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Crónica de una muerte no anunciada

Tuve miedo y estuve oculto

me pasaba el dia soñando

necesitaba un abrazo

necesitaba un balazo

Daniel F.

 

La azafata agradeció nuestra preferencia por volar en American Airlines y salí con la prisa del viajante que sigue los anuncios de Exit arrastrando su equipaje. Afuera del Boston Logan International Airport la noche era helada, y a duras penas podía detenerme a mirar mi iPhone con las descripciones del shuttle que me llevaría a Worcester, donde había sido invitado a Worcester State University a dar unas conferencias sobre literatura escrita en español en Estados Unidos. El vuelo se había retrasado dos horas, y el trayecto del aeropuerto al hotel que debía tardar cuarenta minutos tardó el doble porque estaban reparando la autopista, así que, sin importar el hambre, fui directo a meterme a la cama y ni siquiera miré el menú del restaurante.

Al día siguiente las actividades empezaron temprano y todo marchó bien hasta medio día en que recibí una llamada del gordo, para avisarme que Prudencio había muerto. El resto de la tarde en ese campus, a pesar que aún debía guardar lucidez para una charla y visitar un aula de alumnos undergrad, es una sucesión de  imágenes difusas, de mensajes de Whatsapp y llamadas de pésame ahondando en detalles de lo sucedido. Sobra decir que los detalles son simplemente datos estadísticos inútiles: Prudencio estaba muerto y punto.

Los dos primeros recuerdos que tengo de la amistad son del gordo y Prudencio. Aún no contábamos los años con los dedos de ambas manos cuando, al salir del colegio, la mamá de Prudencio nos recogía e íbamos a su departamento de la bajada Balta, en Miraflores, desde donde se advertía el acantilado de la Costa Verde y las canchas de tennis del Terrazas forradas por una alfombra de arcilla naranja, a jugar Winter Games en su Commodore. A veces, incluso, dormía ahí y lo mejor nos esperaba sobre la mesa del desayuno: las tostadas con Nutella que preparaba su mamá o los huevos fritos con jamón sazonados en abundante sal y pimienta.

La niñez es el pasado perfecto, el país de la alegría; quizá por eso resulte tan efímera. ¿Qué día fue ese en el que dejamos de ser niños? Cómo saberlo. Quizá aquella vez que empinamos nuestra primera Pilsen o Cristal o el vaso de plástico con ron Negrita tibio antes de entrar a la discoteca Pelícano’s del Regatas, club del cual ni Prudencio ni yo éramos socios, pero siempre nos las ingeniamos para no faltar un solo día bajo el sol aplastante de la “Playa 3” y ser una suerte de iconoclastas mamarrachentos que burlaban la seguridad adentro del maletero de un auto.

Si la niñez fue solo un abre bocas, que habrán sido esos años en que a Prudencio le dio por vestirse con t-shirts de Jim Morrison y dejarse crecer el pelo en los que, cada uno, frente a una pizza hawaiana familiar en el Pizza Hut de la avenida Benavides, hacíamos un recuento de las botellas de cerveza que tomábamos el fin de semana y de nuestras conquistas amorosas. ¿Éramos niños aún? No lo sé, pero en todo caso comíamos esas pizzas sin remilgo alguno, la palabra colesterol era léxico de abuelos y no sabíamos deletrear triglicéridos.

Las cosas a veces se joden, se joden entre países, entre hermanos, entre perros y gatos, entre Neymar y el Barcelona, entre vecinos y matrimonios, ¿por qué no iba a joderse nuestra amistad? La brecha se marcó en la Universidad de Lima, previo paso por la Academia San Ignacio de Loyola, donde pasamos el verano del 96, de arriba a abajo, preparándonos para ingresar y “ser profesionales con un futuro mejor”. Yo: Derecho y Ciencias Políticas. Prudencio: lo mismo o Administración de Empresas. La Universidad es un universo, y en él nos perdimos, cambiamos de gustos, de amistades, de afectos. Cambiamos, simplemente. En un break entre clase y clase, me enteré que Prudencio se había retirado para ir a trabajar con un tío que tenía estaciones de gasolina y cultivos en las afueras de Lima. Al menos Prudencio fue honesto: a los seis meses advirtió que lo suyo no era el Derecho ni la Administración y desertó. En cambio yo traté, asumo que por no defraudar a mis padres que hacían un esfuerzo enorme por pagarme la educación, de aferrarme al estudio de una carrera que me importaba un culo ya que en los primeros años universitarios había descubierto, leyendo ediciones de bolsillo que acomodaron en un librero en mi cuarto pues no había dónde más ubicarlo en la casa, que quería escribir los libros que habían escrito Truman Capote o Mario Vargas Llosa. Eso era lo único que me interesaba. La vida y su sentido estaban entre esas páginas amarillentas con olor a papel rancio que devoraba en el bus rumbo a los juzgados civiles del centro.

En el último semestre de estudios, en el 2002, aproveché un altercado con mi jefe en la firma de abogados donde trabajaba y la mala situación económica que se había concentrado en mi casa como una nube de gas lacrimógeno, para hacer maletas e irme. Llegué a Miami, a Coral Gables, a un efficiency en 118 Antilla Ave. Ahí vivía el hermano de un amigo con un roommate. Mi convicción era clara: hacerme escritor. No tenía trabajo. No tenía papeles. No tenía un centavo. Tenía que hacerme escritor. Los oficios con los que empecé fueron habituales para quien emprende la aventura americana en esas condiciones: detrás de mostradores, alzando platos con azafates y vasos, limpiando los trozos de caca pegosteados en las pocetas de los baños o arrastrando escobas. Esos años fueron también un paréntesis en mi vida, mis amistades en Lima se vestían la toga para alzar sus diplomas de abogados, administradores e ingenieros y yo no tenía idea de hacia dónde iba, no tenía idea de si quería quedarme en Miami y tampoco si iba a resolver mi situación legal. Mi horizonte más lejano era la alarma del despertador de Pedro Picapiedra para levantarme, desencadenar mi bicicleta e ir al trabajo. Trabajaba el día entero para ahorrar la mayor cantidad de plata posible. Decidiera una u otra cosa, iba a necesitar dinero para concretar el plan. Hubo un momento en que llegué a tener tres trabajos a la misma vez: estacionando autos, aspirando y trapeando oficinas, y vendiendo cremas para combatir los hongos, en un telemarketing de público mexicano radicado en California gracias a los oficios de un coyote. Mi relación con Lima se desdibujó en aquella época. No existían las redes sociales, los celulares no eran una ventana abierta al mundo –tener uno era un lujo que no podía permitirme– y no existía un iPad en cada rincón de la casa. El contacto con Perú era con mi mamá, desde el Pay Phone del Seven Eleven, con una tarjeta telefónica pre pagada la noche que estuviera off. No había tiempo para más y lo prefería así, los recuerdos me lastraban y solo quería mirar adelante. El vínculo con los amigos fue mínimo, una que otra vez con Rodrigo, Álvaro, Alonso, Ignacio y Diego, pero no con Prudencio. Y el gordo vivía acá.

Al Perú volví al quinto año. Decidido a quedarme en Miami, con el panorama legal y laboral más estable y matriculado en el programa de Literatura de Florida International University. Me reencontré con los amigos, comí y me emborraché los siete días, pero no vi a Prudencio. Le escribí antes de ir y no concretamos. Tras ese primer viaje regresé tres años consecutivos cada vez que pude. Mi familia ya se había instalado también en Miami y mi abuela materna fallecido, así que la razón para volver era ver a un par de primos y tíos cercanos, y un puñado de amigos. Con Prudencio ya ni me contactaba y el desinterés era mutuo, él a veces venía a Miami, en su muro de Facebook posteaba fotos, recuerdo particularmente unas en el Boat Show, y tampoco intentaba ubicarme. Lo que sabía de él me lo contaban y así me enteré que iba a ser papá y le escribí –yo ya tenía a mi hija para entonces y en su momento recibí un correo de Prudencio–. Solo vi a Prudencio en uno de mis viajes, en una cena en un chifa frente a la vía Expresa, era un Prudencio de bíceps y pectorales de gimnasio, de frente brillante y entradas pronunciadas, lejos de ese teenager enjunto y greñudo de ojitos saltones que enmarcaban una nariz colorada y vestía camisetas de Morrison. Fue un reencuentro memorable, entrañable, opíparo, de carcajadas y de brindis. Al despedirnos lo acompañé a su camioneta y prometimos vernos más, comunicarnos más, no ser tan ingratos, y nos dimos un fuerte y prolongado abrazo. Antes de arrancar bajó el vidrio y me dijo “escuche, licenciado” y los parlantes escupieron la voz de Daniel F, cantando “Memorias”.

Ni Prudencio ni yo cumplimos la palabra, fuimos ingratos y no nos volvimos a ver. Luego mi vida siguió su curso de pequeños triunfos y derrotas, la distancia mermó más mis vínculos con mi país y mi círculo social se redujo. Supongo que para Prudencio, entre sumas y restas, la cosa debió ser similar, aunque ya casi no preguntaba por él y los de mi entorno no lo frecuentaban. Fue recién en el 2015, poco antes de casarme, que recibí su llamada para felicitarme y preguntar si compraba un boleto y venía. Ya estaban las invitaciones cerradas, le dije, y sería una ceremonia bastante íntima, con los más cercanos. Lo entendió y no se hizo dramas, y antes de cortar dijo “que te vaya de la puta madre, licenciado”. Los dos teníamos claro que ninguno formaba parte del círculo del otro y aquella fue la última vez que tuvimos contacto. Más adelante vendrían algunas fotos esporádicas en chats de Whatsapp en las que Prudencio aparecía en reuniones del grupo de amigos.

Después de la última actividad con los estudiantes de Worcester State University, cené con mis anfitriones algo breve y me dejaron en el hotel. Esa noche se presentía larga y lo fue. Por lo menos una hora con Álvaro al teléfono, que un mes antes discutió con Prudencio y no volvieron a hablar. Y con Diego, que al enterarse de la noticia tuvo que salir del trabajo e ir al bar de la esquina a procesarla frente a una cerveza. Los dos estaban destrozados. Yo también. Los dos eran un manojo de emociones. Yo también. Las siguientes horas en esa habitación, en uno de los pueblos más impensables de Estados Unidos, las pasé con la cabeza en el departamento de la bajada Balta, en el Pizza Hut de Benavides, en la “Playa 3” del Regatas, recorriendo esos pliegues que solo tienen las amistades de la infancia y que se abren como grietas cuando uno parte y nos llevan por rincones ignorados de la memoria. A las seis de la mañana se estacionó en la puerta el shuttle que me llevaría al aeropuerto. Yo ya llevaba quince minutos esperándolo en el lobby, mirando a través del cristal esa hora rojiza y amarillenta en la que el cielo aún no se define y remojando los labios en un café que parecía agua sucia servido en un vaso de cartón.

 

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