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Crónica de una tragedia inesperada

Han pasado 47 años y el dolor se niega a desaparecer. Está ahí, presente, vivo, como si existiera permanente en el recuerdo de todos los peruanos. Ocurrió así, de pronto, sin presagiarlo, en medio de una algarabía anticipada, pues toda la atención estaba concentrada en el Mundial de México 70, donde la selección peruana de fútbol haría su debut durante la primera semana de junio. Y entonces sucedió. La emoción por la expectativa se perdió y se convirtió, de pronto, en llanto.

El 31 de mayo de 1970, a las 3:23 de la tarde, se originó un terremoto de 7,8 grados en las costas de Casma y Chimbote, en Ancash; el más grande desastre que el Perú haya vivido entonces. Fueron, quizá, los 45 segundos más eternos que tuvieron que vivir, los más intensos, los que les permitió cerrar e iniciar una nueva historia. Fue una tragedia que hubieran querido presagiar, pero en situaciones como esta, es imposible. Aquel terremoto trajo como consecuencia un aluvión que sepultó por completo la ciudad de Yungay, también en Ancash. Las imágenes que se han guardado de entonces muestran a los pobladores apilados, muertos, dispersos entre los escombros. Se contabilizaron cerca de 80000 muertos, 20000 desaparecidos y más de 143000 hospitalizados.

Cuentan los lugareños que solo pocas personas se salvaron. Muchos de ellos, quienes alcanzaron a correr hasta el cementerio de la ciudad y otros tantos que se encontraban en el estadio o en otros lugares alejados. Cosas del destino, dicen. Una de esas personas fue Gladis Infantes*, una mujer que sobrevivió al desastre y desde entonces su vida se ha convertido en una especie de permanente historia de ficción. Ella lo recuerda con detalles, aunque quisiera no hacerlo jamás.

Mi nombre es Gladis Infantes Huerta, natural del  distrito de Matacoto. Cuando ocurrió la tragedia tenía 12 años, sin embargo lo recuerdo todo clarito, como si hubiera sucedido ayer. Ese domingo 31 de mayo de 1970, en pleno sol, aproximadamente a las 3:20 p.m., me encontraba en mi casa a la entrada del Yungay Antiguo -ahora se llama Aura- que mi papá Demetrio Infantes había construido para estudiar la secundaria.

Ese día mis dos hermanos mayores me dejaron para cuidar a mi tío que se encontraba enfermo y ellos se fueron a mi casa de Matacoto. Estaba bordando un mantel y escuchando música en la radio. Al rato sentí un remesón, algo suave, ligero, que pronto se calmó. En seguida la situación se puso más tensa, la tierra empezó a temblar verticalmente y se rajó la pista con furia. Vi al frente cómo los cerros se derrumbaban formando una ola de polvo y cómo a 2 o 3 metros más allá todo se esfumaba, ya no se veía absolutamente nada. Nos arrodillamos con mis vecinos en la plaza que era como una isla. Luego, cuando caminábamos por la pista nueva hacia la plaza de Yungay Antiguo me pareció que la tierra se desarmaba. Sonaba mucho, unos verdaderos rugidos, y la gente gritaba y decía que era el fin del mundo. Por tal motivo retrocedimos hacia Ranrahirca, pero todo era igual. Vi algo así como chispas de fuego. Sería el choque de rocas de diferentes dimensiones, muy grandes, enormes, de verdad. Ya cuando subíamos hacia la punta del cerro por el costado de mi casa, caían trozos de hielo y piedras. Parecía una mezcla de lluvia y neblina. Más tarde, como a la media hora, se despejó un poco y se veía cómo las personas escapaban hacia el cerro, desesperadas.  Yo trataba de hacerme la fuerte porque mis padres me enseñaron así.

Escuchamos en la radio mensajes de Chimbote, pero de Yungay no había noticias porque estábamos incomunicados. Todo era un caos. Como a las 6:00 p. m., casi en la oscuridad, bajé a mi casa y me avisaron que mi tío Gaudencio Infantes me buscaba donde su comadre. Entonces fui a verlo. Me dijo que comprara pan y que vaya a recoger el agua empozada en la acequia porque nos quedábamos en sequía. Esos momentos fueron muy desesperantes, de verdad. Después de tres días se despejó el cielo, Dios nos permitió ver a nuestro alrededor y solo entonces pudimos darnos cuenta de la intensidad de la tragedia. Toda la ciudad de Yungay había desaparecido.

En  Matacoto, toda mi familia se había salvado, claro, cada uno por su cuenta. Mi mamá Maurita con mi hermano Abdón; mi hermano Hernán, que es el mayor, se salvó porque estaba en la cancha de fútbol con sus amigos del colegio Santa Inés de Yungay Antiguo;  mi hermana Teresa, que es la mayor de las mujeres, con mis hermanos menores: Anita, Perpetua, Juan y Nancy; mi papá les había ayudado a escapar hacia Hinchán. Todos estaban en un campamento porque mi casa de Matacoto también desapareció con el aluvión. Todos habían pensado que nadie se salvó, que yo estaba muerta y que nunca me encontrarían. Luego de 20 días, sin perder las esperanzas, un grupo comandado por mi hermano mayor, cruzó el río Santa y llegó hasta donde yo estaba. Me encontraron malherida y solo entonces supieron que yo me había salvado.

El 24 de junio crucé el río hacia Matacoto. Hubo misa en honor a San Juan Bautista, patrón del distrito,  y allí me reencontré con toda mi familia. A fines de ese mes, mi tío Julio vino desde Lima y nos trajo lo que necesitábamos para poder seguir estudiando, porque en Yungay ya no existía nada.

Yo no recuerdo bien cómo me despedí de mis padres y hermanos cuando me vine a la capital, lo cierto es que me sentí mal durante varios días. El trauma del desastre fue desesperante. Hasta tuve pesadillas por varias noches seguidas. Me levantaba a medianoche a seguir llorando, como un niño, como un huérfano sin su madre. Mi familia se mudó a Aura porque en Matacoto no había quedado nada, estábamos como en un desierto. Yo inicié mis estudios de secundaria en Lima donde me matricularon en un colegio estatal. Sin embargo, nada fue fácil. Las pesadillas continuaron. Todas las noches recordaba a mis padres y me sentía muy triste. En diciembre, para las vacaciones, regresé, y fue triste ver por la ventana el cerrito por donde estaba mi casa, todo blanco, blanco, blanco, sin vegetación, y recordé paso a paso cómo el aluvión arrasó con todo. Hoy todavía siento esa blancura inmensa que se llevó toda una vida hace 47 años.

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* Se ha respetado el testimonio, tal como fue narrado por la testigo, salvo algunas interrupciones propias de la oralidad que han sido mejoradas para dar mayor fluidez al texto. La memoria como dato resulta sumamente valiosa para recoger historias como esta, que parecieran sacadas de la ficción. Hoy, 47 años después, Gladis Infantes se dedica a actos humanitarios en Lima y en su tierra natal, Ancash.

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