeza para enjuagarme la cara, sentí un filo cortante a la mitad de mi frente y pude notar en la base del espejo, un vidrio horizontal, rústico y con bordes apenas lijados, que descansaba sobre dos alcayatas de aluminio y  hacía las veces de repisa para poner el jabón y el peine; entonces pude mirar en el espejo mi rostro recién bautizado en la misma religión que los de la secta satánica del lobby.

Mientras me secaba la cara y me aseguraba de que solo tenía una marca y que no había sangre, sentí los ronquidos de Yamisleidy y decidí darme un baño tibio en la ducha, para relajarme. Tuve que estirar mis piernas cansadas pues el borde de la ducha era más alto que una tina de baño y al darme un calambre en la nalga, por el esfuerzo, me sujeté de la puerta corrediza de plástico que se vino abajo torciéndome la mano y se terminó de rajar, en mi cabeza. Luego de recuperarme del golpe,  decidí bañarme sin puerta.

Encontré la llave del agua fría donde siempre se encuentra, pero la llave del agua caliente estaba cerca del techo y de ella colgaba una especie de manubrio o de biela en ángulo, con un mango como las cadenas de los antiguos W.C. de tanque alto (Best Niagara) de las cantinas y al accionarla salió un tremendo chorro de agua tan caliente que casi me hiervo el pellejo. Me costó trabajo cerrarla y tuve que bañarme con agua fría por miedo a terminar en consomé. Llamé a la recepción y el conserje me explicó que en sus inicios el hotel fue construido por cubanos recién llegados que olvidaron poner las instalaciones de agua caliente en algunos de los cuartos y luego no quisieron romper la mayólica, pues eran los saldos rebajados de un stock que ya no tenía reposición, y por eso pusieron la llave arriba y le fabricaron la biela. Me ofreció graduarme las llaves para que me saliera agua tibia a mi gusto si le daba una propina y le contesté con un británico is not nessesary, thanks que sonó como un castizo ¡vete a la misma mierda, anormal!

Me sequé con la toalla y me metí a la cama, donde Yamisleidys roncaba como una Kawasaki, así que decidí aliviarla un poco de sus ropas y me encontré con un brassier color morado que no tenía nada que hacer con el color del calzón, pero allí estaba, grueso, amplio y con unos encajes negros de figuras tan toscamente labradas que se verían muy bien en la puerta de un convento medieval. Le saqué la ropa interior y la metí debajo de la almohada, para no verla, y empecé a admirar las curvas seductoras de su cuerpo voluptuoso, acariciando su piel juvenil hasta encontrarme con un tremendo tatuaje de colores chillones sobre su pubis pelada que decía »¡Daddy will kill you!». También tenía una telaraña tatuada en uno de sus codos, un corazón surrealista en una teta y dos ojitos seductores en la espalda, cerca de la nuca, y otra leyenda al final, sobre las nalgas, que rezaba »This is not the way».  Yamisleidys no tenía la menor intención de despertar, y yo como que ya hasta quería que no lo hiciera, así que decidí abrazarla y tratar de dormir, si sus ronquidos y el maldito ruido del obsoleto equipo de aire acondicionado me lo permitían…

Estiré el brazo para apagar la luz y mi mano chocó con una especie de cajita metálica que tenía una ranura para echar monedas, haciendo caer un par que estaban atascadas dentro. Apenas sentí el ruido familiar de las monedas al caer, la cama empezó a vibrar telúricamente, llena de chirridos. Se apagó la luz principal y se prendieron en el techo, alrededor del espejo circular, una serie de luces rotativas psicodélicas de colores que me dieron la impresión de estar en una discoteca macabra en pleno terremoto. Me di un susto de la puta madre y la gordita como que quería y no quería despertarse, pero no perdía su sonrisa de borracha, como si estuviera disfrutando del movimiento. No tenía como diablos apagar ni las luces ni el temblor de la cama y tuve que esperar quince minutos mirando al techo y temblando como cojudo, sin bajarme por el cansancio, hasta que acabaran los efectos especiales.

Decidí ir al baño a orinar, y recién estaba empezando la descarga cuando, de pronto, se escucharon dos disparos y un griterío bilingüe en la habitación del fondo. Sentí pasos apresurados, gritos, llanto femenino, amenazas de muerte, acusaciones de infidelidad y el infaltable ¡Call 9-1-1! que me terminó de cortar el torrente urinario. Me vestí más rápido que Clark Kent y apenas escuché la lejana sirena policial, agarré a Yamisleidys y envolví su cuerpo desnudo con una sábana, me la puse al hombro, cogí sus ropas como pude y salí disparado hacia las escaleras, escuchando en el camino al security del hotel que gritaba ¡Nobody move, come back to your room until the police arrived!  lo cual me hizo apurar el paso y llegar a mi viejo Volvo con el corazón en una mano y las tremendas nalgas de Yamisleidys en la otra mano. Salí manejando cueteado, con Yamisleidys tirada en el asiento posterior, pero al ver el auto patrullero bajé la velocidad y al  cruzarme con los policías, felizmente, ni se percataron de mi presencia, pues no me hubiera sentido muy seguro de mostrarles mis documentos »Mikimaus».

Retomé la Palmetto y mientras manejaba seguía oyendo los ronquidos de Yamisleidys, recordando mi experiencia psicodélica, alegrándome de haber dejado en el hotel, bajo la almohada, la horrorosa ropa interior de colores irreconciliables e imaginando una forma delicada de dejar a gordita en su casa (sin molestar a su pía familia), a media noche, borracha, sin sostén y sin bragas, para siempre…

Ginonzki.

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Muela

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