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Ciudadanos del mundo, ciudadanos del futuro

Gonzalo Salinas

Anitchka tiene un metro ochenta, cintura diminuta, ojos verdes y unas piernas que podrían ser fácilmente una obra maestra de un Praxíteles bajo el efecto del DMT. Anitchka nació hace veinticinco años en Minsk, Bielorrusia, donde estudiaba periodismo, y según me contó, salió huyendo de la brutal dictadura que desde 1994 gobierna el presidente Alexander Lukashenko. Hace ya algunos años que vive en South Beach, en un apartamento bien comfty de South Point, en la 3.

El fin de semana pasado fui con un grupo de amigos a Story, el club en South Beach de Chris Paciello, el famoso mobster de la Cosa Nostra de New York que, misteriosamente, ha conseguido no solo abrir Story, sino también el restaurante Bianca, en el hotel Delano. Luego de pasar «la barrera» conseguimos entrar.  En uno de los sectores altos, como unas escalinatas que parecen un estrado, está Anitchka con su metro ochenta, su cintura diminuta, sus ojos verdes. Baila la canción Blurred Lines, de Robert Ticke y Pharrel, mientras levanta en su mano derecha un vaso, como la estatua de la libertad, y en la izquierda agita un glowstick. A su alrededor bailan otras muchachas (son rusas, me las ha presentado) que la acompañan como si fueran unas bacantes en un rito de adoración a Dionisio.

 Anitchka es el centro de atención. Lleva puesto un vestido negro ceñido hasta la mitad de los  muslos y tiene los brazos cubiertos por mangas transparentes que sugieren más de lo que muestran, y sus tacones altos la hacen resaltar más que a nadie.

***

Desde hace algunos años ha comenzado una inmigración de rusos que han llegado al sur de la Florida, situándose desde el norte de Miami hasta el condado de Palm Beach. Vienen de casi todos los países de la ex unión soviética, incluyendo Rusia. Les llaman rusos aunque vengan de Moldova, Uzbekistán o Bielorrusia. Algunos han montado negocios como mini markets con productos nativos y otros restaurantes de comidas típicas donde se puede comer desde un Borshch, una sopa tradicional rusa, o Pelmenis -los que me atrevo a comparar con los tortellinis o ravioles italianos-. Y también está la clase rusa que ha venido a comprar mansiones, que manejan Rolls Royce y son los que más le han sacado partido al mercado después de la caída del bloque del este.

Lo que está pasando hoy en Miami era casi impensable hace algunos años para una ciudad que hace tres décadas era únicamente  albergue de norteamericanos retirados, refugiados cubanos o haitianos; y patio trasero de los cárteles de Colombia. Hoy Miami es una ciudad a la cual llegan a quedarse personas de todas partes del globo, no solo latinos huyendo de la barbarie de las dictaduras, la inseguridad, el desempleo y la corrupción.

Yo me pregunto si el ciudadano del mundo, el que está mas allá de las nacionalidades y que tiene la disposición positiva de entender al otro, quizás, hijo de padre colombiano y madre rusa, va a nacer en Miami: mi esperanza es que ese ciudadano sea el futuro del mundo.

***

Anitchka baila al desenfreno y me llega a la mente la alegre danza de Natasha Rostova, aquel memorable personaje de La Guerra y la Paz de Tolstoi, cuando, en su visita a su tío Nikarovitch, danza a ritmo de guitarra y balalaika un baile popular, muy por debajo de su nivel de condesa con institutriz, seducida por la música folclórica del pueblo ruso… Pero estoy lejos de la Rusia de los libros, estoy en Miami, en South Beach, en Story escuchando como se pierden las últimas tonadas de Blurred Lines, mirando a una chica rusa, que alguna vez me contó que no había leído La Guerra y la Paz, bailar, bailar, bailar, y bailar.

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