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El nudista

Se levanta y se sube a la bicicleta. La deja estacionada en la vereda, sin miedo. La ata.

Abre el candado que protege la puerta metálica. Ingresa al local silencioso y oscuro.

Se quita la camisa y la cuelga en el perchero rojo y elemental. Mientras revisa las ganancias del día, atiende a los papelitos que le dejó la empleada colgados de los imanes de la heladera. Los revisa. Hay uno que le dispara una conjetura. Dice que una cliente pregunta por su vida anterior, por su origen. A Arturo no le llama la atención. En cierta medida, está habituado a la curiosidad de las clientes. Sabe, como lo supo desde los inicios en su carrera, que una parte de su vida impulsa la codicia del secreto, una suerte de tiniebla que llama a las almas de las inexpertas o ingenuas. Son las mujeres las primeras en caer en las redes que tiende en su modo superfluo y trivial de desplegar sus alas en el mostrador.

Pega nuevamente los papeles en la heladera. Está seguro de que ahí se inicia una línea de trabajo, una futura conquista. Como un artista de los relojes o como un maniático estudioso de las miniaturas, debe averiguar el nombre para preparar una estrategia que lo lleve a la caza final.

Se saca el pantalón y lo coloca en el perchero. Para los calzoncillos tiene un cofre especial. Lo deposita en el interior de un baúl de filigranas. Las luces, apagadas, irradian una fosforescencia azul, opaca, producto del uso abusivo de los tubos durante las muchas horas del día. Esa pálida luz azul le da un tono negruzco a su piel lampiña. No le incomoda el nuevo color de la piel sino el reflejo deslucido que adquiere en la negrura. Pero eso no le impide colocarse el delantal, grueso, blanco, directamente sobre la piel ahora oscura. Tiene delante un espejo. Dirige los ojos primero a los pies, desnudos, sigue por la cintura hasta que encuentra el torso y luego el rostro atravesado por una sonrisa cómplice y esquemática.

Se aleja. Mira al piso y descubre los restos de harina que han quedado pegados como si tuvieran un pegamento metafísico. No hace nada para quitar el indócil resto de harina. Camina por encima de las manchas blanquecinas y siente, por un momento, que se encuentra en un escenario plagado de luces estridentes, como si se tratara de un desfile de la última moda parisina. Sin embargo, la oscuridad plena aumenta el regocijo que despierta ese paseo anodino y solitario.

Se niega a encender los fluorescentes. El principal testigo de su costumbre es el negro esplendor de la noche. Como si fuera una bailarina, su figura desnuda se despliega entre los hornos y las bandejas sucias que arremolinan los panes ya duros y las tortillas quebradas o desmembradas. Como si fueran restos en un cementerio o en un hospital de veteranos, Arturo levanta algunos trozos mudos y los deposita en un arcón con el fin de reelaborar el material y proceder al duelo final.

Hace unos pasos más sin propósito, como si hallara en el recorrido natural un regodeo inútil y por eso mismo la culminación del acto placentero.

Enciende el horno principal. Amasa lentamente las primeras formas de los futuros panes y bollos. Coloca en las bandejas limpias las pretéritas formas platónicas, esas larvas de harina que luego serán los productos frescos de la mañana.

Trabaja las largas horas de la noche como un Sísifo feliz.

Cuando ha terminado la labor repetida, corre cansado hasta el pequeño baño improvisado del fondo. Se lava. Se viste. Se peina.

En el instante en que el sol ya aspira a lo vertical, Arturo levanta la persiana de la panadería.

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