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La insoportable levedad del pésame virtual

Este año he enterrado a muchos. No literalmente, ni figurativamente, sino virtualmente.

No pasa una semana que algún amigo, colega, conocido, o familiar postea en el ciberuniverso, sobre todo en Facebook, sobre el fallecimiento de un ser querido, incluyendo mascotas. Me topo con la noticia del QEPD de alguien, y enseguida me apago un poco. Otro más, digo.

Porque, según pasan los años y se acumulan las pérdidas, se me hace más y más evidente lo que debe ser una obviedad: que la vida es efímera y frágil. Y eso recuerda a uno sobre su propia mortalidad. Es como jugar en un casino perverso donde la ruleta da vueltas hasta que a uno le toca el número “ganador”. O no le toca, y hay que esperar al próximo juego.

La juventud, por cierto, no es garantía de nada.

Hace unos meses me enteré por Facebook de la muerte de un compañero de trabajo de los medios de comunicación más joven que yo y quien en sus últimos posteos se le veía más delgado, feliz, disfrutando de un paseo en Nueva York. Después de cierta fecha, el tiempo en su página se detenía.

Con su fallecimiento quedaban como atrapadas en ámbar el día a día de sus experiencias, fotos, palabras. Tras su partida, lo único que entraba a su perfil eran comentarios de congoja, dolor, incredulidad, de quienes lo habían conocido. Su bitácora de vida se había convertido en libro de condolencias. Memento mori del siglo XXI, uno de tantos que “viven” en el ciberespacio.

Yo lo conocía a este chico, aunque no tanto. Igual me entristeció la noticia de su deceso. Así como el del hermano de una de mis mejores amigas a principios de año, u otra muerte justo dos días antes de escribir esta columna, cuando falleció el padre de una colega tras una larga lucha contra la enfermedad de Parkinson. Y poco después la crónica de otra muerte anunciada, esta vez por el mal de Alzheimer, de la partida del papá de una compañera universitaria.

Pérdidas cuantiosas

Este año nada más, este annus horribilis que ha sido el 2016 en tantos aspectos a nivel global, varios compañeros han perdido a su madre o a su padre, a algún amigo, familiar, mascota, y los honran, los lloran, los recuerdan a través de las redes sociales. Antes, dependiendo de la cercanía con los sobrevivientes o con el difunto, el protocolo era llamar, o mandar una tarjeta, quizás una corona de flores. Tal vez acudir a la funeraria para dar el pésame y estar presente en los servicios fúnebres. Hoy, mucho de esto se puede hacer desde la computadora. Pero, ¿tiene esto algún valor de verdad?

Siendo yo muy pequeño, a mi abuelo Miguel en Puerto Rico lo velaron en su casa, tradición que aún se practica en la isla, si bien ha ido menguando. Hace unos años, caminaba por una de las estrechas aceras de las calles adoquinadas del Viejo San Juan cuando escuché a un grupo de personas rezando el rosario. Traté de mirar con discreción, y así vi el ataúd abierto en la sala de la antigua casona y a las personas en frente del féretro orando. Me conmovió lo que hacían, aunque me inquietó.

A veces evito asistir, si me es posible, a los velorios, funerales y entierros. Y lo hago por una sola razón: no quiero recordar al difunto así. Sé que asistir a las exequias es una manera de apoyar a esas personas que lo necesitan en momentos tan difíciles. Pero me cuesta mucho pensar que la última imagen que voy a tener en mi mente de alguien a quien traté o quise sea la de su deceso.

No. No quiero recordar a esas personas que fueron parte de mi vida y que la hicieron mejor de alguna forma con una sonrisa, un chiste, un beso, un abrazo, o una conversación, metidos en un cajón ornamentado, maquillados y peinados como figuras de cera. Ellos no están allí. Ellos no son esos.

Tabú

En mis clases de escritura en inglés a estudiantes universitarios, enseño un ensayo sobre cómo se prepara un cuerpo en la funeraria para ser velado y enterrado. Admiro a esas personas cuyo trabajo es recibir el cadáver envejecido, destrozado o mutilado en un accidente o crimen, o consumido por la enfermedad, y que deben, a la manera de un artista plástico, darle un semblante de normalidad y “felicidad”.

Cuando asigno el ensayo en clase para discutirlo y muestro un corto video sobre cómo se embalsama un cuerpo, el silencio, la risa nerviosa, el rechazo, la negación, se apoderan de mis estudiantes. Nadie quiere hablar de la muerte. Nadie quiere verla. Nadie quiere admitir que siempre está a la vuelta de la esquina.

¿Cremación? “¡No pueden quemarme!”, me dicen incrédulos ante tal noción. Les comento que no se darán cuenta. ¿Entierro? “¿Metido en una caja por siempre? ¡Nooooo!”, replican horrorizados. Les repito: no se enterarán.

Les sugiero que, de alguna forma, tenemos que hablar de la muerte. Porque sólo reconociéndola, recordamos que, aún con todas sus imperfecciones, la vida no se puede dar por sentada. Hasta la más pequeña y endeble mariposa lucha inútilmente contra el peso cruel y descomunal de su ocaso. Virginia Woolf captó esa batalla titánica y perdida como nadie en su ensayo “The Death of the Moth”.

Cuando se ha perdido esa lucha, me provoca llamar de inmediato a mis amigos, a mis colegas, a mis conocidos, a mis familiares, y decirles cuánto lamento la muerte de su ser querido y que los tengo en mente. A veces lo hago, a veces no.

Pareciera que no hay tiempo de llamar ni de atender llamadas telefónicas. Ni de escribir tarjetas o devolver el agradecimiento con otra. Ya como que tampoco dejamos mensajes grabados en el buzón del teléfono, o no los escuchamos. Nos enteramos por Facebook, lamentamos por Facebook, y velamos por Facebook. Hasta que ese momento pasa y llega la próxima muerte.

Este año he enterrado a muchos. De manera virtual. Mis pésames se han convertido en caracteres tecleados y transmitidos por la tecnología del momento. Yo no sé si sirven de algo, si consuelan al que está del otro lado en necesidad de fuerza. Lo que sí sé es que cuando escribo mis condolencias, de verdad lamento lo sucedido.

Aún así, siempre me quedo con la sensación de que mis sentimientos no navegan bien por el lenguaje de una computadora. Y me aflige, quizás hasta me avergüenzo de, no hacer más. A tan mayúsculo y traumático acontecimiento como es la pérdida de alguien, mi apoyo cibernético me parece tan deficiente, tan insoportablemente leve.

Pero es lo que hago. Escribo el comentario, salgo de la página, y digo, Otro más.

 

 

 

 

 

 

 

 

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