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Habemus Chenco. Intimidades de la vida de un pintor

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Produce una emoción de íntimo regocijo, encontrarse, de repente, con un libro que regala con profusión de anécdotas, vivencias de infancia y adolescencia de uno de los pintores contemporáneos residente en el sur de la Florida: Chenco Gómez.

A través de la acuciosa pluma de Senén González Vélez, abogado y humanista cartagenero, y de su natural manera de narrar—propia de los cuentistas orales de costa colombiana caribeña—con este nuevo libro sobre Chenco, a publicarse próximamente, nos enteramos de un sinfín de aventuras vividas en su patio, cuando con una candidez avasallante, los dos, pintor y biógrafo, despuntaban de cara a un mundo aún paradisiaco.

Sesenta y cinco años después, cada uno en su campo, continúan dejándose moldear por esa azarosa misión que, cual «sísifos vivientes», les ha correspondido asumir con bonhomía manifiesta.

Ahora, gracias a Senén González, conocemos mejor a Chenco y a su legado pictórico. El estilo de este cartagenero, no es nada fácil de aprehender. Ningún pintor posmoderno lo es. Y esto se debe a que el camino sociocultural que estamos atravesando está caracterizado por una escenografía cambiante en donde el asombro— que no para— se da la mano con ese angustiante miedo cerval que nos cobija a todos, producido por una incertidumbre existencial ante el desmoronamiento de toda verdad, y esos son los rasgos que el pintor captura en sus cuadros.

Este aparente y sofisticado maremágnum de forma, línea, color y movimiento; acompañado por lo general de frases y sentencias, a veces propias, a veces tomadas de autores clásicos las cuales refuerzan y explicitan lo que el lenguaje del cuadro presenta, nos llegan en desbandados símbolos y atrevimientos iconoclastas.

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Esos temas insólitos a su vez parecieran llegarle al pintor en ráfagas de éxtasis creativos automáticos alimentados por un subconsciente desbordado que como un orate al estilo Zaratustra— o mandato cifrado de un Demiurgo— él reproduce con la obediencia de un amanuense alucinado. Al final, el impacto de la pintura zurcida con mensajes verbales, flores desperdigadas, animales domésticos y salvajes del inframundo, invade al lector de un vértigo indescriptible, de la angustia de su creación perturbadora; contagia su temor ancestral, solo lo apacigua su explicita relación con un Dios que dirige su mano y su mente y su conciencia, con quien profesa un teísmo no religioso.

Un Chenco neoexpresionista y febril pareciera gobernar su ojo voyerista que con colores básicos muy saturados, líneas y contornos definidos, lo adereza todo con una buena dosis de refinada ironía, regalándonos así otra fase de su extraordinaria creatividad.

Y es que el artista, como lo podemos deducir de la lectura de: Habemus Chenco, es ni más ni menos que un fisgón de la intimidad. Un contemplador y un mirón que capta y exhibe ante el público—transcribiendo en figura y color con los recursos de su propia estética—detalles de sus más sentidas pulsiones. Viscerales compulsiones que lo llevan a enfocar su lente voyerista en la exhibición de las partes «nobles» del cuerpo humano, para otros «partes pudendas» y que en el caso de Chenco devienen en símbolos e imágenes conceptuales, las más de las veces, acérrimas críticas de poses moralistas, timoratas y gazmoñas de la cultura judeo-cristiana.

Lo que sí queda claro, gracias al acercamiento biográfico que Senén logra transmitirnos con sus experiencias narradas desde su ubicación de testigo primordial, es la innegable actitud crítica, iconoclasta, revanchista y libertaria sobre una sociedad puritana, que permanece en Chenco desde sus más tiernos años de púber impetuoso e indócil.

Ahora quizás nos sentimos más seducidos por la línea y el color; por la figura y el concepto; por la explosión incontenible de las pinturas de Chenco que expresan y transcriben esa sensación inadecuada de «estar en el mundo», y que si de imberbe, lo hacía con trapacerías de adolescente, como lo afirma sus biógrafo, hoy lo continúa haciendo pero con una paleta que se alimenta de sensatez filosófica, ética innegociable y de un desdoblamiento del yo hecho color y concepto que enrostra la hipócrita máscara de los nuevos antivalores de la sociedad de nuestro tiempo.

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